El rebaño ciego (7 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Lo cual quedaría completamente fuera de lugar en San Nicolás.

Rompieron la hilera para distribuir folletos, la mayoría de los cuales eran inmediatamente tirados, y se dispersaron en una oscura callejuela donde unos carteles anunciaban que sólo el «personal autorizado» podía entrar.

¿Uno de los seis, tal como le habían asegurado, era Austin Train?

La idea parecía loca en su superficie. Más abajo, quizá no fuera totalmente absurda. No había visto a Austin desde que se había recuperado de su depresión, pero cuando se desvaneció de la escena pública, había sido con la promesa de que iba a vivir como vivían los pobres, incluso si eso significaba correr los mismos riesgos que ellos corrían. Esta decisión había ocasionado que algunos católicos exaltados mencionaran abiertamente por televisión la posibilidad de que la Iglesia reconociera una nueva categoría de «santos seculares». Ella había visto uno de tales programas con Decimus y Zena, y los tres se habían echado a reír a carcajadas.

Pero si éste era el camino que había elegido Austin, era diferente del de Decimus. Sus principios, en el
wat
de Colorado, iban orientados al tercer mundo; su comunidad producía su propia comida, o intentaba hacerlo —las cosechas tenían una desagradable tendencia a malograrse a causa de los defoliantes arrastrados por el viento o los contaminantes industriales en la lluvia—, y tejían sus propias ropas, mientras que la artesanía y los trabajos manuales constituían su principal fuente de ingresos. La idea subyacente era dramatizar la situación en que se hallaba la mayoría de la humanidad. A menudo, antes de una comida, había pequeñas homilías: «Cada uno de vosotros recibe en esta mesa casi el doble de lo que cualquiera en un poblado de las montañas bolivianas recibe en un día». Y a veces había extraños y poco excitantes platos: glutinosas salsas africanas de quimbombó finamente picado, insípidos pasteles de semillas anónimas, muestras de productos de ayudas alimentarias que algunos simpatizantes habían comprado y habían enviado al
wat
.

—Esto es lo que les estamos enviando como ayuda —decía Decimus—. Ni bistecs ni pollo ni gordas patatas de Idaho. Esto está hecho de… —y podía ser algas, o levadura, o recortes de hierba, o en una ocasión, increíblemente, desechos de serrería—. ¡Ved si os gusta, y pensad en aquellos que deben darnos las gracias por esta mierda!

Pero eso había sido hacía mucho tiempo.

En la parte de atrás de la tienda encontró un aparcamiento semivacío. Había una puerta señalada
Sólo empleados
. La encontró cerrada por dentro. Cerca, sin embargo, había una ventana de cristal armado. Sólo podía ver imágenes confusas si se acercaba a los cristales. En el interior, unas formas rojas se transformaban en blancas a medida que los Santa Claus se quitaban sus trajes y rellenos.

Escuchó, esperando distinguir la voz de Austin.

—Estás en baja forma, ¿eh, compañero?

—¡Oh, dejadle!

—Bien, siempre que no me tosas a la cara, tengo chicos en casa y las facturas del doctor que no paran de llegar.

—¿No estamos todos así?

Y cosas parecidas. Algunos de ellos desaparecieron tras una puerta al fondo de la habitación, y ruido de agua corriendo indicó que se estaban lavando. Un hombre vestido de oscuro apareció y gritó:

—¡Ya basta con esa agua! ¡Hay restricciones!

—Al infierno las restricciones. —Sombría, ronca, la voz parecía proceder del hombre que no había sido capaz de gritar. Pesadamente, añadió—: ¿Está caliente?

—¡Mierda, por supuesto que no! —le respondió alguien—. ¡Apenas tibia!

—En ese caso deme mi paga y me voy. El doc me advirtió que no me enfriara. Así que no voy a malgastar su preciosa agua, ¿de acuerdo?

—No me eche a mí la culpa —con un suspiro—. Yo no hago las reglas aquí.

