El reino de las sombras (25 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

—No tengo nada de comida para ti —susurré sin dejar de pensar en lo tonto que era.

La gata siguió ronroneando. Yo eché a andar, pero cuando volví la vista atrás la vi sentada bajo la luz de la luna en su postura ritual, olfateando el aire, meneando la cola con el poder de sus pensamientos. Así que regresé junto a ella. Eso le agradó, pues se puso en movimiento, con la cola bien alta, curvada ahora como un báculo, y caminó durante un trecho antes de mirarme para comprobar si le seguía. Dado que no tenía la menor idea de qué hacer, la azarosa naturaleza de su invitación me pareció parte del juego, la creencia en la suerte, que tiraba de mí. He de confesar llegados a este punto que yo, Rahotep, detective jefe medjay de la división de Tebas, investigador del gran misterio, dejé de lado toda mi formación para seguir las enigmáticas instrucciones de una gata negra. Casi podía oír las carcajadas que provocaría semejante confesión en mi oficina.

La gata fue dando diestros saltos entre las piedras y los monumentos. A veces la perdía entre las sombras, pero al cabo volvía a hacerse visible; una elegante figura negra recortada contra el suelo azul y plateado. Mantuve toda mi atención mientras la seguía, por si descubría algo interesante relacionado con el enigma que me había arrastrado hasta allí. Pero no vi nada.

La gata llegó entonces a una capilla privada. Tras echarme una mirada, atravesó la puerta y desapareció. Había sido construida recientemente y era, sin duda, una de las más grandes. Retazos de luz de luna iluminaban el interior. Atravesé con cuidado la sala exterior y llegué a la interior. La gata estaba sentada junto al nicho del santuario, comiendo de los cuencos de ofrendas. Alguien los había llenado hacía poco. El animal parecía un jeroglífico contra la losa de piedra grabada y los símbolos de la mesa de ofrendas
hetep
: los juncos y las rebanadas de pan de múltiples formas, las tazas y los jarrones, los patos cuya fría imagen contrastaba con la realidad de las provisiones para los muertos.

Me quedé quieto, mirando, pues no deseaba interrumpir el festín del animal. No tenía ofrenda alguna para el dueño de aquella capilla. A la luz de la luna encontré lo que podían ser los jeroglíficos de la fórmula de ofrenda. Empezaba con el habitual, «regalo del rey a Osiris», seguido por la lista de alimentos usual. Cuando mi mirada se desplazó hacia los lados del panel vi la figura de un hombre sentado frente a la mesa de ofrendas. Mis ojos siguieron descendiendo hasta el título y el nombre del difunto: «Buscador de Misterios» y después: «Rahotep».

La gata dejó de comer y me miró con calma, como si quisiera decir: «¿Qué esperabas? Estás aquí. Es tu hora del juicio final». Se lamió los labios; después se deslizó tras la losa y desapareció.

Había caído en una trampa, movido por mi necesidad y mi credulidad. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Mahu me había engañado con una de esas historias que tanto gustan a las mujeres, los niños y los sacerdotes. Tenía que salir de allí. Tenía la boca seca. Sentí una descarga de pánico, y noté el sabor de la bilis y del miedo en la boca. La imagen de mis hijas cruzó mi cerebro; acto seguido noté una terrible sensación de pérdida y anhelo, y como si algo cayese sobre mí, tal vez nieve, fría, eterna y silenciosa.

26

Eché a correr sobre mis pasos y salí de nuevo al desierto, respirando con la boca abierta para recuperar el aliento y ralentizar los latidos de mi corazón. Pero entonces me detuve. Si la gata había seguido adelante, tal vez tuviese que seguirla. Si me marchaba de allí en ese momento, nunca lo sabría. Golpeé con el puño contra la pared de la capilla, obligándome a retomar el hilo de la realidad; ese tipo de acciones me ayudaban a alcanzar la claridad suficiente para permitirme tomar una decisión. Era como si oyese a Tanefert en el interior de mi cabeza diciéndome: «No dejes que el miedo te venza. Usa tu miedo. Piensa».

Reuní todo el valor que fui capaz de convocar —parte del agente medjay, parte del detective, ¡que de repente tenía miedo a la oscuridad!— y volví a entrar en la capilla santuario. Rodeé la losa. No había más que el polvo propio de la construcción. Demasiado para unos materiales pensados para la eternidad. Palpé los límites del muro. Me lamí el dedo y lo coloqué un poco más allá. ¿Eran imaginaciones mías o notaba una corriente de aire allí donde no debería de haber ninguna?

Me deslicé con dificultad por el estrecho espacio tras la losa y encontré un hueco, por el que con esfuerzo logré pasar a un oscuro y polvoriento espacio, iluminado, curiosamente, por una única lámpara de aceite. A pesar de la escasa luz pude ver a la gata sentada, esperando. Se dio la vuelta, con la cola tan elegantemente curvada como el dedo de una bailarina, bajó algunos escalones y desapareció. Cogí la lámpara. Era de una exquisita belleza, lo que me llevó a recordar otros objetos elegantes y refinados que había visto en la ciudad. Desestimé esos pensamientos y alcé la lámpara para poder ver el camino. Bajo aquella ondulante luz empecé a descender por los hondos escalones.

