—Bueno, es lo que suele pasar entre madres e hijos —dije pensando en mi propia madre y en su sabia manera de manipular.
—Por supuesto, ¡pero no se trata solo de eso! —exclamó, como si yo no hubiese entendido bien la lección—. En primer lugar, proviene de la realeza, pues estuvo casada con Amenofis, el padre de Ajnatón, el Magnífico, el Constructor de Monumentos. Pero también, y esto no es menos importante, porque su propia familia ha sido siempre la más fiel al servicio de la familia real. De hecho, su padre, Yuya, que empezó su carrera como oficial en el Cuerpo de Carreteros Reales, ascendió hasta convertirse en el más cercano consejero de Amenofis. Su hermano, Ay, ocupa hoy el puesto de su padre, y es a su vez un cercano consejero de Ajnatón.
—He oído hablar de Ay. ¿Qué sabes de él?
—Solo un círculo muy reducido de personas lo conocen; por lo visto, prefiere mantenerse anónimo. Su familia ha ido creciendo alrededor de la familia real como si de hiedra se tratase, hasta que, a través de un matrimonio, finalmente ambos linajes se hicieron indistinguibles. Forman una poderosa alianza.
Esa clase de genealogías eran sumamente enrevesadas. A saber cómo podrían desligarse en el futuro semejantes cadenas relacionadas con los derechos de nacimiento y la búsqueda de poder. ¿Cómo llegar a saber qué hija fue vendida a una potencia extranjera por un acuerdo de paz o por un pequeño conflicto bélico? ¿Qué nombres sobrevivirían, qué historias se desharían como el polvo para desaparecer por siempre jamás? Pero debía tener en cuenta esas cosas o sabía que acabaría cometiendo algún estúpido error ante la mujer que estaba a punto de conocer.
—Así pues, Tiy es la reina madre. Su padre era un joven ambicioso, nacido en el seno de una buena familia, que llegó a hacerse muy poderoso. Su hermano, Ay, se mantiene encerrado en un reducido círculo.
—Sí —dijo Parennefer—. Su padre, que atesoraba tanta bondad como poder, aseguró la posición de su hijo desde su más tierna juventud. Creo que es el maestro de caballos más joven que ha existido nunca.
—¿Y qué tipo de relación mantiene ese hombre con Nefertiti, la gran esposa real? —pregunté.
—No lo sé. —Y con esas palabras zanjó la cuestión. Su rostro se hizo tan inexpresivo como una tumba.
Pensé en ello mientras atravesábamos las caóticas calles a la luz del atardecer. Ay era un hombre establecido en el centro de la familia real. Su padre había hecho todo lo posible para asegurar tanto su sucesión como su ascenso social dentro de esa alianza familiar. Y, por lo visto, había tenido un éxito abrumador. Sin embargo, yo no sabía nada de ese hombre o de su poder.
—¿Está aquí, en la ciudad? —le pregunté a Parennefer.
Me miró como si le sorprendiese que yo hubiese seguido pensando en Ay.
—En este preciso momento, creo que no. Por lo que sé, viaja constantemente entre Tebas, Menfis y Ajtatón. Dispone de su propio barco oficial. Pero muy pocos están al corriente de sus desplazamientos. Yo, sin lugar a dudas, no lo estoy.
Llegamos al palacio real. Parennefer nos hizo atravesar a toda prisa la puerta principal, alzando la mano a modo de señal para los guardias, que parecían ocultos e invisibles. Recorrimos varios largos pasillos, adentrándonos en el complejo. Acabábamos de doblar una esquina cuando, de repente, me llevó al resguardo de una sombra.
—Ten mucho cuidado con lo que dices cuando estés con la reina madre —me advirtió—. Ella disfruta provocando miedo. Tiene la lengua de un cocodrilo. Puede reducir tu vida a simple polvo. Estará contigo cuando te encuentres con las princesas. Por lo visto, ha insistido en estar presente durante el interrogatorio.
—Pero eso es lo último que deseo —dije, maldiciendo mi ingenuidad por no haberlo previsto.