En la oscuridad ninguno de los hombres se dio cuenta de la presencia de Peg mientras se dirigían a sus coches. Cinco de ellos entraron en tres vehículos. El último trazó un rastro de humo cruzando el aparcamiento… suficiente para hacerse arrestar. El sexto hombre no fue a buscar ningún coche.

—¡Austin! —dijo Peg en voz baja.

El no retuvo el paso, ni siquiera miró a su alrededor.

—¡La periodista! —dijo—. ¿Finalmente ha decidido echarme a los lobos?

—¿Qué? —Se puso a su altura, acompasando su paso al de él, que andaba a zancadas demasiado largas para un hombre de su estatura, un metro sesenta y cinco aproximadamente. Poner los músculos a hacer penitencia era algo natural cuando Austin Train estaba por ahí.

—¿Quiere decir que no está aquí profesionalmente? —Su tono estaba teñido de sarcasmo.

Ella eludió la pregunta, señalando a su derecha más allá del aparcamiento; le iba a ser difícil oírse a sí misma darle la noticia que le traía.

—Mi coche está ahí. ¿Puedo llevarle? ¡Es un Hailey!

—Ah. Se mantienen los preceptos, ¿eh? ¡El vapor es más limpio que la gasolina! No, gracias. Acostumbro a andar. ¿Acaso lo ha olvidado?

Ella lo sujetó por la mano y le hizo dar media vuelta para mirarla. Observándole, descubrió pocos cambios a la débil luz, excepto que se había afeitado la barba que llevara durante su período de notoriedad. Los pómulos altos eran los mismos, las cejas curiosamente arqueadas, casi semicirculares, los labios finos y agrios… Pensó que quizá sus finos cabellos marrones clareaban un poco más y habían retrocedido algo. Habían sido casi tres años.

Su boca parodió una sonrisa; una curvatura de unos pocos grados en una de las comisuras. Bruscamente furiosa, decidida a borrar de golpe su suficiencia, Peg estalló:

—¡He venido a decirle que Decimus está muerto!

Y él dijo:

—Sí. Ya lo sé.

Todas aquellas horas de búsqueda, sin comida ni descanso, consciente de que cada momento incrementaba las posibilidades de perder su empleo… ¿para nada? Peg dijo débilmente:

—Pero si ha ocurrido esta mañana…

—Lo siento. —Su expresión burlona se dulcificó—. Usted le quería, ¿verdad? De acuerdo, vamos a su coche.

Mecánicamente, ella echó a andar; ahora, para variar, era él quien se compasaba al paso de ella, aunque eso fuera claramente frustrante para su enérgico carácter. No dijeron nada más hasta que llegaron al lugar donde ella había dejado el pequeño Hailey bajo la dura radiación de una farola con luz de vapor de mercurio.

—Me pregunto si le quería realmente —dijo ella de pronto.

—Usted es la persona que pensó que ella no debía saberlo, ¿verdad? Pero le quería. Venir en busca mía es la prueba de ello. No tiene que haber sido fácil.

—No, no lo ha sido. —El dedo cuya uña se había arrancado aún le dolía; tuvo problemas para meter la llave en la cerradura.

—Es divertido —dijo Austin, mirando al coche.

—¿Qué es divertido?

—La gente pensando que el vapor es más limpio. Mi abuela vivía en una casa pegada a la vía férrea. No podía tender la ropa a causa del hollín. Yo crecí pensando que el vapor era algo sucio.

—¿Es la hora del sermón? —restalló Peg, consiguiendo abrir la puerta del pasajero—. ¡Y además se llama usted Train!

—Un chiste viejo —dijo él, entrando en el coche—. La palabra tren puede significar muchas cosas. Y no todas agradables. Un tren de bombas, por ejemplo.

—Sí, lo sé. Lo siento. La próxima vez intentaré conseguir uno de esos coches a gas freón… ¡Oh, mierda! Estoy desvariando. ¿Le importa… le importa si fumo un cigarrillo?

