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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (8 page)

—La moral del siglo veinte, ¿no es acaso que todos
estamos
locos? —Austin suspiró—. Peor aún, si eso ocurriera, cualquier prueba de la locura del tipo que lo hizo… o de los tipos: la colectividad se está haciendo más popular cada vez, ¿se ha dado cuenta?… la prueba, en cualquier caso, ardería con él. Junto con todo lo demás en kilómetros a la redonda.

Ella no supo qué decir ante aquello.

Dos manzanas más adelante, él palmeó su brazo.

—¡Aquí!

—¿Qué? —Peg miró a su alrededor. Era una zona desolada, derribada parcialmente para reconstrucción, y lo poco que aún quedaba en pie presentaba una especie de semivida vampírica. Unos pocos negros jóvenes se pasaban un furtivo cigarrillo de marihuana en la entrada de unos almacenes en ruinas; no se veía a nadie más.

—Oh, no se preocupe por mí —dijo Austin—. Se lo dije: hay más de doscientos yoes.

—Sí. No le entendí antes.

—La gente tiende a no entenderlo. Pero es literal. Puede leer montones de referencias en la prensa underground. Hay al menos ese número de personas que han decidido llamarse a sí mismas Austin Train desde que yo desaparecí… la mitad en California, el resto esparcidos por todo el país. No sé si quererles u odiarles. Pero imagino que evitan que el aire en torno mío se ponga demasiado caliente.

—Gafas de sol.

—De acuerdo, gafas de sol. Pero no debería hacer observaciones como ésa, Peg. Son una referencia cronológica. ¿Cuándo vio por última vez a alguien llevando gafas de sol?

Fue a salir del coche. Peg lo retuvo del brazo.

—¿Cómo se hace llamar ahora? Nadie me lo dijo.

Con un pie fuera, Austin se echó a reír.

—¿No le dijeron que debía pedir por Fred Smith? Bien, gracias por el trayecto. ¡Y no se preocupe!

—¿Por qué?

—Si algo va mal, puede usted confiar en Zena. Ya lo sabe, ¿no? Siempre hallará refugio en el wat.

MALA MEZCLA

Algunos tipos de medicamentos principalmente tranquilizantes, no deben ser consumidos por alguien que haya comido recientemente queso o chocolate.

AYUDA

De pronto se sintió como en un mundo distinto. Hubo un final a la interminable sucesión de redondos ojos esperanzados orlados de blanco en mitad de rostros negros, de tendidos potes y latas vacías y ávidos platos y pálidas palmas de aquellos que eran demasiado apáticos incluso para ir a buscar una concha vacía a modo de recipiente, porque todo lo que habían poseído en un tiempo les había sido arrebatado y no podían creer que valía la pena invertir una preciosa energía en adquirir nada más. Y aún quedaba un buen montón, al menos un kilo, en la caja de cartón de la que había estado distribuyendo, y más cajas estaban apiladas tras ella contra la pared, y más aún, increíblemente muchas más que estaban siendo descargadas por la rampa que brotaba de la imponente silueta del antiguo VC-10 que de algún modo había conseguido posarse en la improvisada pista de aterrizaje.

Incrédula, Lucy Ramage echó hacia atrás una mecha de cabello rubio que caía sobre sus ojos y se giró para examinar un segmento de la sustancia peculiar que había estado distribuyendo a la luz de la llameante lámpara de acetileno colgada de un poste al extremo de la mesa montada sobre caballetes.

Tenía un nombre. Un nombre comercial, sin duda convenientemente registrado. «Nutripon Bamberley». El trozo que había cogido tenía aproximadamente la longitud de su dedo meñique, un color cremoso, y la consistencia del queso Cheddar ya hecho. De acuerdo con las instrucciones de las cajas, lo mejor era hervirlo ya que esto hacía el almidón más digerible, o triturarlo con agua para hacer una pasta, y luego freírla en pastelillos pequeños u hornearla sobre una parrilla de hierro.