Abajo, tras unos veinte escalones, encontré a la gata, esperándome. La saludé, pero a modo de respuesta salió corriendo por un túnel que se adentraba en la más profunda oscuridad. No tardé en dejar de oír el alegre sonido del cascabel que pendía de su cuello. Alcé la lámpara. La llama intentaba mantenerse encendida a pesar de las ráfagas de aire caliente, que llevaban consigo el olor a tierra y a humedad; llegaban hasta donde me encontraba provenientes de la región de los espíritus. Tenía miedo. Pero ¿qué otra opción me quedaba? «Vas al Otro Mundo. Como se relata en los capítulos del Libro del Porvenir.» Así que eché a andar.

No era un camino recto sino imbricado, sinuoso incluso, zigzagueante en ocasiones, por lo que pronto perdí todo sentido de la orientación. Se dice que el Otro Mundo está poblado por seres de cabeza monstruosa que viven en terribles cavernas y traicioneras encrucijadas. El Libro de los Muertos transcribe las eficaces oraciones y encantamientos que hay que decir a esos terribles guardianes, frases que les obligan a rendirse tan solo mencionando sus nombres secretos. Pero ¿acaso era yo capaz de recordar alguna de aquellas oraciones? Ni una sola. Sentí un escalofrío. Esperaba que ningún monstruo se alzase invisible de las sombras para bloquearme el paso exigiendo una de esas fatales contraseñas.

Llevaba un buen rato caminando en mi círculo de luz. La potencia de la lámpara disminuía. No habría podido calcular, incluso aunque hubiese contado mis pasos, dónde estaba. De repente, la llama destelló una última vez, esforzándose por mantenerse con vida, y murió. Me vi sumido en una oscuridad tan profunda como jamás había conocido. Siempre, sin importar lo oscuro que fuese un pasillo o las dimensiones de una habitación en una casa desierta, había podido apreciar algún atisbo de luz, aunque leve, pero ahí no. Mis ojos creían ver figuras fantasmales, pero no eran sino las extrañas y alteradas imágenes de mi mente. Me deshice de la inútil lámpara, que al caer al suelo produjo un horrible ruido. El sonoro eco, capaz de despertar a un muerto, recorrió el pasaje de arriba abajo.

Coloqué ambas manos en los costados de mi cuerpo, pero eran invisibles. Toqué entonces la pared del túnel, y al igual que un ciego que siente el mundo únicamente a través de la punta de su bastón, y no de la mano que lo sostiene, empecé a caminar avanzando en la oscuridad. Intenté contar mis pasos, pues no tenía otro modo de llevar la cuenta de mis progresos en el tiempo y el espacio. Pero al poco los números se emborronaron y me sentí desorientado.

Caminé como un hombre muerto sin espíritu, arañando y rozándome contra rincones inesperados, golpeándome cuando el pasillo giraba. Las migajas de tranquilidad que había tenido —la luz de la lámpara, la presencia de la gata, el enigmático mensaje— parecían ahora carecer de cualquier significado o esperanza.

Entonces, cuando más me estaba esforzando por vislumbrar algo en medio de aquella interminable negrura, me pareció ver una estrella baja en la oscuridad. Seguí caminando, concentrado, intentando guiarme con las manos sin apartarlas de la pared. Cuanto más quería creer que brillaba, más lo hacía. Pero ¿no sería un truco de mi imaginación? ¿O acaso se debía a la cercanía de la muerte y a aquella luz brillante descrita por los que afirmaban haberse aproximado al umbral del Otro Mundo y haber vuelto? La estrella adquirió forma, un umbral de luz enmarcando una figura. Parecía que esperaba; al menos me dio la impresión, sumido como estaba en la desesperación. Empecé a sentir pánico, temía que aquella apertura se cerrase justo cuando estuviese a punto de llegar. No cejé en mi empeño, desollándome los nudillos contra la pared. Chupé la sangre y su salinidad me devolvió cierto sentido de la vida.

Entonces eché a correr como un loco, mi respiración se hizo áspera, mi corazón golpeaba con fuerza en mi pecho. Atravesaba la oscuridad en dirección a aquella cambiante y expansiva estrella, en busca de la figura de aquella mujer que esperaba. ¿Tanefert? Me oí a mí mismo gritar: «¡Tanefert! ¡Tanefert!».

Atravesé una puerta y caí a la luz.

27

Todo oscureció. Las palabras surcaban mi mente como si se tratase de un sueño sin sentido: «Oh corazón mío que obtuve de mi madre. Oh corazón mío de mis diferentes edades…». Recuperé la conciencia y abrí los ojos. Me senté. La gata estaba olisqueando mi mano con delicadeza.

A duras penas me puse en pie y miré a mi alrededor. Me encontraba en una larga cámara de piedra iluminada por lámparas, por centenares de lámparas. Las paredes y el techo estaban decorados con paneles de jeroglíficos y la figura de Atón, con sus múltiples manos, ofrecía el Don de Anj a los adoradores divinos y reales. En nichos, a lo largo de las paredes, había solitarias figurillas y estatuillas con coronas y máscaras. Los reconocí, se trataba de los cuarenta y dos dioses sosteniendo sus símbolos de juicio. Yo sabía que todo aquello, los símbolos de la vieja religión, estaban prohibidos en Ajtatón.

