—No es de buen tono mirar de ese modo —dijo ella. La voz concordaba con el físico, aunque no con la cara.
—Lo siento.
—Aprecio tu interés. —Arrastró la última palabra como si estuviese lamiendo un plato.
—Buenas noches. Somos medjay de la ciudad. Queremos interrogar a algunas de las mujeres del harén.
—¿A estas horas?
—No importa qué hora sea.
Dio la impresión de que no le agradaba mi comentario.
—¿A qué mujeres te refieres? Aquí hay toda clase de mujeres: costureras, ayudantes, bailarinas, músicos, mujeres para las fiestas extranjeras… No creo que ninguna de ellas quiera verte a estas horas.
—¿En serio? Veámoslo. Sé que una de ellas ha desaparecido. Una chica muy peculiar. Una especie de espejo. Sus hermanas sabrán a qué me refiero. Deben de estar preocupadas. Asustadas, probablemente. Es peor no saber qué ha ocurrido, ¿no te parece?
Me miró con intensidad, arrugando su gran cara. Entonces, nos dejó pasar.
—¡Es un eunuco! —susurró Jety.
—Lo sé —le respondí también en voz baja. Había visto ya todo lo que podía ofrecer la vida nocturna de Tebas, las profundidades de los clubes, los cuchitriles y todos los lugares a los que los hombres acudían para satisfacer sus más secretos deseos. Chicos que eran mujeres, mujeres que eran hombres, hombres con hombres, mujeres con mujeres…
El eunuco iba delante de Jety y de mí, y las chicas nos seguían entre risitas y cuchicheos, con sus linternas bamboleándose por los saltitos. Debido a la extrañeza del entorno y al constante baile de luces y sombras, no tardé en perder mi sentido de la orientación mientras girábamos a izquierda y derecha, izquierda y derecha… Penetramos hasta lo más profundo de ese oscuro laberinto, dejando atrás salas de recepción vacías, con sofás y cojines amontonados; talleres donde pequeñas figuras yacían sentadas, bajo la escasa luz de las lámparas, quemándose las pestañas; patios en los que se hacía la colada, con palanganas apiladas y telas blancas de lino secándose en tendederos interminables; estancias cerradas y oscuros dormitorios de los que mujeres agotadas entraban y salían en diferentes grados de desnudez, con el cabello suelto. Los pasos del eunuco eran ligeros, elegantes. De vez en cuando echaba la vista atrás para asegurarse de que le seguíamos.
Finalmente, llegamos a otra puerta. Las chicas nos rodearon, sus linternas dejaron de moverse y cesaron por completo los cuchicheos.
—No podemos seguir adelante. No nos está permitido.
El eunuco llamó a la puerta, susurró algo con celeridad y me dejó pasar. Jety tuvo que quedarse fuera. Lo último que vi de él fue que estaba justo en medio de un mar de luz rodeado por hermosas chicas que le sonreían. Después cayó una gruesa cortina que tapó la puerta y Jety desapareció.
—Buenas noches. —Era una voz de mujer, divertida, inteligente—. Perdona a las chicas, son tontas y cualquier cosa las emociona. No solemos tener visita a estar horas, pero estaba esperando a alguien.
Llevaba un vestido fruncido que parecía adaptarse a la perfección a su anatomía, ya que daba preeminencia a su seno derecho, que llevaba al aire. Calzaba sandalias doradas en sus inmaculados pies, y el pelo, brillante y perfumado, caía suelto en cascada. A decir verdad, se parecía bastante a la mujer que había visto grabada y esculpida por toda la ciudad.
Se llamaba Anath. Nos encontrábamos en una agradable habitación de recreo, con sillas doradas de alto respaldo talladas y patas con forma de garra. En un atril colocado entre los dos descansaba un tablero preparado para jugar a
senet
. El tablero era muy bonito, con sus treinta cuadrados decorados con marfil.
—¿Juegas? —me preguntó.
—En casa. Con mi esposa y mis hijas. La mayor es más lista que yo. Suele ganarme. Recuerda todos los movimientos, piensa en todas las posibilidades y casi siempre hace exactamente lo que más le conviene.
—Las chicas son más inteligentes que los chicos. Tienen que pensar por sí mismas desde el día de su nacimiento.
