El rebaño ciego (14 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

No había esperado dejar detrás, en aquel mundo que había abandonado, un legado tan sorprendente: los trainitas que no poseían una organización formal, ni siquiera un periódico, pero que se manifestaban aquí y allá —uno diría casi que como resultado de algún disparador telepático, algún brotar del inconsciente colectivo —para poner su etiqueta en alguna compañía o empresa que estaba dañando a la humanidad. Obviamente, él no los había creado. Debían haber estado allí, aguardando. Principalmente eran los antiguos estudiantes radicales para los cuales se había convertido en un asunto de principios decir: «¡Sí, soy un commie!» Esta costumbre había seguido al desastre de Vietnam, cuando las toneladas sobre toneladas de herbicidas, defoliantes, gases antidisturbios, agentes tóxicos, habían roto finalmente el suelo convirtiéndolo en un desierto. De pronto, en un solo verano, las plantas muertas, los animales muertos, los ríos muertos.

La gente muerta.

Y cuando él popularizó el término «comensalista», un poco más tarde, la referencia fue rápidamente transferida Pero no cuajó. En vez de ello, los media inventaron el nombre «trainita», y ahora era universal.

Se sintió medio complacido por el halago que ello implicaba, medio asustado por las complejas razones de las que había citado una a Peg. Ocasionalmente soñaba con encontrarse con hombres que habían tomado el nombre de él en vez del suyo propio, y se despertaba sudando y gimiendo, porque aquello lo conducía a visiones de interminables millones de personas idénticas, imposibles de separar unas de otras.

De todos modos, ahí estaba, en el piso superior de un decrépito edificio en el centro de Los Angeles, que primero había sido de oficinas, y luego convertido en viviendas hacía cinco años, y nunca reparado o pintado desde entonces. La gente a su alrededor, sin embargo, no mentía excepto para proteger sus egos, y consideraba aquello tolerable. Lo que aborrecía eran las acciones que ya no llamaba crímenes sino pecados. Hasta la tercera y cuarta generación, General Motors, tú has impuesto tu avidez a los niños. Hasta la vigésima, Comisión de Energía Atómica, has retorcido sus miembros y has cerrado sus ojos. Hasta el último amanecer del hombre nos has maldecido, oh Padre. Nuestro Padre. Nuestro Padre que estás en Washington, danos hoy nuestro diario propionato de calcio, monoglicérido de diacetato de sodio, bromato de potasio, fosfato de calcio, cloramina T monobásica, sulfato de potasio y aluminio, benzoato de sodio, hidroxianisol butilado, citrato de monoisopropilo, axeroftol y calciferol. Añádele una pizca de harina y sal.

Amén.

Algo le había infectado las raíces del pelo y las cejas, haciendo que su piel se escamara en pequeñas costras casposas que caían dejando expuestas zonas de carne en vivo. Se friccionó con una loción que le había recomendado la señora Blore; ella y su marido sufrían de lo mismo, y también los chicos de la planta baja. Realmente la loción ayudó… su cuero cabelludo no le dolía tanto como le había dolido la semana pasada.

Luego comió, ausente, más combustible que comida: sabía a algodón hidrófilo o cartón, la contrapartida humana de los fertilizantes que seguían echándole a la tierra que cada día se hacía más y más árida, seca, dura, escoriada, convertida en polvo. Como su cabellera. Estaba rozando algo que sentía era importante. Había dejado de leer, incluso sus libros favoritos: la Biblia, el
Bhagavad-Gita
, los
Preceptos de Patanjali
el
I Ching
, el
Popol Vuh
, el
Libro de los Muertos

Si ahora no sé lo suficiente, nunca llegaré a saberlo. No puedo resistirlo más.

Mientras comía, estaba pensando. Mientras había estado trabajando durante el día, había estado pensando. Había encontrado un empleo en el departamento de limpieza pública, y la basura estaba llena de enseñanzas: sermones en los cubos de basura, libros en los desagües. Los demás del equipo con el que trabajaba lo consideraban un tipo raro, quizá tocado de la cabeza. Podía ser. Lo que le tocaba, de todos modos, parecía ser algo… significativo. De pronto, en las últimas semanas, le había llegado la convicción: importo.

Cuento. Tengo una intuición. Pienso en algo que nadie más piensa. Creo con la certeza de la fe. Debo,
debo
hacer que los demás oigan y comprendan.

Cuando llegue el momento.

Por la noche, tendido en la cama, sintió que su cerebro resonaba con el latir del corazón del planeta.

ARREGLO DE CUENTAS

—¡Dame una peluca… rápido!

Sorprendido por el grito, Terry Fenton alzó la vista del inventario de su material: pinturas, polvos, lacas, tintes… todo de la mejor calidad, por supuesto, peruano y mejicano basado en esencias de hierbas y ceras vegetales y pigmentos de flores, sin huella de nada sintético. Solo lo mejor para Terry Fenton. Estaba en la cúspide de su profesión, supervisor general de maquillaje de todo el complejo de estudios en Nueva York de la ABS, mucho mejor vestido e infinitamente mejor acicalado que todas las estrellas que noche tras noche alimentaban de publicidad visual a las masas.

