El rebaño ciego (17 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Alto, alto. Estaba en la oficina del doctor McNeil, y el doctor era joven, informal, sin prejuicios. A Philip le gustaba este hombre de unos pocos años menos que él, que tenía un ridículo muñeco representando a un gaitero escocés en una esquina de su escritorio. Había acudido allí por primera vez casi incapaz de hablar, y McNeil lo había tranquilizado en unos pocos minutos, haciéndole sentir —puesto que estaba allí en su consulta— que realmente se trataba de una afección que cualquiera podía sufrir, algo de lo que no tenía que avergonzarse y que era fácilmente remediable. Aunque, por supuesto, no tenía que dejarla de lado bajo ningún concepto.

—¿Cómo se encuentra hoy? —preguntó McNeil—, tomando el sobre que Philip había traído consigo y sacando de él el análisis matutino para añadirlo al historial de Mason Philip A, 605-193.

Philip se lo dijo.

—Entiendo. —McNeil frunció el labio inferior—. Bien, debo decirle que no es nada sorprendente. La variedad de G que tiene usted —siempre decía «G», no gonorrea— parece ser resistente.

—Oh, Dios mío. ¿Quiere decir que no estoy curado?

—No, todavía no. Al menos eso dice este análisis. —McNeil cerró el historial de golpe, marcando otro estadio en el desarrollo del desastre—. De todos modos, no hay definitivamente ninguna indicación de sífilis, lo cual es tranquilizador… a veces esas espiroquetas dan algún que otro susto. ¡Pero vamos! ¡No ponga esa expresión como si el mundo fuera a acabarse!

Dejó escapar una risita, reclinándose en su asiento.

—Me temo que su problema se está haciendo cada vez más común. No será usted adicto a la comida biológica, ¿verdad?

—Esto… no seriamente —murmuró Philip—. Aunque compramos a menudo en el Puritan. —Preguntándose qué demonios tendría que ver aquello con las enfermedades venéreas.

—Lástima. Seguramente hubiera salido mejor librado si lo hubiera sido. Entienda, lo que ocurre es que usted atrapa cualquier infección subclínica, no me refiero tan sólo a enfermedades venéreas, sino a cualquier cosa, desde un panadizo hasta un dolor de garganta, y al mismo tiempo está asimilando usted rastros de antibióticos en su dieta: los que hay en el pollo en particular, pero también en el cerdo e incluso en el bistec de ternera. Y son los suficientes como para que se opere una selección de las líneas de resistencia entre los millones de organismos de su cuerpo, y cuando nosotros intervenimos y tratamos de combatirlos ellos simplemente se nos ríen en la cara. ¿Me sigue?

Philip asintió distraídamente, con su mente perdida en Denise y los chicos.

—Pero no se preocupe —continuó McNeil, abriendo de nuevo el historial—. Por ahora vamos a la cabeza en el juego, con dos o tres tantos a nuestro favor.

—Mi esposa —murmuró Philip.

—Pero a juzgar por lo que tenemos —dijo McNeil, aparentemente sin haber oído—, sería mejor que profundizáramos un poco más. Mire, ¿puede volver usted mañana? Me gustaría hacer una comprobación de sus cultivos. Hay el riesgo de que tengamos que recurrir a las inyecciones. Pero terminaremos por vencer a esos bichos, no se asuste.

En aquel momento pareció darse cuenta de la interrupción.

—Oh, sí, su esposa. Ella… esto… ¿no lo sabe?

—No —confesó Philip, con aire miserable—. Me aseguro de que tome la penicilina, por supuesto, pero le dije que lo que había atrapado era una hepatitis. Ella quería saber por qué no medicaba también a los niños, pero conseguí eludir eso. Sin embargo, ahora, Josie… es mi hija, ¿sabe?… se sintió mal ayer por la noche, y…

—Y, para ser sinceros, usted se da cuenta de que no puede seguir ocultándole la verdad —dijo rápidamente McNeil—. Le advertí que iba a ser… esto… difícil. Mire, ¿por qué no hacemos una cosa? Yo envío el diagnóstico y su historial a su propio doctor, y…

—Clayford —dijo Philip deshinchadamente.

—Mierda —McNeil se mordió el labio—. Lo había olvidado. Ese viejo carcamal. Del tipo de los buenos siervos de Dios, ¿eh? No toca una enfermedad venérea ni en peligro de muerte, como un buen cura negándose a asistir a una persona que va a ser ejecutada por brujería. —Se estremeció claramente—. Bien, en ese caso… Probablemente no es ético, pero no veo el mal que hay en evitarle problemas a la gente. Si usted quiere, los tomaré a usted y a su esposa como pacientes particulares. Sólo trabajo en esta clínica una parte de mi tiempo, ya sabe. Cuestión de principios. Condicionamiento, supongo. Me formé en Inglaterra.

Philip asintió. Había observado varios giros ingleses en la forma de hablar de McNeil, aunque su acento era puramente americano.

—¿Qué lo trajo aquí, entonces?

