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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (6 page)

Hugh reprimió un suspiro. Nunca lo había dicho en voz alta, siendo demasiado consciente de las obligaciones que sentía hacia Jack (huérfano a los catorce años a causa de una insurrección urbana, arrojado a una institución para huérfanos adolescentes, luego elegido aparentemente al azar para ser añadido a la familia siempre creciente de hijos adoptivos de aquel rechoncho y sonriente hombre: ocho hasta ahora), pero había ocasiones en que consideraba aquella costumbre de hacer ese tipo de preguntas irritante. Era el manierismo de un pobre maestro que había comprendido la necesidad de hacer que los niños descubrieran las cosas por sí mismos, pero no la técnica de conseguir que ellos desearan hacer las preguntas adecuadas.

Dijo cansadamente:

—Las patatas y su planta.

—¡Muy bien! —El señor Bamberley le dio una palmada en el hombro y se giró una vez más para señalar al suelo de la factoría—. Considerando la complejidad del tratamiento necesario antes de que la mandioca dé un producto comestible…

Oh, mierda. Otro de sus asquerosos discursos.

—… y las pocas probabilidades de que alguien caiga en ello por accidente, siempre me ha sorprendido como una de las más claras pruebas de la intervención sobrenatural en los asuntos de la primitiva humanidad —declamó el señor Bamberley—. No se trata aquí de una simple trivialidad, como el ácido oxálico, ¡sino del más mortal de los venenos, el cianuro! Sin embargo, durante siglos, la gente ha utilizado la mandioca como un producto alimenticio de base, y ha sobrevivido, ¡e incluso prosperado! ¿No es maravilloso cuando uno piensa en ello?

Quizá. Excepto que yo
no
pienso así en ello. Yo me imagino a hombres desesperados debatiéndose al borde de la inanición, intentando cualquier cosa que se les ocurra con la débil esperanza de que la siguiente persona que pruebe aquella extraña planta no caiga muerta.

—El café es otro ejemplo. ¿Quién, sin que nadie se lo dijera, podía pensar en secar sus frutos, quitarles la cáscara, tostarlos, molerlos, y solo entonces hacer con ellos una infusión con agua? —La voz del señor Bamberley estaba decantándose hacia un tono de sermón. De pronto, sin embargo, descendió de nuevo a un nivel normal—. Por ello, llamarle a eso un «proceso químico» es engañoso. ¡Lo que hacemos realmente es cocerlo! Pero hay otro inconveniente importante en utilizar la mandioca como alimento de base. Puede que te lo haya mencionado…

—La carencia de proteínas —dijo Hugh, pensando en sí mismo como uno de esos juguetes de preguntas-y-respuestas que se dan a los niños, y en los que se encienden pequeñas lucecitas cuando es pulsado el botón apropiado.

—¡Exacto! —resplandeció el señor Bamberley—. Por eso comparo nuestro trabajo a la fabricación del queso. Aquí… —abrió una puerta que daba a la siguiente sección de la planta, una enorme habitación de luz tenue en la cual brazos metálicos parecidos a patas de arañas sostenían protegidas lámparas ultravioletas— …fortalecemos el contenido en proteínas de la mezcla. Con sustancias absolutamente naturales: levaduras, y hongos con un valor nutritivo muy alto. Si todo va bien transformamos casi el ocho por ciento de la mandioca en proteínas, pero incluso un seis por ciento, nuestro rendimiento medio, es un gran logro.

Avanzando mientras hablaba, se dirigieron a otra sección donde el producto terminado era colgado en enormes madejas en parrillas de secado, como la lana, y luego cortado en trozos de la longitud de un dedo.

—¿Y quieres saber otra cosa extraordinaria? La mandioca es una planta tropical, por supuesto. Pero crece mejor aquí que bajo sus llamadas condiciones «naturales». ¿Y sabes por qué?

Hugh negó con la cabeza.