Nos sentamos y se lo conté todo. A medida que hablaba, unas pocas mujeres fueron surgiendo gradualmente cié entre las sombras y, una tras otra, fueron ocupando sillas y cojines para escucharme. Intenté centrarme, prestar toda mi atención al rostro de la mujer que tenía frente a mí. Ella me escuchaba con intensidad.
Se produjo un llamativo silencio; entonces empezó a crecer un murmullo de dolor y pequeños jadeos de lástima por toda la habitación. Observé al resto de mujeres presentes, seis en total. De repente, yo también sentí como si el mundo hubiese perdido su equilibrio. Al mirar aquellos rostros, reunidos ahora bajo la parpadeante luz de las lámparas, me dio la impresión de haber entrado por error en una sala de espejos vivientes. Porque todas aquellas mujeres, a pesar de los pequeños detalles que las diferenciaban, parecían ser más o menos idénticas. De perfil.
Y por el porte, podrían haber pasado por la misma persona. La reina.
Finalmente, Anath dijo algo:
—Hemos crecido aquí. Algunas llegaron siendo niñas, en este harén dentro del harén, pues todas nacimos con un don. Hay otras dependencias en el Palacio del Harén que sirven para otros propósitos, pero aquí ha quedado reflejado el espíritu de perfección de la reina, siquiera en parte, en cada una de nosotras, y trabajamos y nos esforzamos para hacer que nuestros rasgos, nuestros ojos o nuestras narices, nuestras piernas o el sonido de nuestras risas, sean lo más parecidos a los suyos. Un gran propósito, ¿no te parece?
No supe qué responder.
—Pero ¿por qué?
—Para protegerla. Para hacernos pasar por ella cuando nos necesite.
Las miré a todas con absoluta incredulidad.
—¿Está ella entre vosotras ahora? ¿Es la reina una de vosotras? Si se está ocultando aquí, por favor que dé un paso al frente. La llevaré a casa sana y salva. Lo juro.
Observé los silenciosos rostros que me rodeaban, iluminados por la luz de las velas. Lo cierto era que estaba demasiado ansioso para reconocerla, por eso esperaba que una de ellas diese un paso al frente y dijese: «Has encontrado a la reina. Tu búsqueda ha finalizado». Pero nadie se movió. Comprendí que todas estaban aterrorizadas. Parecían tan nerviosas y confundidas como Anath.
—¿Por qué tendría que estar ella entre nosotras? —dijo.
—Porque ha desaparecido. Me han ordenado que la encuentre y que la lleve de vuelta sana y salva.
El silencio se hizo más denso. Por fin pregunté:
—Por favor, respóndeme a esta pregunta: ¿qué ocurrió la noche en que Seshat desapareció?
—Hace tres noches —empezó a decir Anath— llegó un mensaje sellado de la reina. Eran instrucciones muy detalladas. Era imperativo que nadie, incluidas nosotras, conociésemos el contenido.
Una segunda mujer añadió:
—No nos llamó la atención. Es habitual recibir ese tipo de órdenes por parte de la reina.
—Las instrucciones eran solo para Seshat —prosiguió Anath.
—¿Quién trajo el mensaje?
Se miraron entre sí y Anath se encogió de hombros.
—No lo sabemos. En cuanto traspasamos la puerta, todo es secreto. Por descontado, podemos contárnoslo todo después, cuando regresamos. Pero en esta ocasión no fue así. Seshat no regresó.
Cuando les describí el amuleto en forma de escarabajo, no supieron decirme nada al respecto. Por lo visto, no debía de pertenecer realmente a Seshat. Aun así, me alegraba de habérselo entregado a su familia.
—¿Qué clase de hombre destrozaría a nuestra hermana con semejante brutalidad? —preguntó una de las mujeres.
Otra voz habló desde el fondo; sus palabras estaban teñidas de ira:
—¿Qué clase de hombre querría asesinar a nuestra reina?
—Eso es lo que estoy intentando descubrir.
—Debe tratarse de un monstruo —dijo una.
—No —replicó otra—, los monstruos no existen. Solo los hombres.
