Se desplazó alrededor de las niñas arrastrando los pies, como un viejo animal o una vidente vestida con harapos. Las princesas se alejaban de ella de forma instintiva. Meketatón alzó el mentón y dedicó una mueca a la espalda de la reina madre. De repente, con chocante precisión, se volvió y le asestó a la niña un duro bofetón. La niña no puedo evitar que los ojos se le anegasen en lágrimas.
—Ahora que he hecho el esfuerzo de venir aquí, ¿qué es lo que quieres preguntar a las niñas? Apresúrate. Es tarde.
Me estrujé los sesos.
—Me estás haciendo perder el tiempo. Habla.
—Alteza, no tengo más preguntas. Ya hemos hablado.
Me miró con el ceño fruncido. Después se volvió hacia las niñas.
—¡A dormir! Ahora. Si alguna de vosotras habla, la castigaré.
Neferneferura empezó a llorar de nuevo, reflejando la enorme infelicidad que crecía en su interior. La monstruosa vieja se inclinó sobre la niña y gritó a su afligida cara:
—¡Deja de lloriquear! Las lágrimas son fútiles. No sirven para nada.
Ninguna de las niñas tuvo el valor de defender a su hermana pequeña.
Se volvió hacia mí.
—Y tú y tu estúpido esclavo, seguidme. Institutriz, esta habitación es un desastre. Haz que la ordenen. —Y salió arrastrando los pies.
Jety infló los carrillos, como diciendo: ya te lo dije. Y estaba en lo cierto. El tiempo se estaba vengando de ella hueso a hueso. Era como un cadáver viviente, a excepción de un oscuro rincón de su mente, que sin duda estaba demasiado ocupado con los temores y las terribles fabulaciones relacionadas con una vida dedicada al poder, en el que se resguardaba una aguda inteligencia que se negaba a entregarse a la muerte sin ofrecer resistencia. Pero eso no justificaba su crueldad ni su brutalidad. Era como si cualquier muestra de emoción humana se hubiese podrido hacía tiempo, se hubiera convertido en bilis, y corriera por sus venas e inundara su corazón. Tal vez de ahí sacaba la fuerza para permanecer en el mundo de los vivos.
La seguimos a una respetuosa distancia. Cuando ella pasaba, los demás daban un paso atrás e inclinaban la cabeza cortésmente; después nos miraban a Jety y a mí, con menor curiosidad de la que sentirían si hubiésemos sido el almuerzo de los cocodrilos de la Balsa Sagrada. Parecía conocer muy bien el camino y nadie se ofreció a ayudarla. Cuando llegamos a la escalera no mostró ninguna duda y, deslizando con destreza sus zapatillas, siguió adelante.
Finalmente llegamos a una cámara privada. Había guardias a ambos lados de la puerta. Cuando entramos, hizo un gesto con la mano y las puertas se cerraron a nuestra espalda. Aquella estancia no tenía detalle personal alguno; no era más que una sala de reunión amueblada con un trono sobre un estrado al que ella subió. No se sentó, sino que permaneció en pie frente a nosotros.
—Voy a dedicaros parte de mi tiempo, aunque será poco. Y solo lo hago porque el rey, mi hijo, me lo ha pedido. No tengo ningunas ganas de discutir sobre asuntos de Estado con un ambicioso y mediocre medjay entrometido. Habla.
Ahí estaba, una mujer que había presenciado y participado activamente en operaciones relacionadas con el poder durante décadas. Una mujer que había presidido el más poderoso reinado de la dinastía y todavía tenía influencia sobre el rey Esperó, con sus borrosos ojos muy abiertos. Resultaba extraño y desconcertante dirigirse directamente a ella.
—Alteza, ¿serías tan amable de describirme tu relación con la reina Nefertiti?
—Es la esposa de mi hijo y la madre de mis seis nietas. De las niñas.
—¿Tienes más nietos?
—Por supuesto. Hay un harén. Hay otras esposas.