En el centro había una gran balanza, más grande que un hombre, hecha de oro y ébano, vencida por el peso de una estatua con forma de mujer sentada: la diosa Maat, reguladora de las estaciones y de las estrellas, de la justicia terrestre y divina. ¿Cuántas veces habría visto yo esa imagen en las cadenas de oro que tantos jueces, demasiado humanos, lucían bajo sus caras demacradas y fofas, comprometidos y corrompidos por el lujo, la brutalidad y el tiempo? La atmósfera era de una perfecta quietud. Entonces se produjo un movimiento. La gata alzó la vista, sus ojos eran verdes y claros, y después echó a correr hacia la oscuridad.

Junto a la balanza apareció una figura alta, de piel oscura, ataviada con una faja dorada y con una máscara negra y plateada en forma de chacal. Anubis. La figura me miró, esperando. No dijo nada, así que fui yo quien habló:

—¿Dónde estoy?

—Esta es la Sala de las Dos Verdades.

La voz no surgió de la máscara sino de las profundas sombras de la cámara. Era la voz de una mujer, confiada, directa, hermosa. Supe en ese preciso instante que la había encontrado.

—Creía que la esencia de la verdad es que existía tan solo una —dije.

—Hay muchas verdades. Incluso aquí. Está tu verdad, está mi verdad.

—Y después está la Verdad.

Fue como si hubiese podido ver su sonrisa, a pesar de permanecer invisible entre las sombras.

—Eres muy sabio —dijo ella—. Como lo son todos aquellos que hablan de cosas como la Verdad. Me pregunto qué habrás estado escribiendo sobre mí en tu pequeño diario. ¿De qué verdades has dejado constancia en él?

Ella ya lo sabía todo. Intenté seguirle la corriente.

—No son necesariamente verdades. Son historias.

—Ah, historias. ¿Y en qué puede eso ayudarnos?

—Son versiones de los hechos. Posibilidades. Sobre ti.

—¿Cuántas versiones tiene esta historia? Yo diría que muchas. Diría que tal vez un número infinito.

¿Estaba ella en lo cierto?

—Tal vez.

—Porque toda historia tiene infinitas versiones. Un círculo, tal vez. ¿Toda historia es un círculo?

—Toda verdadera historia, tal vez.

—Quizá lleguemos al final tan solo para comprobar que se trata del principio, pero ahora lo sabemos realmente por primera vez.

Durante unos segundos callamos los dos. Yo estaba un tanto obnubilado por nuestro ingenio. Nuestras réplicas eran tan rápidas, tan íntimas, que daba la impresión de que pensábamos y completábamos los pensamientos del otro. De repente, sentí la necesidad de ver con mis propios ojos a aquella conflictiva y enigmática mujer.

—¿Te harás visible?

No dijo nada durante un momento, pero después se oyó algo a medio camino entre un suspiro y una leve risa.

—Tal vez. Pero primero tienes que responder algunas preguntas. Tienes que ser juzgado. Tu verdad tiene que ser juzgada. Tus pecados tienen que ser juzgados. Tu corazón. Espero que sea bueno. Verdaderamente bueno.

El dios con cabeza de chacal hizo un gesto para que me acercase.

—Tu corazón no debe mentir en presencia del dios —dijo. Su voz era sonora, firme, y con un acento más propio de un lugar más allá de las cataratas que de las Dos Tierras. Nubia.

Asentí. Esto era un juego, una especie de baile de máscaras. Lo entendí. Pero al mismo tiempo, todo era terriblemente serio. Estábamos representando las oraciones del Libro de los Muertos. Lo que estábamos llevando a cabo en esos momentos estaba prohibido. Mis respuestas, lo sabía muy bien, determinarían mi destino, a pesar de todo.

—No mentiré —dije.

—Empezaremos por la Confesión Negativa. —Comenzó a recitar—: Dioses de la Casa del Alma que juzgáis la Tierra y el Cielo… Venerad a Ra en su Barco del Cielo… —Siguieron más encantamientos sobre la serpiente de fuego y los Niños de la Impotencia, y sobre ver el disco solar y el disco lunar—: Viajará mi Alma a todos los lugares que anhela, dirán mi nombre, ocuparé un lugar en el Barco del Sol cuando el Dios surque el Cielo del Día; seré bienvenido en presencia de Osiris en la Tierra de la Verdad.

Cuando mencionó el Gran Nombre de Osiris, un chispazo de miedo brotó en mi interior, pues noté que toda mi vida estaba siendo amenazada en ese momento; era como una sencilla gota de agua a punto de caer. A un lado de la balanza estaba lo que había sido mi vida: mi infancia, mi esposa, mis hijas, mi amor por este pequeño mundo, todas las cosas, buenas, malas e indiferentes, que había pensado, sentido y hecho. Al otro estaba el futuro, tan intangible y desconocido como un extraño copo de nieve guardado en una caja.

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