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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (5 page)

Allá abajo, cerca de la marchita raíz de la planta de café: algo se agitaba.

—¿Y qué ocurrió?

—Llegué aquí y descubrí que había muerto.

—¿Qué?

—Tifus. Es endémico. Y estábamos en 1949.

Parecía que no había nada que añadir. Leonard extrajo un terrón y lo desmenuzó entre sus manos. Quedó al descubierto una frenética criatura de cinco centímetros de largo, a primera vista no muy distinta de una lombriz de tierra, pero su color era azulado, tenía un ligero engrosamiento en un extremo y unos pelitos diminutos, y se retorcía con más energía que cualquier lombriz de tierra que hubiera visto nunca.

—Y sin embargo, entienda, nunca he lamentado el haberme quedado aquí. Ha de haber alguien en un lugar como éste para ayudar a esa pobre gente… no sirve de nada intentar hacerlo por control remoto. Ah, ha atrapado a uno de ellos, ¿eh? —Su tono volvió a la normalidad—. ¿Lo reconoce, por casualidad? No he podido encontrar ningún nombre técnico para él en los libros especializados. Por supuesto, mis fuentes de referencia no son demasiadas. En España se les llama
sotojuela
, pero por aquí les dicen
jigra
.

Con una sola mano, dejando huellas de barro, Leonard extrajo un tubo de ensayo de su maletín y metió el bicho en él. Intentó examinarlo con la lupa, pero la lluvia caía con demasiada fuerza.

—Si pudiera echarle una mirada a cubierto —murmuró.

—Quizá haya algún techo en el pueblo que no tenga demasiadas goteras. Tal vez… Y esto es lo que hacen esos bichos a las plantas, ¿ve? —Williams tiró ligeramente de un arbusto de café, arrancándolo del suelo. No ofreció ninguna resistencia. El tallo era esponjoso, con señales de agujeros, y las hojas colgaban marchitas.

—¿También atacan al maíz y a las judías? —preguntó Leonard.

—¡Aún no hemos descubierto nada que no se coman!

En el agujero dejado por la planta arrancada, cinco o seis de los animalillos se retorcieron ocultándose.

—¿Y desde cuánto tiempo hace que son una plaga aquí?

—Siempre han sido una plaga —dijo Williams—. Pero hasta… oh, hasta que limpiaron esta zona para plantar café sólo podían encontrarse en el bosque, viviendo bajo la maleza. No vi más de media docena de ellos durante los primeros diez años que pasé en Guanagua. Luego, desde hace unos dos años y medio, ¡bum!

Leonard se puso en pie, sintiendo que sus piernas le agradecían el dejar de estar acuclillado.

—Bien, no hay duda de que se trata de una emergencia, como usted dijo. Así que solicitaré autorización para utilizar insecticidas de alto poder, y luego ya veremos…

—¿
Cuánto
tiempo dice usted que está con Auxilio Mundial?

Leonard lo miró parpadeando. De repente se mostraba inexplicablemente irritado.

—¿A quién cree usted que pertenecen estas tierras? ¡Nos hallamos en la propiedad particular de un alto cargo del gobierno, que no necesita más que alzar un dedo para eludir las leyes! ¡Esta zona ha sido rociada y empapada y saturada de insecticidas!

Procedente del poblado, andando muy lentamente, acababa de aparecer una sinuosa hilera de hombres, mujeres y niños. Todos eran delgados, iban vestidos de harapos y descalzos, y algunos de los niños tenían el vientre hinchado característico de la pelagra.

—¡Ese idiota ha hecho a las jigras resistentes al DDT, al heptacloro, a la dieldrina, a la piretrina y a todo lo demás! ¿Cree que soy tan idiota que no me pasó por la cabeza probarlo? ¡Esa gente no necesita productos químicos, necesita
comida
!

DÉFICIT

Petronella Page:
¡Hola, mundo!

Audiencia en el estudio:
¡Hola!

Page:
Bien, esta vez como siempre tenemos para ustedes toda clase de personas interesantes que son noticia. Entre otros vamos a dar la bienvenida a la Gran Mamá Prescott, cuyo éxito «El hombre con el cuarenta y cinco» es en estos momentos el centro de un animado debate acerca de la conveniencia —o no conveniencia— de algunos temas para las canciones pop
. (Risas en el estudio.)
Y luego hablaremos con un nutrido grupo de ex-oficiales que han proporcionado a muchos niños del Sudeste de Asia el mejor de los regalos de Navidad, un nuevo hogar y una nueva familia. Pero antes de esto demos la bienvenida a alguien que se ha situado a la cabeza en un campo muy distinto. Es un científico, y ustedes habrán oído hablar de él porque… bien, porque si sus cálculos son correctos no presagian nada bueno para el futuro de esta nación. Aquí está. Profesor Lucas Quarrey de la universidad de Columbia.
(Aplausos.)

Quarrey:
Buenas no… esto, quiero decir, hola a todo el mundo.