Eso, pensó, era para luego: la elaboración, la fase culinaria. Lo que contaba ahora era que podía ser consumido tal cual, y por primera vez desde su llegada allí, hacía cuatro mortales meses, no necesitaba sentirse culpable por gozar de una equilibrada comida en sus habitaciones por la noche, porque todos aquellos a quienes había podido encontrar habían recibido lo suficiente como para llenar sus estómagos. Los había visto acercarse a la mesa uno por uno y mirar con ojos muy abiertos las enormes cantidades que se les distribuían: ex soldados que habían perdido un brazo o una pierna; hombres viejos con cataratas velando sus ojos; madres con niños pequeños que luchaban por hacer abrir las bocas a sus hijos para meterles la comida ya que estaban hambrientos hasta tal punto que habían olvidado incluso como llorar.

Y uno en particular, ahí frente a mí, cuando su madre intentó despertarlo y darle de comer…

—¡Oh,
Dios
! No, no puede haber un dios. Al menos no uno en el que yo desee creer. No puedo aceptar a un dios que permite a una madre descubrir que su hijo está muerto en su cadera, ¡cuando tiene en sus manos la comida que hubiera podido salvarlo!

La oscuridad —del cielo, de la tierra, de las pieles humanas— se cerró en torno a ella para edificar en su cabeza una cámara de torturas tan grande como África.

Una mano protectora sujetó su brazo cuando se sentía a punto de desfallecer, y una voz tranquila le habló en buen inglés.

—Me temo que ha estado usted esforzándose demasiado, señorita Ramage.

Parpadeó. Era el encantador mayor, Hippolyte Obou, que había sido educado en la Sorbona, y se suponía que no era mayor que sus propios veinticuatro años. Era extremadamente apuesto, si una prescindía de las cicatrices tribales que marcaban sus mejillas, y siempre había parecido mantener una visión desprendida de la guerra.

Lo cual era mucho más de lo que podía decirse del general Kaika…

Pero ella no estaba aquí para tomar partido o criticar. Estaba aquí para recoger los pedazos e intentar unirlos. Y aunque había habido momentos en los cuales había parecido que la tarea era imposible, hoy todo el mundo tenía qué comer, quedaba comida para mañana, y habían prometido otro cargamento para inmediatamente después del año nuevo.

Un mundo distinto.

—Venga a mi oficina a tomar algo —dijo el mayor; no era una pregunta—. Luego la conduciré de vuelta a su alojamiento en mi jeep.

—No es necesario que…

Pero él apartó sus palabras con un gesto, tomando de nuevo su brazo, esta vez con un toque de galantería.

—¡Oh, podemos hacer tan poco por alguien que nos ha traído un regalo de Navidad tan hermoso! Por aquí, por favor.

La «oficina», una simple choza de tablas y barro, había sido uno de los muchos cuarteles generales del mando regional de los invasores. Las luchas habían continuado en Noshri una semana después del armisticio oficial. Cruzando una de las paredes se veía una hilera de agujeros dejados por una salva de ametralladora calibre 50. En la pared opuesta, la correspondiente línea de marcas tenía dos lagunas allá donde las balas habían sido detenidas por un obstáculo antes de atravesar la minúscula habitación. Lucy intentó no mirar en aquella dirección, porque imaginaba cuáles habían sido los obstáculos.