Llegamos a una puerta, él llamó y nos dieron permiso para entrar. Escuché el familiar sonido de niñas gritando y discutiendo, puntuado por las instrucciones, aparentemente sin sentido, de una mujer. Las niñeras y los sirvientes corrían de un lado para otro, tensos y cansados.
—Debe de ser la hora en que se acuestan las princesas —dijo Parennefer. Ahora parecía más preocupado que antes—. Maravilloso. Tengo que irme. Voy a dejarte en manos de la eficiente institutriz. Ah, aquí está. —Entonces volvió a mirarme y dijo en voz baja—: Hemos llegado temprano. Creí que era mejor así.
Le entendí. El esperaba que pudiésemos disponer de un poco de tiempo con las princesas antes de que llegase Tiy. Le di la mano para expresarle mi agradecimiento.
Una mujer de mediana edad se acercó nerviosa, alarmada de vernos allí tan pronto. No estaba preparada. Acababa de abrir la boca para darnos la bienvenida, pero la interrumpió un grito cortante; una pequeña bola de piel azul y roja había salido volando por una puerta abierta con toda la furiosa imprecisión de una niña en plena rabieta y había destrozado una planta. La tierra se había esparcido por el suelo. La puerta se cerró de golpe.
La mujer se sonrojó.
—Ven, limpia esto, rápido.
Los sirvientes se apresuraron a reparar el desaguisado.
—Las princesas sienten tal apetito por la vida que el hecho de tener que irse a dormir les angustia —prosiguió dirigiéndose a mí—. Se cansan y entonces no pueden hacer las cosas como estoy segura que les gustaría hacer.
Entendí lo que pretendía decir. Intenté echarle una mano.
—A mis hijas les pasa lo mismo. Aunque la promesa de un cuento suele calmarlas un poco.
Asintió.
—Pero hay que andarse con cuidado, porque la abuela real cree que la literatura supone una estimulación innecesaria que podría tenerlas toda la noche despiertas.
—¿Puedo hablar con ellas ahora, antes de que se vayan a dormir?
—Tengo órdenes muy precisas de que no haya entrevista alguna hasta que llegue la reina madre.
—Bueno, yo ya estoy aquí. Y ellas parecen preparadas para irse a la cama. ¿Podría hablar con ellas ahora mismo?
Estaba negando temerosamente con la cabeza cuando una de las niñas apareció por la puerta. Meretatón. La recordaba de la ceremonia.
—Haz que entre ahora —ordenó imperiosa, y regresó a la habitación con una confianza en sí misma que, de algún modo, resultaba repelente.
Entramos en la estancia de las niñas. Se trataba de una sala alargada y de techos altos con ventanas y puertas que daban a la terraza, ahora cubierta con brillantes cortinas. En el centro había una larga mesa baja de madera. En las alcobas estaban las camas. Bonitos juguetes de curioso diseño sobresalían de los baúles. En los estantes había toda una colección de cuentos en papiros. En otro estante había diversas estatuillas y figuritas votivas. De las paredes que rodeaban cada una de las camas pendían dibujos, cuentos y poemas transcritos en papiros bellamente ilustrados. Los sirvientes intentaban por todos los medios restablecer cierto orden en aquella colorista y caótica estancia.
Alrededor de la mesa había tres niñas sentadas en pequeños taburetes; Meretatón estaba en la cabecera. Cuando entramos, las tres me miraron expectantes. Había algo de su madre en cada una de ellas. Sus caras eran delicadas y altivas, su cabello negro y lustroso, su piel inmaculada, sus posturas elegantes y perfectas. Estaban sentadas como si posasen, con la espalda conscientemente recta, no con la indolencia propia de las niñas. Su institutriz me las presentó: Meretatón, Meketatón, Anjesenpaatón y Nefernefervatón.
—No sé si podré recordar esos nombres a la primera —dije.
Meretatón me miró fijamente.
—Entonces debes de ser tonto.
