—¡Vamos, Spock —dijo finalmente mientras depositaba su propio comunicador sobre la mesa—, acabemos de una vez con esta estupidez! ¡Así podremos ponernos a trabajar en el asunto que nos ha traído aquí!
Spock vaciló durante un momento y luego dejó su comunicador sobre la mesa, junto al del doctor McCoy. El médico miró entonces a Delkondros.
—Y ahora, ¿qué es eso que quiere enseñarnos?
Antes que el presidente del consejo de Vancadia pudiera contestarle, uno de los hombres que le acompañaban, un tipo de estatura baja y cuerpo delgado pero fuerte, con una barba en la que comenzaban a aparecer algunas canas, avanzó velozmente para encararse con él.
—¡Esto es una locura! —estalló el hombre—. ¡No puedo permitir que continúe adelante! ¡Creo que incluso tú puedes comprender que sólo lograrás empeorar la difícil situación de Vancadia!
El presidente miró al hombre con el ceño fruncido.
—Hemos hablado de esto un centenar de veces, Tylmaurek. Pensaba que finalmente habías aceptado mis puntos de vista.
Tylmaurek, enojado, negó violentamente con la cabeza.
—¿Es que no puedes darte cuenta de lo que haces, Delkondros? ¡Arruinas la única oportunidad que tenemos! ¡Esta gente quiere ayudarnos, pero si tú continúas con este disparate, sólo conseguirás volverlos contra nosotros! ¡Pondrás las cosas de tal forma que la Federación ya no estará nunca más dispuesta a escucharnos!
—Ese hombre tiene razón —intervino McCoy, animado de pronto por la presencia de alguien que parecía tener un poco de sentido común—. Mire, yo sé cómo se siente respecto a Kaulidren, pero si nos secuestra no va a conseguir nada positivo, y usted lo sabe. Con ello sólo logrará hacer que parezca que también ustedes defienden una causa injusta.
—¡Eso mismo es lo que yo les dije! —exclamó Tylmaurek, casi a gritos, mientras se volvía apresuradamente hacia Spock y McCoy—. Desde el mismísimo principio les dije que debían confiar en ustedes. Que era el único camino posible. ¡A la Federación no se le puede hacer chantaje, al menos no la gente como nosotros!
Hizo una pausa para recorrer con una mirada de ferocidad a los incómodos miembros del Consejo de Vancadia.
—¿Es que no lo podéis entender? ¿No habéis oído lo que han dicho? E incluso en caso de que mientan, ¿pensáis que esto les hará cambiar de parecer? Además, una vez que les hayamos obligado a estudiar nuestras pruebas y los hayamos puesto en libertad, ¿cómo tenéis planeado controlarlos? ¿O es que pensáis retenerles como rehenes por toda la eternidad?
Mientras Tylmaurek hablaba, McCoy notó que dos miembros del consejo —un joven de unos veinticinco años, sin barba, y un hombre robusto y alto que frisaba la cincuentena se apartaban del grupo, rodeaban la mesa y avanzaban hacia la salida de incendios del fondo de la sala.
Sin embargo, quien habló fue un hombre delgado de cabellos oscuros, que había permanecido con el grupo.
Tylmaurek tiene toda la razón —declaró con nerviosismo mientras evitaba mirar a Delkondros a los ojos—. Esta gente se ha transportado hasta aquí por su propia y libre decisión. Tú nos dijiste que nunca jamás se acercarían siquiera a nosotros, a menos que les engañáramos. Pero lo han hecho, y ahora me parece que deberíamos confiar en su palabra.
—Además —dijo alguien que estaba en la parte de atrás del grupo—, como dice Tylmaurek, si mienten, no hay absolutamente nada que podamos hacer para remediarlo. Estamos obligados a aceptar su palabra. No nos queda ninguna otra alternativa. Estos hombres no son simplemente otro par de matones chyrellkanos.
Delkondros frunció momentáneamente el entrecejo y dirigió sus ojos rápidamente de uno a otro rostro.
—¿Habla Tylmaurek en nombre de todos vosotros? ¿Pensáis todos de la misma forma?
Al principio no hubo más que un silencio inmóvil, pero luego, uno a uno, los demás miembros del consejo murmuraron su asentimiento. Excepto el que, al igual que Delkondros, iba armado. Éste le echó una mirada de soslayo a Delkondros, pero guardó silencio.