Page:
Lucas, teniendo en cuenta que las cuestiones científicas no atraen mucho la atención en estos tiempos, o al menos no toda la atención que deberían, quizá sería conveniente que refrescara la memoria de nuestros televidentes con respecto al tema que lo ha convertido a usted en noticia.

Quarrey:
Encantado, y si hay alguien de los que nos están viendo que aún no haya oído nada sobre ello, será como… esto… será una sorpresa tan grande como la que yo tuve cuando vi por primera vez el printout de los ordenadores de la universidad. Si se le pidiera a la gente que nombrara cuál es el producto que más se importa en los Estados Unidos, seguramente citaría montones de cosas: acero, aluminio, cobre, todo tipo de primeras materias que ya no poseemos en cantidades que hagan económica su extracción.

Page:
¿Y se equivocarían?

Quarrey:
Completamente. Como también se equivocarían si se les pidiera que nombraran cuál es el producto que más se exporta.

Page:
¿Cuál es pues nuestra mayor importación?

Quarrey:
Tonelada por tonelada… oxígeno. Producimos menos del sesenta por ciento de la cantidad que consumimos.

Page:
¿Y nuestra mayor exportación?

Quarrey:
También tonelada por tonelada, gases tóxicos.

Page:
Ah, ahí es donde ha surgido la controversia, ¿no? Mucha gente se ha preguntado cómo puede usted seguir el rastro de… digamos los humos desde New Jersey a través del Atlántico. Por su iniciativa particular, puesto que no es usted ni meteorólogo ni especialista en clima. ¿Cuál es realmente su especialidad?

Quarrey:
La precipitación de partículas. En estos momentos dirijo un proyecto de investigación destinado a crear filtros más compactos y eficientes.

Page:
¿Para qué… para coches?

Quarrey:
Oh, sí. Y autobuses, y fábricas también. Pero principalmente para cabinas de aviones. Hemos recibido un encargo de una importante compañía aérea para intentar mejorar el aire de las cabinas a gran altitud. En las rutas más frecuentadas, el aire está tan lleno de los humos de escape de otros aviones que los pasajeros se marean incluso en un día completamente tranquilo… en especial, en los días completamente tranquilos, debido a que los humos necesitan más tiempo para dispersarse.

Page:
De modo que ha tenido que empezar usted por analizar lo que necesitaba filtrar, ¿no es así?

Quarrey:
Exactamente. Diseñé un aparato para ser montado en el ala de un avión a fin de recoger los elementos contaminantes en unas pequeñas pastillas adhesivas… Aquí tengo una, no sé si nuestros telespectadores podrán verla con claridad… ¿Sí? Espléndido. Bien, cada aparato tiene cincuenta de estas pastillas, reguladas para recoger muestras en varios momentos del viaje. Pasando los resultados a un gráfico hemos sido capaces de seguir el rastro, como usted ha dicho, del humo de las fábricas de New Jersey a lo largo de más de tres mil quinientos kilómetros.

Page:
Mucha gente argumenta que eso no puede hacerse con la precisión que usted pretende.

Quarrey:
Me gustaría que la gente que lo dice se tomara la molestia de comprobar lo que mi equipo es capaz de hacer.

Page:
Todo esto es muy inquietante, ¿no? La mayoría de la gente tiene la impresión de que desde la aprobación de las Leyes sobre el Medio Ambiente las cosas habían empezado a mejorar.

Quarrey:
Me temo que sea más bien… una… una ilusión óptica, por decirlo así. Por un lado, esas leyes no son lo bastante estrictas. Uno puede invocar todo tipo de aplazamientos, exenciones, suspensiones, y por supuesto las compañías que ven que sus beneficios van a verse menguados con la aplicación de las nuevas regulaciones utilizan todos los medios posibles para eludirlas. Y el otro punto es que no nos sentimos tan sensibilizados sobre el asunto como lo éramos antes. Hubo una breve conmoción de ansiedad hace unos años, y las Leyes sobre el Medio Ambiente fueron aprobadas, como usted dice, y desde entonces nos hemos sentado con las manos cruzadas confiando en que la situación había quedado resuelta, lo cual de hecho no es así.

Page:
Entiendo. ¿Y qué tiene que decirle usted a aquellos que afirman que dar a la publicidad sus afirmaciones es… bueno perjudicial a los intereses de la nación?

Quarrey:
No se sirve a la nación barriendo debajo de la alfombra los hechos desagradables. En este preciso momento no somos exactamente la nación más popular del mundo, y mi opinión es que deberíamos poner fin de inmediato a cualquier cosa que nos haga aún más impopulares.