—¡Pet! Cristo, ¿qué le han hecho a tu peto?

Cuarenta años, pero sugestiva y esbelta gracias a una dieta rigurosa, Petronella Page se dejó caer en su silla habitual. Llevaba un magnífico traje pantalón en colores escarlata y amarillo abstractos, y su rostro era tan impecable como siempre, de modo que Terry no tenía, como de costumbre más que dar unos ligeros toques menores. Pero su pelo es taba manchado con irregulares estrías lodosas.

Ella presentaba su show de entrevistas los lunes y miércoles por la noche, y era enormemente popular, y esperaba ampliarlo también a los viernes porque su colega británico Adrian Sprague, que cruzaba el Atlántico cada semana para hacerlo, estaba a punto de sumirse en una depresión nerviosa esperada desde hacía mucho tiempo, y además había faltado a tres programas en los últimos tres meses debido a amenazas de bomba a bordo de los aviones que debía tomar.

—¡Le demandaré por daños y perjuicios! —dijo con los dientes apretados, mientras el horror de su apariencia era reflejado por los implacables espejos.

—¿Pero qué ha
ocurrido
? —Terry hizo restallar sus dedos y su asistente de aquel momento, Marlon, un muchacho marrón claro que lo adoraba, absolutamente lo adoraba, y que pensaba que Petronella no estaba del todo mal —tratándose de una mujer, ya entienden—, apareció corriendo en la habitación. Lo mismo hizo, un momento más tarde, Lola Crown, asistente de Ian Farley el productor, con un montón de documentos relativos a los huéspedes de esta noche. El show estaría en el aire dentro de veinte minutos.

—¡Gracias a Dios que finalmente está aquí! —gritó Lola—. ¡Ian ya se estaba tirando de los pelos!

—¡Cállate ya! —rugió Petronella, y envió al suelo de una palmada los papeles que le tendía Lola—. ¡Me importan un pimiento los invitados de esta noche, aunque entre ellos esté el Rey de Inglaterra! ¡Lo que sí puedo asegurar por todos los diablos del infierno es que no voy a salir al aire con este aspecto!

—No tendrás que hacerlo, querida —apaciguó Terry, inspeccionando las mechas descoloridas. Lola, a punto de echarse a llorar se puso de rodillas y empezó a reunir los esparcidos papeles—. Señor Dios, ¿por qué no has ido a Guido como siempre?

—Esto ha ocurrido en Guido precisamente.

—¿Qué? —Terry se mostró aterrado. Siempre le insistía a todo el mundo que fuera a que le lavaran, cortaran y marcaran el pelo en Guido, porque era el único lugar en Nueva York donde garantizaban que sus champús estaban hechos con agua de lluvia importada. Se la hacían enviar especialmente de Chile.

—Nitrato de plata —suspiró Petronella—. Me puse en contacto con Guido en su casa y se lo solté, y él lo comprobó y me llamó luego casi llorando. Parece que también allí han estado provocando lluvias artificiales… ¿recuerdas que tuvimos a un especialista en lluvias artificiales en el show el año pasado? Guido piensa que se ha producido una reacción con la loción del marcado.

Marlon trajo un surtido de pelucas. Terry eligió una, un cepillo y un peine, y un aerosol de laca. Saboteó brutalmente los esfuerzos de Guido reduciéndolos a una aplastada masa de cabellos sobre el cráneo de Petronella, y empezó a recrear el mismo estilo de peinado en la peluca.

—¿Vas a tardar mucho? —preguntó Petronella.

—Un par de minutos —dijo Terry. Se abstuvo de añadir que cualquier cosa que el mejor estilista de Guido fuera capaz de hacer él podía copiarlo en una décima parte del tiempo. Todo el mundo sabía lo bueno que era.

—Gracias a Dios. Lola, mala zorra, ¿dónde están mis papeles?

—¡Aquí! —dijo la chica, sorbiendo sus lágrimas.

Petronella revisó las páginas.

—Oh, sí, ya recuerdo. Jacob Bamberley…

—¡Le gusta que le llamen Jack! —intervino Lola.

—Un higo lo que él prefiera. Yo mando en el show. Terry, amor, tenemos aquí al hombre que envió toda esa mierda envenenada a África. ¿Sabes lo que voy a hacer con él? Le voy a hacer comer un plato lleno de su propia bazofia al inicio del show, de modo que todo el mundo pueda ver al final lo que le hace.

Y, pasando la siguiente hoja, añadió pensativamente:

—Y puedes apostar a que voy a llamarlo definitivamente Jacob.

Era una operación de Auxilio Mundial en favor de Auxilio Mundial. Cuando resultó claro que las acusaciones de Kaika no eran mera propaganda, hubo pánico por todos lados. No sirvió de nada señalar el hecho auténtico de que Auxilio Mundial era la más importante organización de ayuda del planeta, e invariablemente la primera en llegar al lugar del desastre. Simplemente por el hecho de haber sido fundada en América y tener su sede en América, estaba señalada con la marca del Vietnam. Era casi seguro que en poco tiempo las Naciones Unidas iban a iniciar una investigación.