—Porque extraemos buena parte de nuestra agua de la nieve fundida. Esa contiene mucho menos hidrógeno pesado… deuterio. Un gran número de plantas simplemente no consiguen adaptarse a ellas.

Y luego la sala de empaquetado, donde hombres y mujeres con mascarillas y monos metían cantidades rigurosamente medidas en cajas de cartón forradas con polietileno, luego cargaban las cajas en zumbantes carretillas elevadoras. Algunos de ellos saludaron con un gesto al señor Bamberley al verle. Sonrió casi de oreja a oreja al devolverles el saludo.

Oh, Dios. El mío, eso es… si existe. No el de Bamberley del tipo paternal y bondadoso, que es seguramente alto y agraciado y de piel blanca detrás de su larga barba gris. Quiero decir, este hombre paga los trajes que llevo, la universidad en la que estudio, el coche que conduzco… aunque sea tan sólo un caracol eléctrico. De modo que debería quererle. Si uno no puede querer a la gente que es cariñosa y amable con uno…

¡Y él lo hace tan difícil! Siempre este sentimiento, precisamente cuando crees que ya lo has conseguido, de que hay algo que no marcha. Como el que siempre entregue donativos a la Fundación de la Comunidad de la Tierra, y envíe esa comida barata al Auxilio Mundial, y de todos los ocho hijos adoptivos no haya ninguno que sea un vietnamita impedido…

Hueco. Esa es la palabra. Hueco.

Pero es inútil iniciar discusiones y disputas. Otra pregunta:

—¿Dónde son enviadas estas cajas que están llenando ahora?

—A Noshri, creo —dijo el señor Bamberley—. El programa de ayuda de postguerra, ya sabes. Pero lo comprobaré.

Le gritó algo a una mujer negra que estaba rotulando direcciones en cajas vacías. Inclinó la que acababa de terminar de modo que él pudiera leerla desde la galería.

—¡No a África! —el señor Bamberley sonó sorprendido—. Entonces alguien debe haber estado haciendo horas extra… Averiguaré quién fue para felicitarle. Ya han iniciado el nuevo contrato con Auxilio Mundial.

—¿Para dónde es eso?

—Oh, para algún poblado en Honduras, donde la recolección de café resultó destruida.

EL ESPACIO PARA ESTA INSERCIÓN ES DONADO POR LOS EDITORES COMO UN SERVICIO A LA COMUNIDAD

Donde un niño llora… o está demasiado débil para llorar… Donde una mujer se lamenta… por alguien que no volverá a llorar…

Donde la enfermedad y el hambre y el espectro de la guerra han puesto demasiado a prueba la resistencia de los seres humanos…

NOSOTROS APORTAMOS AYUDA

Pero no podemos hacerlo sin SU colaboración. Piensen en nosotros ahora.

Recuérdennos en su testamento. Sean generosos con la mayor organización de ayuda del mundo: AUXILIO MUNDIAL.*

* Todos los donativos son deducibles al cien por cien de sus impuestos.

DE CASA EN CASA

Grabados en oro en paneles de un metro cuadrado de piel verde —imitación, por supuesto—, los signos del zodiaco les dominaban desde las paredes del comedor de ejecutivos.

El aire estaba lleno con el charloteo de las voces y el tintinear de los cubitos de hielo en los vasos. Aguardando a ser atacada cuando el presidente de la compañía se les uniera (había prometido estar a la una en punto), había una mesa cargada con los más costosos alimentos: huevos duros, con sus cáscaras intactas para que pudieran verse que eran rubios, de granja, ricos en caroteno; lechugas, cuyas hojas exteriores llevaban las huellas de las babosas; manzanas y peras, exhibiendo las picaduras de los gusanos como cicatrices ganadas en duelo, en este caso presumiblemente auténticas pese a que era bien sabido que algunos productores de frutas las falsificaban con alambres al rojo en zonas donde los insectos habían desaparecido; jamones enteros, muy estilizados, orgullosos de su inmunidad a los antibióticos y al sulfato de cobre; huesudos pollos; pan rugoso como arenisca, oscuro como el lodo, y salpicado con granos de trigo…

—¡Hummm! ¡Parece como si alguien hubiera desvalijado la tienda local de los Puritan! —dijo una voz al oído de Chalmers, y éste se sintió complacido. Iba de Casa en Casa, deteniéndose tres minutos exactos en cada una de ellas.