Se produjo un tenso silencio mientras las otras chicas esperaban a ver cómo reaccionaba. Le pregunté cuántos años tenía.
—Catorce —dijo sin apartar la mirada.
—¿Y vosotras?
—Doce.
—Diez.
—Siete… Pero no soy la más pequeña. Neferneferura y Setepenra ya están durmiendo.
Me senté con ellas, a su altura, en uno de los taburetes. El silencio proseguía. Las niñas miraban desconcertadas. Pensé que eran un grupo de mujeres en ciernes, esperando y observando. Le dije en voz baja a la institutriz si podía dejarme a solas con las princesas.
—A los hombres les está prohibido quedarse a solas en el cuarto de las niñas —replicó.
—Entonces, ¿podría hacer que saliesen los sirvientes y quedarse usted como acompañante?
Ella se lo pensó un momento, pero fue Meretatón la que asintió y dio una palmada. Los sirvientes salieron de la sala y cerraron la puerta tras ellos. En cuanto se fueron, Meretatón se relajó ligeramente. Meketatón se puso en pie y fue a sentarse, con las piernas cruzadas, sobre su cama; un lustroso mechón de cabello, que ella no dejaba de peinarse, le caía por un lado de la cara tapándole la oreja.
—¿Os importa si hablo un rato con vosotras? —dije.
—Para eso has venido, ¿no? —dijo Meretatón. Me miró con curiosidad.
—¿Eres un buscador de misterios? —preguntó Anjesenpaatón.
—Soy un detective medjay de Tebas, y vuestro padre me ha ordenado que viniese. A lo mejor incluso sabéis por qué me mandó venir.
—Porque la reina ha desaparecido —dijo Meretatón. Esas fueron sus palabras, en las que se traslucía cierta amargura. No hizo mención alguna a que era su propia madre la que había desaparecido. Sin duda debió de apreciar mi gesto de sorpresa ante su respuesta, porque no tardó en cubrirse las espálelas—. Eso es lo que dice la gente.
—¿Y tú qué opinas? —pregunté.
—Creo que estás aquí para encontrarla. Lo que significa que o la han secuestrado o se la han llevado. O que ha muerto.
Me dejó anonadado la frialdad de su tono.
—Voy a ser sincero con vosotras. Admito que todavía no sé qué le ha ocurrido, pero creo que está viva, y estoy dispuesto a encontrarla y traerla de vuelta a casa. Debe de echaros tanto de menos como vosotras a ella.
Escuché un leve resoplido a mi espalda. Neferneferura acababa de aparecer, y por sus mejillas caían lágrimas silenciosas.
—Mira lo que has conseguido —dijo Meretatón.
La institutriz tomó a la niña en brazos y la tranquilizó. Dejó de llorar, y la niña me miró con suspicacia.
—Sé lo difícil que es hablar —dije—, pero quería veros porque necesito vuestra ayuda. Quiero que me contéis todo lo que seáis capaces de recordar de los días anteriores a su desaparición. O cualquier cosa relacionada con vuestra madre que creáis que yo debería saber. ¿Podréis hacerlo?
Todas las niñas miraron a Meretatón, como si discutiesen sin palabras los términos de un acuerdo. Entonces Meretatón tomó una peonza y empezó a darle vueltas. Giraba sobre un único punto de apoyo, los colores se mezclaban y la imagen de la chica sonriente con el que estaba decorada se transformó en simples líneas. Era un objeto extraño y sorprendente.
—Es una bonita peonza. ¿Quién te la regaló?
—Nuestra madre —dijo Meketatón.
Observamos todos la peonza en silencio. Las princesas parecían hechizadas. Poco a poco fue perdiendo impulso, empezó a cabecear y cayó. Meretatón parecía observar la peonza como si se tratase de un objeto profético, o al menos algo que debía de ayudarla a tomar decisiones, pues la estudió durante un rato antes de asentir. Las niñas se me acercaron un poco.