—No.

—Quiere decir sí.

—Quiero decir no. Necesita usted un tranquilizante, y el tabaco no figura entre los más peligrosos. —Se giró a medias en el angosto asiento—. Peg, se ha tomado usted muchas molestias. Se lo agradezco.

—¿Entonces por qué me ha recibido como si yo estuviera infestada? —Rebuscó en su bolso—. Además, ¿cómo lo supo?

—Teníamos una cita esta mañana. Cuando no se presentó hice algunas averiguaciones.

—Mierda, debí haberlo imaginado.

—Pero no venía solamente a verme a mí. Tenía una hermana trabajando en Los Angeles, ya sabe, y había algún problema familiar que deseaba dejar arreglado.

—No, no lo sabía. ¡El nunca me dijo que tuviera una hermana! —Con un irritado golpe en el interruptor de las luces del tablero de mandos.

—Estaban peleados. Hacía años que no se veían… Peg, lo siento realmente. Es… bueno, es la naturaleza de su trabajo lo que hace que reaccione mal ante usted. Viví a la luz de los focos durante mucho tiempo, ya sabe, y simplemente no pude seguir soportándolo una vez comprendí lo que estaban haciendo conmigo: utilizándome para probar que se preocupaban por el mundo, cuando de hecho les importaba un comino. ¡Después de mí el diluvio! Así que generé mi pantalla de humo y desaparecí. Pero si las cosas siguen de la forma en que se presentan últimamente…

Abrió las manos. Aquellas manos eran lo primero que había sugerido a Peg que podía aprender a quererle, complicado como era, porque eran proporcionalmente mucho más grandes que su cuerpo, el tipo de manos que la naturaleza debería reservar para un escultor o un pianista, y pese a sus nudosos nudillos eran en cierto modo hermosas.

—Bien, si una periodista sabe cómo encontrarme, cualquier otro puede hacerlo también, y finalmente ese cualquier otro pueden ser los polis.

—¿Tiene realmente miedo a ser arrestado?

—¿Cree que no tengo razones para ello? ¿Sabe lo que ha ocurrido esta mañana mismo en Wilshire?

—¡Sí, pero usted no organiza sus manifestaciones! —El encendedor del coche chasqueó; su mano temblaba demasiado, le costó guiarlo hasta su cigarrillo.

—Cierto. Pero yo escribí su biblia y su credo, y si me hicieran jurar no podría negar que fui sincero hasta su última palabra.

—Nunca lo he dudado —murmuró ella, dejando escapar una remolineante bocanada de humo gris. El sabor, sin embargo, no fue calmante sino irritante, porque había permanecido fuera en aquella esquina durante más de media hora sin su mascarilla filtro. Tras una segunda desagradable inspiración, aplastó el cigarrillo.

—¿Qué edad tiene usted ahora, Austin?

—¿Qué?

—Le he preguntado qué edad tiene. Yo tengo veintiocho, y no lo oculto. El presidente de los Estados Unidos tiene sesenta y seis. El decano de la Corte Suprema tiene sesenta y dos. Mi director tiene cincuenta y uno. Decimus cumplió los treinta el septiembre pasado.

—Y está muerto.

—Sí. ¡Cristo, qué pérdida! —Peg miró de forma ausente a través del parabrisas. Acercándose con gruñidos y resoplidos podía verse a uno de aquellos enormes camiones-grúa de ocho toneladas utilizados para retirar los automóviles con filtros ilegales. Este había atrapado presas exóticas: un Fiat y un Karmann-Ghia estaban pegados al extremo de su magneto.

—Casi cuarenta —murmuró Austin.

—Aries, ¿no?

—Sí, siempre que lo pregunte como broma.

—¿Qué diablos quiere decir con esto?

—Bien, puedo decir cualquier cosa. Hay más de doscientos yoes, ya sabe.