De acuerdo con ello, el Departamento de Estado dejó bien claro que a menos que Auxilio Mundial presentara pronto una defensa completa y convincente, la organización iba a ser arrojada a los lobos. Bastantes problemas habían causado ya los militantes negros, instantáneamente dispuestos a creer en el genocidio químico.

Naturalmente, fueron dados los pasos obvios. Muestras del Nutripon aún almacenadas fueron analizadas y encontradas perfectas. Entonces las sospechas derivaron hacia las levaduras y hongos en la planta hidropónica: ¿podía alguna variación casual, un elemento indeseado como por ejemplo el cornezuelo del centeno, haber infectado una partida del producto con una sustancia psicodélica natural? Hubiera ayudado el poseer una muestra de Noshri para estudiarla, pero aparentemente todo el envío había sido consumido o quemado durante el tumulto. Así que iba a ser un trabajo lento.

Buscando a su alrededor alguna forma de distraer la atención, los directores de Auxilio Mundial supieron que Jacob Bamberley era esperado en Nueva York para su visita mensual a las oficinas centrales del trust Bamberley, y vieron la posibilidad providencial de ofrecerle a la gente un chivo expiatorio. Tiraron de todos los hilos de que disponían. El show de Petronella Page tenía una audiencia media de aproximadamente treinta millones de espectadores; algunas veces, los lunes, cuando la gente se quedaba en casa después de haber gastado más de la cuenta el fin de semana, se acercaba a los cuarenta. Salir en él, además, significaba una publicidad suplementaria en artículos en periódicos y revistas. Deseaban hacerlo ahora, ya.

—Tres veces armado está aquel cuya causa es justa, pero cuatro veces aquel que golpea primero.

Además, si la guerra es un infierno, la paz también.

Así que allí estaba ahora, bajo los brillantes focos del estudio, flanqueado a un lado por Gerry Thorne de Auxilio Mundial, bajito y tenso y con un tic en su mejilla izquierda, y al otro lado por Moses Greenbriar, tesorero jefe del trust Bamberley, un hombre gordo y afable que podía responder a cualquier pregunta sobre la financiación de la planta hidropónica.

Terry y su peluca habían logrado un milagro. Pero Petronella seguía estando de un humor de mil diablos cuando ocupó su lugar. Se animó un poco cuando pasaron los primeros comerciales, porque tenían unos maravillosos patrocinadores en aquel show y, en la medida en que una podía estar orgullosa de algo, ella se sentía orgullosa de ellos: Los Supermercados Biológicos Puritan, los automóviles Hailey —o mejor dicho la agencia que los importaba de Inglaterra, donde costaban demasiado para tener una gran difusión— y la fábrica de mascarillas filtro Johnson & Johnson. Pero incluso pese a ello, la sonrisa que dirigió a los telespectadores era forzada.

—¡Hola, mundo! —Y, conscientes de su status como ejemplares representativos de la especie humana, los asistentes al estudio le hicieron eco.

—Hoy vamos a presentarles a gente que realmente son noticia en este momento, y a gente que predecimos que van a ser noticia mañana. Y no solamente aquí sino en medio mundo, como por ejemplo en África.

Ah, bien. No tenía que decirle a Ian Farley más de una vez las cosas. Como habían convenido, las cámaras enfocaron al señor Bamberley, ignorando al hombre de su izquierda y al de su derecha, y acercándosele como los cañones de las armas de un pelotón de ejecución.

—Todos nosotros nos hemos sentido asombrados y aterrados por la crisis de… bien, locura colectiva que se produjo en Noshri antes de Navidad. Justo en el momento en que pensábamos que aquella terrible guerra había terminado finalmente, vimos las imágenes y oímos las historias de gente presa literalmente de locura homicida. Oímos incluso acusaciones de… —en voz más baja— …canibalismo entre los hambrientos supervivientes.

«Luego se ha culpado a las sustancias tóxicas existentes en los víveres de auxilio de haber ocasionado el que la gente perdiera allí la razón. Específicamente, a un envío de Nutripon de la planta hidropónica Bamberley cerca de Denver, Colorado…

¡Bendito seas, Ian querido!

Farley había dejado una cámara tocando prácticamente la nariz del señor Bamberley durante toda la introducción. Por supuesto, no era él quien aparecía todo el tiempo en el monitor; el público y Petronella eran quienes salían alternativamente por pantalla. Pero Bamberley no sabía eso. Estaba visiblemente aterrado de girar la cabeza hacia el monitor en caso de que fuera
él
quien estuviera ahí.

Oh, Ian querido, no hace falta que te lo diga, ¿verdad?

—¡Jacob! No le importa que le llame Jacob, ¿verdad? —Con una resplandeciente sonrisa.

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