Virgo: No había mujeres presentes, excepto Felice, con la que tenía una aventura en estos momentos, y las dos chicas que servían en el bar. En persecución de su imagen progresista, Angel City había intentado nombrar directoras de zona, pero de las dos primeras una se había casado y había renunciado y la otra había sufrido una crisis nerviosa. Ocasionalmente, se había preguntado si Felice se acostaba con él con la esperanza de trepar hasta allí en el poste-tótem de la corporación.

La política a este respecto, sin embargo, había sido revisada.

Libra: —Yo me lanzaría de cabeza a la recuperación de chatarra y a la construcción de plantas de recuperación de aguas fecales. Son las industrias con futuro de los ochenta. Verán sus inversiones dobladas en un abrir y cerrar de ojos.

Escorpio: —¿Ratas? No, tenemos un terrier y un gato macho y los mantenemos hambrientos. ¡Pero las hormigas! He gastado dos mil dólares aislando la cocina, y siguen entrando. Así que hemos tenido que volver a… esto… los viejos métodos de confianza. Por cierto, si necesita algo de eso, tengo una buena fuente de aprovisionamiento, muy discreta.

Sagitario: —Sí, en nuestra rama hemos establecido un
modus vivendi
con el Sindicato. Su interés por los Puritan, por supuesto. Muy fuertes en torno a nuestra base. Cualquiera que intente ponernos trabas en los pies recibe inmediatamente una respuesta adecuada.

Nadie en Capricornio.

Acuario: —Hielo no, gracias… ¡Hey! ¡He dicho HIELO NO! ¿No entiende el inglés de la calle? Ordenes del doctor. Nada que no sea agua mineral embotellada. Pierdo más horas de trabajo por culpa de los trastornos digestivos…

Piscis: —¿Por qué no exigir en toda propuesta de póliza de vida la instalación de un depurador de agua homologado en casa del asegurado, del mismo modo que insistimos en un precipitador homologado en su coche? He sondeado a un par de grandes firmas, y se han mostrado muy interesadas en cooperar.

Nadie en Aries.

Tauro: —Si queremos introducirnos entre los criadores
debemos
conseguir una sólida documentación sobre la incidencia natural de nacimientos deformes en los animales domésticos. Conseguí que limitara su reclamación al reembolso de los gastos del semental, pero incluso sólo eso representa cinco mil dólares, y él insistió en que el valor de su yegua que murió de parto era el doble. Tuve que insistir mucho en los costes de cualquier litigio antes de que aceptara el trato.

Géminis: —Últimamente he tenido un aluvión de demandas por los seguros contra los fetos inviables. No puedo dejar de preguntarme si no habrá algo tras todo ese pánico. ¿Quizá una fuga de algún laboratorio de investigación?

Nadie en Cáncer… naturalmente.

Leo: —Sí, la razón de mi retraso… ese loco de negro…

Chalmers chasqueó la lengua con simpatía tras oír a Philip, y cambió instantáneamente a un tema menos deprimente.

—¡A propósito! Tania y yo iremos a Colorado de vacaciones. A practicar un poco el esquí.

—Ajá. ¿A qué estación irán… a Aspen?

—Oh. Aspen está llena de gente que ha leído sobre él en
Playboy
. No, no lejos de usted. ¡Towerhill!

—¡No! ¡Bien, llámenos cuando vaya! ¿Podrá pararse en casa y comer con nosotros?