Hacía un calor terrible, pese a lo avanzado del atardecer. El aire estaba saturado de humedad. Había pensado en ir semidesnuda como las chicas locales, y casi había llegado a ello. Su uniforme de enfermera había desaparecido a los pocos días de su llegada. Sus limpios delantales blancos habían sido rasgados para hacer con ellos vendajes de emergencia, luego sus tocas, sus capas, e incluso las perneras de sus pantalones un día desesperado. Desde hacía semanas llevaba lo que quedaba de todo ello, harapos colgando hasta sus rodillas, y blusas a las que les faltaban tantos botones que tenía que anudárselas a la cintura. Al menos, de todos modos, sus cosas eran lavadas regularmente por la muchacha Maua —una especie de ayuda de campo, que no era nativa de allí—, que actuaba como su criada personal. Como fuera que nunca había tenido sirvientes en su vida, al principio se había rebelado ante la idea de tener una, y seguía sin aceptar completamente la idea; sin embargo, otros miembros del grupo de las Naciones Unidas le habían hecho observar que la chica no tenía ningún otro talento, y que ocupándose de las tareas de rutina dejaría a Lucy libre para hacer el máximo uso de su propio entrenamiento.

Y todo aquello porque un mar que ella nunca había visto se había muerto…

En una de las dos mesas con caballetes que, aparte las sillas, constituían el único mobiliario de la oficina, un sargento alto y delgado estaba añadiéndole cifras a un formulario impreso. El mayor Obou le ladró una orden, y de una maltratada caja de municiones verde oliva sacó una botella de buen coñac francés y un vasito de hojalata. Echándole a Lucy dos dedos de licor en el vaso, el mayor alzó la botella hacia sus gruesos labios.

—¡A su salud! —dijo—. ¡Y siéntese!

Obedeció. El licor era demasiado fuerte para ella; tras dar medio sorbo colocó el vaso sobre sus rodillas y lo sujetó con ambas manos para parar el temblor ocasionado por la fatiga. Hubiera deseado pedir un poco de agua para rebajarlo, pero decidió que no sería correcto meter al sargento en tales problemas. El agua potable era algo difícil de encontrar en Noshri. La de lluvia, recogida en cubos y bidones, era segura si se le añadía una pastilla purificadora, pero los ríos estaban contaminados con los defoliantes de la campaña del pasado verano, y los invasores habían llenado la mayoría de los pozos con carroñas a su retirada.

—Esto debería, si me permite la observación, poner un poco de color en sus mejillas —animó el mayor Obou. Ella forzó una sonrisa como respuesta, y se preguntó una vez más como debía considerar a aquel apuesto hombre de color que se tomaba tanto trabajo en salpicar su inglés con otros idiomas aprendidos en los libros, viniera a cuento o no. Sentía sus ojos cansados por el calor y el polvo del día, así que los cerró. Pero aquello no ayudó en nada. Tras los párpados vio las escenas que había encontrado allá donde había ido en aquella ciudad antes floreciente: un cruce donde un mortero había estallado directamente encima de un autobús, dejando un cráter sembrado de metal retorcido; vigas calcinadas colgando sobre las cenizas de lo que habían sido muebles y posiblemente personas; árboles arrancados de cuajo por el ala de un avión estrellado por un tirador en plena patrulla que había sospechado que llevaba armas, pese a que ella había visto por sí misma que contenía tan solo medicamentos…

Se tocó la base de su pulgar izquierdo. Salvando lo que había podido de los restos del avión, se había cortado, y había tenido que aplicarse tres puntos de sutura en la herida. Un nervio había resultado seccionado, y había una zona de un poco más de medio centímetro en un lado donde nunca volvería a sentir nada.

Al menos estaba vacunada contra el tétanos.

En un rincón de la oficina, una radio de campaña empezó a decir bruscamente algo en la lengua local, de la cual Lucy no había aprendido más que unas pocas palabras. El mayor Obou respondió y se levantó.

—Termine su bebida, señorita Ramage. Dentro de una hora estará aquí un avión del gobierno, y debo estar preparado. Pero antes cumpliré mi promesa de llevarla a su casa.