—Pero ¿tienes más nietos?
—Sí.
Hasta las piedras serían capaces de expresarse con más suavidad. Pero su frialdad quizá entrañaba una información delicada. Otros hijos. Otras posibles reclamaciones de poder.
Cuando dudé, al no tener claro por dónde seguir, sus ojos ciegos destellaron con algo parecido a un amargo regocijo. Pero no iba a distraerme. Intenté enfocar el asunto de otro modo.
—Su majestad ha estado en el mismo corazón del reino durante muchos años, por la gracia de Ra.
—¿Adonde quieres ir a parar?
—Su alteza sabe mejor que nadie… los retos a los que las reinas deben enfrentarse. Los hombres nacen con ventajas, las mujeres deben crear su propia situación ventajosa. Tu caso, si me lo permites, es ejemplo de un noble éxito.
—No oses halagarme. ¿Quién crees que eres? —Una vez más resopló con rabia—. Nací en una familia poderosa. Mi condición fue siempre mi ventaja. Así lo he entendido toda mi vida. Me aportó una útil cobertura para mi inteligencia. Y me permitió llevar a cabo todo lo que he conseguido. La mayoría de los hombres temen a las mujeres poderosas. Pero hay unos pocos capaces de disfrutar de ellas. Mi marido fue uno de ellos. Sin mí, ni esta ciudad ni su dios existirían.
Jety y yo nos miramos. A pesar de ser ciega parecía que podía verlo todo.
—¿Y la reina? —pregunté.
—¿Qué pasa con ella?
Me miró con dureza. No iba a hacer concesiones.
—¿Existiría esta ciudad sin ella?
—Por lo visto, puede sobrevivir.
Silencio.
—Estás completamente perdido —prosiguió ella con decisión—. No sabes nada. No tienes nada que preguntarme porque no has descubierto nada y no entiendes nada.
No iba desencaminada, lo cual me enfurecía.
Dije:
—Encontré a una joven, idéntica a todos los efectos a la reina, asesinada, con la cara destrozada —repliqué—. No he encontrado prueba alguna de que la desaparición de la reina sea debida a algún acto de violencia o se llevase a cabo contra su voluntad. Sin embargo, sí he llegado a la conclusión de que es posible que decidiese desaparecer por propia voluntad.
Sonrió de medio lado a modo de respuesta, mostrando sus dientes de oro. Le sobrevino un acceso de tos. Escupió un poco de flema, sin tener en cuenta dónde iba a parar. Jety y yo nos lo quedamos mirando.
—¿Puedes agarrar los sueños con tus manos? —prosiguió—. ¿Puedes decirme por qué la gente necesita dioses, y por qué hay que forzar al poder para que opte por la vía correcta? ¿Puedes decirme por qué los hombres no pueden ser sinceros? ¿Puedes decirme por qué el tiempo es más poderoso que el amor? ¿Puedes decirme por qué el odio es más poderoso que el tiempo? Son muchas las preguntas que no se adaptan a tu método.
No podía responder a ninguna de esas preguntas. Jugué mi última carta.
—No está muerta.
Su rostro no se inmutó.
—Me complace que compartas tu optimismo conmigo, a pesar de que todas las pruebas apuntan en la dirección opuesta.
—¿Por qué crees que ha desaparecido?
—¿Por qué crees tú que desapareció?
—Creo que tenía que elegir. Elegir entre luchar o huir. Eligió huir. Tal vez era el único modo que tenía de sobrevivir.
Su cara se tiñó de ira.
—Si se trata de eso, entonces no es más que una despreciable cobarde —espetó—. ¿Acaso creía que todo sería fácil, que podría desaparecer cuando las cosas se pusieran difíciles? ¿Meter en una bolsa sus tiernos sentimientos, abandonar a sus hijas y a su marido y desaparecer, vertiendo fútiles lágrimas? Maldita sea por su egoísmo, por su vanidad, por su debilidad.