—Se estaba comportando de un modo extraño. Parecía triste, apagada. Cubierta por una sombra de preocupación. —La luz de la lámpara destelló en los ojos de Meretatón mientras hablaba.
—¿Sabes por qué?
Meketatón, tumbada en su diván, dijo:
—Ella y padre se habían peleado.
—No es verdad —dijo su hermana mayor.
—Sí que lo es. Les oí discutir. Vino a darnos las buenas noches, pero vosotras ya estabais dormidas. Lloraba, pero intentaba que no se notase. Yo le dije: «¿Por qué lloras?», y ella me respondió: «Por nada, cariño, por nada». Me dijo que ese sería nuestro secreto, que no se lo dijese a nadie. Me besó y me abrazó muy fuerte, como si fuese una muñeca o algo así, y después me dijo que me durmiese y que no me preocupase porque ella haría que todo fuese bien.
—¿Y eso cuándo ocurrió? —pregunté.
—No recuerdo el día. Pero no hace mucho.
—¿Habló con alguna más de ese modo?
Se miraron entre sí y negaron con la cabeza. Meretatón estaba ahora enfadada y en silencio.
—Dijiste que era un secreto. Y ahora lo has contado. —Miró a su hermana, que mantuvo su mirada, pero se vio obligada a ceder ante la ira de Meretatón. Se volvió hacia mí.
—Discutían. Todo el mundo lo hace. Eso no significa nada.
—¿Discutían mucho? —pregunté.
Meretatón se negó a responder.
Anjesenpaatón, al otro lado de la mesa, estaba jugando con un juguete mecánico de madera, un hombre y un gran perro accionados por cuerdas y poleas. Cuando hacía girar la clavija, el hombre de madera alzaba las manos para defenderse del perro, que saltaba hacia él. Una y otra vez, el perro mordía al hombre. Tenía los colmillos blancos, los ojos grandes y rojos y el pelo largo. La niña rió y, señalándome, dijo:
—Mira. ¡Eres tú!
Me sentí desconcertado. Entonces pensé en algo.
—También tengo que transmitiros un mensaje —dije—. Es de Senet. Me pidió que os dijese que os echa mucho de menos a todas.
El rostro de Meretatón se endureció.
—Dile…
En ese momento, se abrió la puerta a mi espalda. Las niñas se pusieron en pie y corrieron a sus camas. La institutriz se estremeció.
—¿Quién le ha permitido a este hombre entrar en el cuarto de las niñas y dirigirse a las princesas sin que yo estuviese presente?
Su voz era como unas uñas que arañasen una pizarra. Se produjo un tenso silencio. Todos permanecimos inmóviles, mirando al suelo. Me sentí como si hubiese regresado a la escuela. Pero tenía que decir algo.
—Alteza, la culpa es mía.
Debido al sonido que hacían sus pies al arrastrarlos por el suelo, supe que sus extremidades eran débiles y viejas; resoplaba iracunda. Ni los mejores perfumes de la tierra podían impedir que oliese mal. Era el hedor agridulce de la carne en decadencia. Entonces se inclinó hacia delante y me agarró la cara. El contacto con sus dedos me sobresaltó y di un brinco. Me aferró con fuerza y tuve que esforzarme para mantenerme quieto mientras ella reseguía mis rasgos con la punta de sus dedos, de uñas largas y desagradables.
—O sea que tú eres el tonto que cree que va a poder encontrarla. Mírame.
La obedecí. El paso del tiempo había erosionado su belleza convirtiéndola en una marchita máscara de rabia. Debido a la desmesurada opulencia de su vestido —con velos y cordones rodeando todos los huesos de su cuerpo— y también a su cabello teñido, parecía una mujer desequilibrada, una nómada salvaje del desierto. Su boca parecía una vieja bolsa de cuero, sus ojos lechosos eran del color de la luna; se movían mientras ella hablaba. Su risa iba acompañada por un aliento tan pestilente como un pantano. Sonrió como si entendiese a la perfección mi reacción, dejando a la luz una hilera de falsos dientes de oro entre ennegrecidos dientes podridos.