Me despedí de aquellas extrañas mujeres. Anath me tomó del brazo y me guió por una larga avenida flanqueada por sicómoros hasta el extremo más alejado de un jardín iluminado por la luna, y también por algunas lámparas. En la cabecera de una balsa había una estatua de Nefertiti. Observaba, viéndolo todo, entendiéndolo todo, al otro lado del agua que se extendía a sus pies. Nos sentamos un rato en un banco, escuchando el canto de un pájaro solitario.
—Donde yo vivo, en el harén, tenemos muy poco contacto con el mundo exterior —dijo Anath después de unos segundos—. Sé que hay gente que cree que el harén es un lugar de deseo y misterio, y tal vez para algunos lo es. Quizá imaginan las cosas que les gustaría encontrar en el mundo secreto de las mujeres. Pero para las que vivimos aquí no es así. Tenemos nuestras obligaciones, nuestros rituales diarios, nuestras tareas. A veces siento como si estuviésemos dentro de un cuenco lleno de silencio, intocable, ajeno al mundo. Pero tus noticias han trastocado mi tranquilidad. El cuenco se ha roto. ¡Qué vana ilusión pensar que ese mundo es bueno y compasivo!
¿Qué podía decirle? No tenía ningún sentido explicarle que, por lo que me había enseñado la experiencia, la violencia estaba enterrada en lo más hondo de todo ser humano, como una potencialidad insertada en el tuétano de los huesos, algo que compartíamos incluso con los dioses.
—No sé qué será de nosotras si la reina también ha muerto —prosiguió—. Si alguien es capaz de matarla a ella, ¿qué no será capaz de hacernos a nosotras? ¿Qué valor tendremos para nadie? ¿Quién nos querrá? No seremos más que pálidos reflejos de la muerte. Seremos como espíritus atrapados en vida.
—No creo que la reina haya muerto —dije—. Creo que está viva.
—Espero que los dioses demuestren que tienes razón. —Al parecer, mis palabras la aliviaron. Tomó mi mano entre las suyas, con la palma hacia arriba—. Creo ver algo aquí.
Sentí que algo se paralizaba en mi interior. Nunca he soportado el sinsentido que son para mí los horóscopos o la lectura de la fortuna, o todas esas tonterías de los encantamientos y las pociones. Ver patrones de conducta y significados donde no los hay va contra mi formación y mis instintos.
Ella debió de percatarse de mis sensaciones, porque sonrió Y dijo:
—No te preocupes, no voy a leerte la fortuna como una de esas adivinadoras del mercado. Simplemente quiero decirte lo que siento. Eres un buen hombre. Quieres volver a tu hogar.
Me sentí como un pedazo de escarcha al que, de repente, le hubiese tocado el sol. Ridículo. La blanca estatua de Nefertiti, todavía meditando sobre la negra balsa a sus pies, nos soslayaba.
—Es posible que ella te proteja en tu viaje —dijo, como si supiese que yo tendría que viajar a lugares mucho más oscuros antes de poder, si es que podía, regresar a un hogar que parecía alejarse más y más con cada paso que daba.
—No te olvidaré —le dije.
Ella sonrió con pesar y abrió la puerta que daba al edificio del harén. La crucé. El fantasma de su aroma permaneció a mi lado durante unos segundos, después desapareció.
Jety me esperaba al otro lado de la puerta. Le pedí que me llevase a casa de Najt, el noble. Llegamos sin ser vistos. La calle, en el barrio meridional, estaba sumida en sombras y en silencio, las oscuras villas y fincas seguras y ocultas tras sus altos muros. El calor espesaba el aire. Nada se movía. Llamé suavemente a la puerta. No tardaron en abrir. Vi entonces la amable cara de Najt, no la de algún sirviente. Parecía francamente aliviado.
—Abres tú mismo la puerta en mitad de la noche —dije. Nos hizo un gesto para indicarnos que entrásemos y nosotros nos adentramos en el santuario que era su casa sin mediar palabra.
Nos sentamos en el jardín, alrededor de una lámpara. El aroma de una rara flor impregnaba el cálido aire.
—¿Puede vernos alguien? —pregunté.
—No. Construí este palacio buscando privacidad.
Los muros eran altos y las ranas del estanque croaban más fuerte de lo que nosotros hablábamos. Nos sirvió un poco de vino.
—Me siento honrado pudiendo ofrecerte cobijo.