Su rabia rebotó contra las palabras creando un frío eco. De repente, se tambaleó un poco. Se llevó una mano a la cara mientras estiraba la otra buscando el brazo del trono, pero el pánico le impidió acertar; sus piernas fallaron y cayó sobre la plataforma de piedra. No hizo ruido alguno. Los velos de sus hombros resbalaron y se desplegaron como serpientes de lino blanco y dorado. Durante unos segundos quedó inmóvil. Acudí en su ayuda. Ella respiraba con dificultad y su cuerpo temblaba debido al esfuerzo; se retorcía como si quisiese adaptarse a los pliegues de su toga. Con el movimiento, la ropa se deslizó por su pecho. Su oscura piel pendía arrugada sobre los huesos. Parecía un títere de sombras, poco más que palos y cuerdas. Entonces vi, con auténtico horror, unas úlceras negras y azules, llagas abiertas, que ocupaban el lugar en el que deberían de haber estado sus senos.
Sin pensármelo, le toqué el hombro. Ella gritó. Pareció que el chillido atravesaba los muros de piedra. Oí pasos que corrían hacia nosotros provenientes de los pasillos exteriores. Entonces agarró mi cabeza y tiró de ella hacia su rostro consumido. Me apretó con una fuerza sobrenatural, y susurró a mi oído con urgencia:
—El tiempo se está dando un banquete conmigo. Me devora con suma precisión. Es poderoso. Pero mi odio me sobrevivirá. Recuerda este momento cuando veas algo bello, porque este es el fin que le espera a toda belleza y a todo poder. Esta es mi última respuesta a tus preguntas.
Sus ojos ciegos, lunares, quedaron fijos, mostrando una extraña concentración. Entonces me soltó, pues cualquier asomo de fuerza parecía haber abandonado su cuerpo.
Alargué el brazo para cubrir la horrible visión de su carne, pero volvió a gritar, y comprendí que el menor roce le causaba una auténtica agonía. No podía ya durar mucho. El embalsamador tendría, llegado el momento, muy poco trabajo.
Fuimos a la villa de Meryra. A esas alturas, la población de la ciudad estaba cambiando y creciendo, pues estaba llegando más y más gente para el festival. La atmósfera también era distinta: se notaba una nueva tensión, en parte debido a la acumulación de gente en un lugar que no estaba preparado para albergar a tantas personas. Pero había algo más, una corriente de miedo subterránea que no había estado presente hasta entonces. Me fijé en que había más medjay armados por las calles, y no patrullaban por parejas sino por unidades, como si se estuviesen preparando para el gran acontecimiento. De repente, daba la impresión de que aquellos nuevos edificios, templos y complejos de oficinas podían temblar, venirse abajo y convertirse en polvo sin ninguna razón específica. El mundo ya no parecía un lugar sólido; parecía provisional. La incertidumbre hacía temblar la tierra bajo nuestros pies.
Llegamos a la villa justo en el momento en que la procesión conmemorativa llegaba a la calle. El anfitrión iba subido en un trono elevado, acompañado por su esposa, ataviado con una larga peluca y vestido con una túnica de lino plisada. Ambos parecían muy satisfechos de sí mismos y del lugar que ocupaban por encima de los demás. Parecía el hombre del momento. Los últimos destellos de luz hacían brillar sus collares. El desfile entró en la casa principal arropado por gritos y exclamaciones, bajaron a Meryra al suelo y, mientras le lanzaban pétalos de flores, le acompañaron al interior, presumiblemente para que se cambiase de ropa.
Sin saber cómo había llegado hasta allí, vi que Parennefer estaba a mi lado.
—¿Cómo ha ido?
—Todo lo que me dijo sobre ella era cierto.
Miró hacia la multitud, tomando nota de quién estaba presente y quién no.
—No hay rastro de Ramose, obviamente. Por lo visto, le invitaron pero envió un mensaje excusándose diciendo que tenía que atender importantes asuntos. Evidentemente, nadie se lo ha creído. —Hizo una pausa significativa.