Page:
Creo que ha puesto usted el dedo en la llaga. Bien, gracias por venir y hablar con nosotros, Lucas. Ahora, inmediatamente después de la siguiente pausa para dar paso al indicativo de nuestra estación…

PESE A SU CARIDAD, UN HOMBRE COMO RESONANTE BRONCE

—Creo que la analogía más cercana sería el queso —dijo el señor Bamberley. Para mostrar que estaba prestando atención, Hugh Pettingill asintió. Tenía veinte años, pelo oscuro, ojos marrones, con un gesto de permanente mal humor esculpido en su rostro: boca curvada, ojos entrecerrados, frente prematuramente surcada de líneas. Esos rasgos habían quedado impresos en él durante los malos años desde los catorce hasta los diecinueve. Al parecer éste era el primero de varios buenos años que estaba atravesando, y era lo bastante consciente como para exponerse voluntariamente a la posibilidad de ser convencido.

Todo había empezado con una discusión relativa a su futuro. Durante ésta había dicho algo acerca de que los países industriales ricos estaban arruinando el planeta, y de que estaba determinado a no tener nunca nada que ver con el comercio, o la tecnología, o las fuerzas armadas, todas ellas cosas hacia las cuales el señor Bamberley sentía una arcaica admiración. Consecuencia: la recomendación formulada con demasiada firmeza para ser considerada como una invitación, de ir a efectuar una visita guiada a la planta hidropónica y descubrir cuán constructivamente podía ser aplicada la tecnología.

—¡No veo por qué no deberíamos mejorar la naturaleza! —había dicho el señor Bamberley con una risita.

Hugh se había guardado la respuesta para sí mismo:

—¿Qué ha de ocurrir antes de que usted se dé cuenta de que no lo ha conseguido?

Corpulento, pero musculado, el señor Bamberley caminó por la pasarela de acero que formaba la cresta del techo de la factoría, agitando los brazos a derecha e izquierda a medida que señalaba los diversos estadios por los cuales tenía que pasar la mandioca cultivada hidropónicamente antes de emerger como el producto final, el «Nutripon». Había como un vago olor a levadura bajo el enorme domo semitransparente, como si una panadería se hubiera instalado junto a una refinería de petróleo.

Y en cierto sentido aquélla era una comparación adecuada. La fortuna de los Bamberley había surgido del petróleo, pese a que hacía dos generaciones que ni este señor Bamberley —cuyo nombre de pila era Jacob, aunque prefería ser llamado Jack —ni su hermano menor Roland habían chapoteado el oro negro debajo de un derrick. Hacía tiempo que la fortuna había crecido lo suficiente como para no sólo mantenerse a sí misma, sino ser capaz también de fisión, como una ameba. La porción de Roland, a la cual éste se aferraba ávidamente, estaba destinada a pasar a su hijo único Hector (al que Hugh consideraba, bajo el juicio de un sólo encuentro, como un típico snob criado entre algodones… cosa que a los quince años no podía ser culpa suya sino de su padre); Jacob había invertido la suya en la Bamberley Trust Corporation, hacía veinte años, a partir de cuyo momento no había dejado de multiplicarse cancerosamente.

Hugh no tenía idea de cuánta gente se hallaba implicada en cultivar los fondos del Trust, puesto que nunca había estado en la oficina de Nueva York desde donde se controlaban todas estas cosas, pero se imaginaba un difuso grupo de varios centenares de personas podando, abonando, regando. Las imágenes hortícolas le llegaban fácilmente porque su padre adoptivo había convertido su antiguo rancho familiar, allá en Colorado, en uno de los mejores jardines botánicos del país. Todo lo que había tomado de la realidad en su mente, de todos modos, en lo que al Trust se refería, era el hecho central de que actualmente la suma era tan enorme que Jacob Bamberley podía permitirse el hacer funcionar aquello, la mayor factoría hidropónica del mundo, como una institución benéfica. Empleando a seiscientas personas, vendía su producto al precio de coste y a veces incluso por debajo, y hasta el último gramo de lo que salía de allí era expedido al extranjero.

Lord Dadivoso. Bien, era una forma mejor de usar el dinero heredado que la elegida por Roland, dilapidando en beneficio suyo y de su hijo el dinero a fin de no tener que enfrentarse nunca al duro mundo real…

—Queso —dijo de nuevo el señor Bamberley. Estaban contemplando desde las alturas un cierto número de cubas perfectamente redondas en las cuales algo que en la distancia parecía spaghetti iba siendo removido en un líquido claro y humeante. Un hombre con una mascarilla y vistiendo un mono estéril estaba tomando muestras de las cubas con un largo cazo.

—¿Lo someten aquí a algún tipo de tratamiento químico? —aventuró Hugh. Esperaba que aquello no se prolongara demasiado; aquella mañana había tenido diarrea, y su estómago estaba gruñendo de nuevo.

—Pequeñas correcciones —dijo el señor Bamberley, con ojos brillantes—. La palabra «químico» está repleta de asociaciones equivocadas. La mandioca es delicada de manejar, porque su corteza contiene algunos componentes altamente venenosos. Pero no hay nada de particular en que algunas partes de una planta sean comestibles y otras no lo sean. Probablemente podrás pensar en otros ejemplos.

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