—No los inconvenientes de su medicina estatal, como la mayoría de la gente supone al instante. —McNeil se echó a reír—. Infiernos, puede que tenga sus defectos, pero la mitad de los doctores que he conocido aquí, Clayford por ejemplo, se sienten ofendidos si la gente les llama para molestarles fuera de horas de visita. Intente negarse a visitar a un enfermo en su casa en Gran Bretaña y automáticamente es usted borrado del registro médico… No, mi madre nació aquí y cuando mi padre murió decidió retirarse a su ciudad natal. Así que cuando pasé los veintiséis años vine a reunirme con ella.

¿Por qué?… Oh, por supuesto. La edad límite para el reclutamiento.

McNeil dio una palmada a su escritorio y se levantó.

—Piense en ello. Lo arreglaré con su esposa de la mejor manera que sea posible, por supuesto. Pero me temo que voy a tener que insistir en que declare públicamente la cosa. Buenas tardes.

—Malas noticias —dijo una voz al lado de Philip mientras bajaba las escaleras. La clínica estaba en el primer piso sobre una tienda de artículos deportivos y prendas de piel.

—¿Qué? —Philip miro a su alrededor. El que había hablado era el hombre que aguardaba con él en la sala de espera.

—He dicho malas noticias. He podido leerlo en la curva descendente de sus hombros.

—Eso no es asunto suyo —cortó Philip.

—Bien dicho. Yo también me siento en baja forma. Venga y tomemos una copa.

—¡Váyase al infierno!

—Ahí estoy —dijo el desconocido, repentinamente serio—. ¿Usted no? Mierda, tengo treinta y siete años y nunca pillé nada antes, de modo que pensé que sería algo de lo que echarse a reír con los adelantos de hoy en día, algo así como un catarro. —Philip empezaba a tener uno, sólo oyéndole; sus «n» se parecían más bien a «g», como si hablara con la nariz—. Pero esos bichos asquerosos se han vuelto resistentes. Llevo cuatro meses con ello.

—¡Cuatro meses! —Philip se sintió anonadado, preguntándose cuál iba a ser la sentencia para él.

—Ahora me están administrando seis millones de unidades diarias de un nuevo medicamento milagroso. En el culo: Duele como el fuego, pero al menos está empezando a curarme. ¿Qué hay de esa copa?

Philip vaciló.

—Mi nombre es Alan Prosser —dijo el desconocido—. De Empresas Prosser. Instalaciones sanitarias, trituradores de basuras, sistemas de evacuación de desechos, toda esa mierda.

—Cristo. —Philip lo miró parpadeando—. Ustedes instalaron uno de sus sistemas en nuestra última casa. Pero nunca lo vi a usted. —Frunció el ceño—. Era alguien llamado…

—¿Bud Burkhardt?

—¡Sí! ¿Su socio?

—Ex-socio —frunció el ceño. El asqueroso me dejó colgado. Se fue a Towerhill, a dirigir la sucursal de allá de Puritan… ¿Ha dicho usted «nuestra» última casa?

—Sí.

—Entonces está usted casado, ¿eh? Hum. Entonces quizá no debería hablarle de mis problemas.

—¿Usted no lo está?

—Lo estaba. —El rostro de Prosser se llenó de pronto de arrugas, como si entre sus palabras hubieran transcurrido diez años. Alzó su mano izquierda para mostrar su palma. Había allí una marca redonda que concordaba con la cicatriz del dorso, algo como una señal hecho con un hierro.

—¿Qué ocurrió? —dijo Philip, vacilante.

—Un disparo. La misma bala que me hirió mató a mi mujer. Fuimos a tropezar con una manifestación trainita, y un Guardia Nacional de gatillo flojo… Oh, mierda, eso es historia antigua. Y afortunadamente Belle no podía tener hijos. ¿Qué hay de esa copa?

—Sí. De acuerdo. Pero sólo una. Se supone que es… esto… malo para nuestra afección.

—Oh, mierda. No tomarla es mucho peor para nuestra moral.

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DESVARÍOS

Tras la terrible locura colectiva de Navidad en Noshri, Lucy Ramage consiguió de alguna manera permanecer durante un tiempo con los miembros de los equipos originales de Auxilio Mundial y las Naciones Unidas que no habían sido deportados. Era como si todo el trabajo de los últimos cuatro meses hubiera sido eliminado como un escrito hecho con tiza en una pizarra y borrado con una esponja húmeda. Evidentemente, las cosas eran mucho peor que antes. Cuando había llegado la primera vez, la gente acostumbraba a venir voluntariamente de los lugares donde habían hallado refugio —chozas destartaladas, coches accidentados, autobuses abandonados, agujeros en el suelo— para pedir comida y primeros auxilios. Ahora se escondían y escapaban, permaneciendo en sus escondrijos y mirando el mundo con alocados ojos llenos de desconfianza, unos ojos muy abiertos y bordeados de blanco. Para persuadir a alguien que aceptara comida, una tenía que tragar primero ella misma un bocado; vendar una herida era a menudo posible, pero nadie permitía que se le aplicara una pomada o se le administraran medicamentos orales. Todos coincidían en afirmar lo que les había ocurrido: habían sido víctimas de una terrible magia.