—Déjame adivinarlo —dije al tiempo que dejábamos atrás los guardas y nos adentrábamos en el patio de la villa. Estaba pavimentado con piezas de alabastro, y había una hilera de árboles. Un montón de velas rodeaban la balsa alargada que había en el centro—. Está celoso del ascenso de Meryra.
Parennefer chasqueó la lengua y separó las manos.
—Claro. Pero no es solo por eso. Esto crea un dilema. La política de Meryra es opuesta a la de Ramose. Y ahora, dado que ha recibido el favor de Ajnatón, tiene el poder de influir en las decisiones y en su cumplimiento.
—¿Y cuál es su línea política? —pregunté.
—Principalmente, los asuntos locales. Más allá de halagar al rey, son pocas las cuestiones que le interesan. Ramose opina que el Gran Estado se ve amenazado por los bárbaros que nos rodean. Cree que estamos pasando por alto la inestabilidad imperante en nuestros territorios extranjeros. Piensa que necesitamos prestar atención a ese asunto para resolverlo mediante campañas militares. Meryra, por su parte, opina que podemos solventar simultáneamente tanto los asuntos extranjeros como los internos si invitamos a todo el mundo al festival. Traerlos aquí, hablar con ellos, hacerles pasar un buen rato y demostrarles quién está al mando. Pero Ramose dice que eso es como invitar a una pandilla de ladrones de tumbas a almorzar, entregarles un montón de cuchillos y ofrecerles a tu esposa.
—Creo que Ramose no va desencaminado —dije.
Parennefer suspiró.
—Lo sé. Pero Meryra tiene de su lado a Ajnatón. Tenemos que encontrar a Nefertiti. ¿Qué pasará si ella todavía no está de vuelta cuando empiece el festival? O peor aún, ¿y si se descubre que ha muerto? Eso echaría por tierra el prestigio del acontecimiento. Haría visibles todos los defectos del poder, justo en el momento en el que más necesita evidenciar su supremacía.
Decidí no mencionar la discusión entre Ajnatón y Ramose de la que había sido testigo, los retazos de frase y las palabras sueltas que había oído, y que ahora parecían tener más sentido que nunca. La unión de esos fragmentos, en una posible versión de dicha discusión, daría más o menos este resultado: «¿Es que no veis el peligro al que nos estáis exponiendo al reunir en el peor momento posible a todos esos adversarios pertenecientes a potencias extranjeras?». Pero el dilema al que se enfrentaba Ajnatón era realmente grave: los preparativos y las negociaciones habían durado meses, si no años; todos los visitantes habían tenido que viajar durante semanas para poder estar presentes; la mayoría se encontraban todavía de camino, su llegada estaba prevista para los próximos días. Si ahora dejaba de lado el festival, las consecuencias para su autoridad y su poder serían catastróficas. No, cancelar el festival no era una opción viable. Me pregunté qué tal dormía él por las noches.
De repente, oí un grito. Alcé la vista y vi una intensa llamarada de fuego blanco; unos brazos y unas piernas que se movían con dificultad. Acababa de aparecer por la puerta principal de la casa corriendo en zigzag sin orden ni concierto y sin dejar de chillar. Todo el mundo se echó atrás, gritando también, cuando la figura fue abriéndose paso entre la multitud.
Corrí hacia la figura y le lancé encima un cubo de agua; pero eso solo avivó el fuego. Así que agarré una tela decorativa que cubría uno de los bancos y me abalancé con ella encima del hombre, haciéndole caer al suelo para sofocar las llamas que parecían arder con más intensidad. El fuego era más caliente de lo que suele ser y olía a algo tóxico; la tela no tardó en arder también. Jety encontró una tela más gruesa, gracias a la cual finalmente pudimos extinguir las llamas. Nos retiramos y nos sacudimos los restos ardientes que se nos habían pegado a la ropa y a las manos.