—Solo será una noche.
Inclinó la cabeza.
—Así que has sobrevivido a una cacería de Mahu. Por lo visto, tú eras la presa.
—¿Se habla de mi muerte en la ciudad?
—Así es. Ha contribuido a la sensación de que ya nadie tiene el control. Primero Nefertiti. Después el joven agente medjay. Ahora tú. Todo el mundo está convencido de que ella ha muerto. Y la ciudad, obviamente, todavía no está preparada para el maldito festival. Cuando llegan los séquitos descubren que los alojamientos están sin terminar, que los suministros son insuficientes y que el rey ha perdido a la reina. El caos parece aumentar por momentos.
—Hay alguien detrás de esto, y no es Ajnatón —dije.
—Tampoco Mahu, si es lo que pensabas. Puede tener muchas cosas negativas, pero es conocido por su lealtad. Y no es tan estúpido para asesinarte en su propia fiesta.
—Entonces, ¿quién lo haría?
Najt negó con la cabeza.
—No lo sé. Pero debes de estar acercándote al meollo para merecer esa clase de atención.
—Sin embargo, yo siento que no he llegado a ninguna parte, y que el tiempo se me escapa entre los dedos. Dentro de muy poco, el barreño estará seco y vacío.
—Sabemos quién era la chica y sabemos parte de lo que ocurrió esa noche —dijo Jety con énfasis.
—¿A quién le favorece la muerte de Nefertiti? —le pregunté a Najt—. ¿Quién sale beneficiado con la desestabilización? ¿Ramose?
—No lo sé. Ramose se encuentra justo en el centro del nuevo orden. Admira a la reina, y da la impresión de que prefiere tratar con ella que con el rey, porque tiene una concepción más pragmática de los asuntos del Gran Estado. Él está obsesionado con su gran diseño y su nueva religión.
Eché un vistazo a la copa de vino que con tanta celeridad estaba apurando.
—¿Y qué me dices de los viejos sacerdotes? ¿La facción Amón? ¿Qué clase de poder podrían obtener con ello?
—El objetivo principal de esta ciudad era crear una capital aparte de ellos y de sus centros de poder en Tebas y Menfis —dijo Najt volviendo a llenar mi copa.
—Pero, sin duda, ellos siguen teniendo poder, ¿no? Ajnatón puede inhabilitarlos, pero no puede destruir por completo sus familias, generaciones enteras. No creo que estén dispuestos a ceder el poder sin luchar.
Najt asintió y fijó la mirada en el oscuro follaje de su jardín.
—Yo soy uno de ellos. Y ahora estoy aquí. Soy uno de los muchos que han elegido la opción pragmática: convertirse al culto de Atón. Pero esto va más allá del pragmatismo. Los sacerdotes de Amón no eran simples sacerdotes, a pesar de venerar al dios, mantener los rituales y dirigir los festivales. Como bien sabes, también controlaban amplios territorios comerciales. Habían logrado un gran acuerdo por las tierras y sus riquezas. Sus intereses comerciales y políticos chocaron más de una vez con los de la casa real. Era inevitable que, llegados a ese punto, los unos o los otros llevasen a cabo los movimientos necesarios para hacerse con la supremacía. Ahora bien, es cierto que tengo dudas respecto a la Gran Casa y sus melodramas, pero —en su rostro se dibujó una sonrisa— en el fondo lo que más me interesa es ver qué ocurrirá cuando Ajnatón nos haga partícipes de su iluminación. Quizá, después de todo, acabará aportando un gran beneficio para mucha gente. Se han abierto muchas puertas que antes se habían cerrado en las narices de la gente de talento que no pertenecía a la élite. Ha sacado a la luz cuestiones de culto que habían permanecido cuidadosamente ocultas bajo el secretismo propio de los templos. Y hay algo en eso, en esas nuevas formas, que le dice a la gente que no debe tener miedo a vivir. Y no olvidemos que, por lo general, las familias Amón son repulsivas. Daban por supuesta su superioridad. Para mí fue un placer ver las expresiones de sorpresa y perplejidad en sus arrogantes rostros cuando Ajnatón y Nefertiti les privaron de su poder y sus riquezas. ¡Bienvenidos a la raza humana!