Sudando ligeramente debido a la observación acerca de
Playboy
.

La conclusión de la meticulosamente programada peregrinación de Chalmers lo llevó al alcance de Grey a la una menos cinco.

—El hombre de Denver —dijo Grey—. Philip Mason.

—¿Qué le pasa? —Anticipando lo que iba a venir, y aliviado al sentirse capaz de ofrecer una respuesta impenetrablemente defensiva. Chalmers sentía interés hacia ese hombre; la comisión de personal había dividido sus opiniones: tres votos contra dos, y su propio voto había sido a favor.

—Hay algo raro. O bien no es el mismo hoy.

—No es el mismo. Vio a un hombre matarse delante de sus ojos esta mañana. —Y le contó la historia.

Grey meditó un poco. Incómodo, Chalmers aguardó. Era inquietante observar a aquel hombre pensar; hacía que el mundo pareciera llenarse con el sonido de ruedas girando.

—Alguien deberá mantener un ojo sobre él —dijo finalmente Grey.

—¡Pero es uno de nuestros mejores hombres! —Chalmers se sintió personalmente ultrajado—. Casi ha doblado el volumen de negocio de la oficina de Denver. Fue de los primeros en captar la importancia de las nuevas instalaciones de Towerhill, y nos puso en primera línea, de modo que actualmente cubrimos las tres cuartas partes del lugar. Además, su idea de enviar formularios de propuesta de seguros de accidentes a corto plazo junto con las confirmaciones de reserva de los hoteles nos está dando unos beneficios muy grandes.

—No estoy hablando de eso —dijo Grey—. Lo que querría saber es por qué ha venido conduciendo su propio coche hasta Los Angeles esta mañana. Hay un largo viaje desde Denver. Esperaba que viniera por avión.

La puerta se abrió para dejar paso al presidente de la compañía, y Grey se adelantó para saludarle. Frunciendo el ceño a sus espaldas, Chalmers se preguntó —no por primera vez— si alguna vez se atrevería a llamarle «Mike»: diminutivo de «Mycroft», como el hermano mayor de Sherlock Holmes. Había tan solo un pequeño núcleo en lo más alto de la jerarquía que utilizaba ese nombre en su cara.

LA MORAL DEL SIGLO VEINTE

Ultima ofensiva heroica de unos grandes almacenes cuyos clientes habían abandonado el centro de la ciudad, seis Santa Claus avanzaban calle abajo.

—¡Jo-jo-jo! —sonido de cascabeles.

Las aceras junto a las que pasaban estaban repletas. La mayoría de los curiosos eran negros, y muchos eran niños cuyos ojos reflejaban sueños imposibles. El corazón de la ciudad se estaba muriendo antes que su esqueleto, y allí estaban los pobres, atrapados en sus trajes ajados y en sus apartamentos llenos de ratas. Si deseaban escapar, no tenían más remedio que robar un coche, ya que los nuevos sistemas de escape no contaminantes obligatorios eran muy caros. La última vez que Peg había venido aquí había sido para cubrir un artículo sobre un floreciente negocio de falsificación de filtros, fabricados artesanalmente por un mecánico emprendedor a partir de hojas de chapa.

Pese al reducido número de coches, el aire hedía. Se había quitado su mascarilla, no deseando hacerse notar… al menos no más que por el hecho de ser blanca. En este distrito la gente no las llevaba. Parecían estar inmunizados contra el aire fétido. Los pechos de los niños eran aplastados, como si quisieran desanimar las inspiraciones profundas.

Miró a los Santa Claus. Tras aquellas barbas que habían sido blancas, y que ahora se habían llenado de mugre con su excursión al exterior, no podía distinguir sus rasgos. Observó, de todos modos, que el segundo hombre de la fila estaba tan sólo moviendo los labios, sin gritar su «¡Jo-jojo!». Sus ojos casi se le salían de las órbitas con el esfuerzo de reprimir su tos.

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