—¡Una broma! —Estuvo a punto de abofetearle, girada en su asiento—. Infiernos, ¿no lo entiende? ¡Decimus está horrible y asquerosamente
muerto!

—¿Quiere decir que nadie vio llegar eso en su horóscopo?

—¡Oh, es usted inhumano! ¿Por qué infiernos no se larga? ¡Usted odia los coches!

Y una fracción de segundo más tarde:

—No, no quería decir esto. Quédese.

El no se había movido. Otra pausa.

—¿Tiene alguna idea de quién lo hizo? —dijo finalmente.

—¿Está segura de que… esto… lo hizo alguien?

—¡Tiene que haber sido así! ¿Usted no lo cree?

—Seguramente sí. —Austin frunció el ceño de modo que sus arqueadas cejas casi se unieron, sin mirarla a ella, pero desde su lado Peg pudo ver que formaban como la imagen de una gaviota en el rostro de un niño. (¿Cuánto tiempo hacía que no había ya niños que supieran lo que era una gaviota?). Bien, puedo imaginar a un montón de gente feliz de que él ya no esté aquí. ¿Ha comprobado usted con la policía?

—Iba a hacerlo cuando decidí acudir primero a usted. Pensé que era usted quien debía darle la noticia a Zena.

—Ya está hecho. O mejor dicho, llamé al wat y me aseguré de que se enterara a través de alguien a quien conoce.

—¡Esos pobres chicos!

—Están mejor que muchos otros —le recordó Austin. Lo cual era cierto, ya que uno de los dogmas de los trainitas era no engendrar niños propios mientras hubiera huérfanos que adoptar.

—Supongo que sí… —Peg pasó una cansada mano por su rostro—. Debí haberme dado cuenta de que perdería mi tiempo. Ahora no sé si la noticia ha llegado a la prensa, o a la televisión, o a algún otro lado. —Finalmente puso el coche en marcha y lo apartó de la acera—. ¿Adónde? —preguntó.

—Recto unas diez manzanas. ¿Preocupada por perder su empleo, Peg?

—Más bien pensando por qué no lo abandono ahora mismo.

Él dudó.

—Quizá sea una buena idea conservarlo.

—¿Por qué? ¿Porque quiere usted en los medios alguien que esté de su lado? No me diga eso. Gracias a Prexy casi todo el mundo lo está… excepto los propietarios. —No estaba pensando en eso. Más bien en que usted podría proporcionarme… bien, la advertencia ocasional.

—Tiene usted miedo, ¿verdad? —Se detuvo ante un semáforo en rojo—. De acuerdo, si puedo. Y si no he perdido el puesto… ¿Quién va a ocupar el puesto de Decimus?

—No lo sé. No estoy al cargo de nada.

—Lo siento. Es tan fácil caer en la presunción de que sí lo está, con toda esa gente diciendo «trainita» todo el tiempo. Tengo que esforzarme y recordar que debo decir «comensalista», pero todo el mundo lo acorta a «commie», y esa es generalmente una forma rápida de iniciar un altercado… ¿Acaso le preocupa ver su propio nombre tomado en vano?

—¿Y de qué infiernos cree usted que tengo miedo? —Lanzó una corta y dura risa—. ¡Me da escalofríos en la espalda!

—Obviamente no a causa de los wats. ¿A causa de las manifestaciones como la de esta mañana?

—¿Esas? ¡No! Irritan a la gente, pero no hacen realmente daño. Crean mucha publicidad, y proporcionan algo en qué pensar a los bastardos que están saqueando el planeta en su provecho… Y permiten también a los manifestantes sentir que están haciendo algo constructivo. No, lo que tengo en mente es más bien eso: Supongamos que alguien decide que toda una ciudad está cometiendo una ofensa a la biosfera, y tira de la anilla de una bomba nuclear.

—¿Lo dice usted en serio? ¡Sería una locura!

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