Algunos, al parecer, se habían vuelto totalmente locos. Durante el resto de sus vidas no harían otra cosa más que arrastrarse gimiendo de un lado para otro, o estallar en sollozos sin motivo, o gritar hasta que sus gargantas enronquecieran a la vista del más inofensivo de los insectos.

Volvía a haber nuevamente insectos en Noshri. Durante la guerra habían desaparecido por completo.

Inmediatamente después de lo peor de los hechos, Lucy había sido interrogada por los hostiles oficiales del gobierno en relación a la naturaleza de la locura. Deseosa de volver lo antes posible con la miserable gente que necesitaba su ayuda, había condensado lo que tenía que decir en una versión lo más breve posible, y lo había dicho en un tono seco carente de emociones.

—¿Síntomas característicos? Incluían violenta transpiración, tics faciales, espasmos ocasionales de los músculos largos en los muslos y pantorrillas, y dilatación de las pupilas extremadamente marcada. ¿Vómitos? Fueron observados tan solo en una minoría de casos. Pero todos sufrían diarrea ácida, y ocasionalmente las heces estaban mezcladas con sangre fresca.

«¿Cuánto tiempo duraron los efectos? En general, de una a tres horas después del inicio del sudor y la dilatación de las pupilas, se observa una sensación como de estar flotando, y una veía a las víctimas mirarse manos y pies incapaces de creer que seguían perteneciendo a ellos. Este estadio era sustituido rápidamente por otro de histérico terror, con alucinaciones visuales y auditivas, y en la gran mayoría de los casos pérdida total del autocontrol. Accesos de alocada ira, conduciendo a menudo al destrozo indiscriminado de todo lo que había a su alcance y particularmente al incendio, y más tarde a asaltar a cualquiera y a cualquier cosa que se moviese… especialmente niños llorando, que frecuentemente eran pateados y golpeados hasta morir por sus propios padres debido a que su ruido les resultaba intolerable… todo esto duraba de seis a treinta y seis horas. La mayoría de los afectados no dormían durante este largo período. Si no hallaban otros blancos a su excitación, entonces la emprendían con sus propios cuerpos y se golpeaban o acuchillaban a sí mismos. Vi también a varios correr hacia el río y echarse a él, gritando que estaban muriendo de sed. Eso se conecta probablemente con la extrema deshidratación provocada por la diarrea.

«¿El contenido de las alucinaciones? Notablemente uniforme. Primero aparición de voces, especialmente las de los padres, familiares más viejos, y —en el caso de los ex-soldados— oficiales y suboficiales. Puesto que la mayoría de estos estaban muertos, la convicción de que había fantasmas andando entre ellos siguió como una conclusión lógica. Muchos de los que resultaron muertos lo fueron al ser tomados por espíritus malignos. Como sea que la apariencia personal resulta radicalmente transformada por la afección (por ejemplo, los ojos desorbitados y de mirada muy fija, la extraña forma de andar debida a los espasmos musculares), a menudo ni los propios familiares se reconocían entre sí y salían corriendo incluso ante su esposa o esposo.

«¿Efectos secundarios? Melancolía, hipnofobia aguda —es decir miedo a dormirse debido a la alta incidencia de pesadillas—, ansiedad, incontables accesos de violencia… Un hombre fue asesinado el otro día sin más razón que la de dejar que su sombra cayera sobre los pies de otro.

«¿Tratamiento? Bien, hemos conseguido algunos éxitos incorporando medicamentos a las reservas de agua potable… ya saben que toda el agua potable sigue vendiéndose a partir de cisternas… y echando media libra de tranquilizantes en cada barril parece que hemos logrado también algo. Pero nuestras reservas de tranquilizantes se están terminando, así que…

Se alzó de hombros.

Ella también tenía miedo de morir. Soñaba constantemente en los pequeños fragmentos sangrantes de carne humana que le habían salpicado. Pero se atiborraba de anfetaminas o incluso —cuando dejaban de hacerle efecto y sus párpados empezaban a picotearle— de los suficientes barbitúricos como para hundirla en un coma que la aislaba completamente de los sueños. Cuando estaba despierta apenas comía, pero vagaba por los alrededores intentando convencer a la gente de que no se ocultara, limpiando heridas gangrenadas, ayudando a levantar refugios improvisados. Al principio los soldados negros que estaban limpiando la ciudad se le mostraban hostiles; luego, cuando vieron con qué dedicación trabajaba, y lo duro que lo hacía, empezaron a acostumbrarse a ella, y en más de una ocasión, cuando estaba a punto de derrumbarse de cansancio, anónimos brazos negros la llevaban deferentemente a su casa. A menudo el hombre se veía sorprendido al oírse llamar mayor, cuando no era más que un mero soldado.

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