—No es necesario que…

—Sí lo es. —Su rostro se volvió bruscamente grave—. Sé que no tiene sentido echarle piedras a la puerta de nadie, y las causas de nuestra guerra eran muy complejas. Pero la gente de aquí ha comprendido una cosa, y es que fue debido a la avidez y a la negligencia de, perdóneme, personas como usted, que el Mediterráneo resultó envenenado, iniciando la cadena de acontecimientos que condujo a nuestros vecinos del norte a invadirnos. Mientras el hambre los volvió apáticos, permanecieron en silencio. Pero ahora que han comido, cabe temer que recuerden lo que les enseñaron los agitadores. Sé que usted viene de Nueva Zelanda, muy lejos hacia otro lado, y con buenas intenciones. Pero un hombre hirviendo de rabia porque ha perdido su hogar, su esposa, sus hijos, no se parará a preguntar de dónde viene usted si se la encuentra en la calle.

—Sí. —Lucy asintió y, casi atragantándose, tragó de un golpe el resto de su bebida.

—Espléndido —dijo el mayor, recuperando instantáneamente su afabilidad habitual, y la condujo al exterior. Su jeep estaba aguardando cerca de la puerta. Hizo un gesto al conductor para que pasara atrás con el encargado de la ametralladora, y él mismo tomó el volante, con Lucy a su lado. Poniendo el motor en marcha con un rugido, cruzó los límites de la pista de aterrizaje a más de sesenta, y avanzaron botando con todas las luces encendidas por la carretera llena de baches.

—Ah, un día, señorita Ramaje —dijo a gritos—, cuando hayamos reconstruido el país, espero tener la suerte de volver a verla en circunstancias más normales. Hoy he sabido que pueden pedirse nuevamente permisos. Si desea usted ver… esto… aspectos más interesantes de mi tierra natal, me encantaría enseñárselos. No me gustaría que se fuera con la impresión de que nuestro país es un lugar en el que durante todo el tiempo nos matamos los unos a los otros.

Lucy se dio cuenta, con retraso porque aquel era el tipo de cosa que le parecía pertenecer a otro universo, que el hombre le estaba haciendo una proposición. Por un momento se sintió desconcertada. En su país una simplemente no entraba nunca en contacto social con la gente de color, y mucho menos aún con los maoríes. Luego se sintió irritada contra su propia reacción. Buscó una forma educada de formular su respuesta, pero antes de conseguirlo, mientras cruzaban lo que había sido la calle principal de Noshri y era ahora una avenida en ruinas, él frenó bruscamente.

—¡Oh, alguien más se ha dado cuenta de que lo que hemos recibido era un regalo de Navidad!

A un lado de la calle, había sido erigida una parodia de árbol de Navidad; ramas que debieron necesitar horas para encontrar porque los terrenos cercanos habían sido esterilizados con herbicidas, atadas a un poste vertical y adornadas con tres velas encendidas. En un trozo de tela blanca, probablemente un vendaje, alguien había escrito: VIVE LA PAIX JOYEUX NOËL.

—¿Es usted cristiana, señorita Ramage?

Lucy se sentía demasiado cansada para discutir sus dudas teológicas. Asintió.

—Yo también, por supuesto. —Obou tomó una curva acelerando en dirección a las casas relativamente intactas que habían sido asignadas al equipo de ayuda internacional, a los observadores de la ONU, y a los altos funcionarios del gobierno que supervisaban las operaciones de limpieza—. Sin embargo, ¿sabe?, me sentí sorprendido la primera vez que fui a Europa, al descubrir cuán poca gente iba a las iglesias. Aquí siempre fue para mí y para mi familia lo… lo correcto, lo mejor. En provincias, en este lugar por ejemplo, era bien sabido que la gente seguía construyendo ídolos, seguía creyendo en espíritus y fetiches. Pero podía dar por seguro que la gente educada era o musulmana o cristiana. Creo sin embargo que las cosas van a ponerse difíciles ahora para los cristianos en nuestro país. Sabiendo que ha sido debido a la voracidad de los países cristianos que… ¡Oh, mire! ¡Mire los cambios que ha conseguido su trabajo en este triste lugar!

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