—Muy bien —declaró finalmente Delkondros—, si ese es vuestro deseo, que así sea. Que las consecuencias caigan sobre vuestras cabezas, no sobre la mía.
—¿Hará entonces que bajen el escudo? —le preguntó Spock—. ¿Nos permitirá ponernos en contacto con la
Enterprise
?
—Si ese es su deseo, sí.
—Lo es.
—Muy bien —respondió Delkondros mientras asentía resignadamente con la cabeza—. Haré que bajen el escudo.
Delkondros retiró la mano de donde la había tenido hasta entonces, cerca del arma de fuego, sacó de un bolsillo un aparato del tamaño de un comunicador y pulsó uno de los botones que tenía en la superficie.
—¡Ya era hora! —masculló McCoy mientras se disponía a avanzar hacia la mesa, pero antes que pudiera dar un solo paso la puerta que estaba directamente detrás de él y de Spock se abrió de golpe.
—¿Qué rayos…? —comenzó a decir.
Pero las palabras siguientes no llegaron a salir de los labios del médico de la
Enterprise
; sin previo aviso, Spock se volvió y se lanzó contra él, le aferró por los hombros y se zambulló literalmente contra el suelo junto con el médico, que quedó boqueando, en el momento en que varios disparos de rayo láser crepitaron por la puerta abierta y hendieron una media docena de veces el espacio que él y Spock habían ocupado una fracción de segundo antes. Uno de los disparos le acertó en un hombro al miembro del consejo que iba armado. El arma que había desenfundado cayó de los dedos insensibilizados. Antes que llegara a caer, un segundo disparo le dio de lleno en el pecho.
La sala se convirtió en un caos; la mayoría de los miembros del consejo gritaba y chillaba a un tiempo. Algunos siguieron el ejemplo de Spock y se arrojaron al suelo, a la vez que otros se volvieron y echaron a correr hacia la puerta, y unos terceros se quedaron inmóviles por la consternación. Delkondros sacó su propia arma de la funda y saltó a un lado para alejarse del hombre herido. Durante un momento, apuntó con su arma a los dos miembros de la tripulación de la
Enterprise
, pero antes que pudiera disparar, un hombre tambaleante apareció en la puerta con una pistola de láser en la mano. Delkondros desplazó el cañón de su pistola hacia arriba y disparó al intruso, lo que produjo un sonido atronador en aquel espacio cerrado. La bala —porque se trataba, en efecto, de una antigua arma de proyectiles— le dio de lleno al hombre y lo lanzó hacia atrás; el arma de láser salió disparada de su mano y traspuso la puerta que tenía a sus espaldas antes de caer sonoramente al suelo.
Repentinamente reinó el silencio, durante un momento todos quedaron inmóviles, incluso aquellos que habían comenzado a huir hacia la puerta opuesta. A diferencia de todos los demás, el rostro de Delkondros carecía de expresión; no miraba al hombre al que había disparado, ni siquiera al miembro herido del consejo, sino que contemplaba atentamente a Spock y McCoy con el entrecejo fruncido.
McCoy hizo caso omiso de aquella ceñuda mirada y se puso trabajosamente de pie.
—¡Haga el favor de bajar ese condenado escudo! —le espetó a Delkondros mientras corría hacia el miembro del consejo que había sido alcanzado por los disparos de láser—. ¡Hemos de enviarle a nuestra enfermería… inmediatamente! ¡De lo contrario no tendrá ni una sola posibilidad de sobrevivir!
Se arrodilló junto al hombre caído y acercó el sensor médico a las heridas.
—Todavía respira —masculló—, pero a duras penas, si sufre un shock antes que podamos…
McCoy se interrumpió en medio de la frase, las arrugas de su entrecejo se transformaron en un fruncimiento de perplejidad mientras desplazaba el sensor arriba y abajo y leía en la pantalla. Las lecturas eran completamente erróneas, incluso para un hombre tan seriamente herido como aquel. El ritmo cardíaco, las indicaciones del metabolismo básico…
Levantó bruscamente los ojos hacia el presidente del consejo.
—Delkondros, ¿quién es este hombre?
—¿Tiene eso alguna importancia, doctor? —intervino Spock, que avanzaba hacia la mesa y se apoderaba de los comunicadores mientras hablaba, sin apartar ni por un instante los ojos de Delkondros—. Lo que importa ahora es que bajen ese escudo.
—¡Ya lo creo que importa, Spock! —le espetó McCoy—. ¡A menos que todos mis instrumentos se hayan vuelto completamente locos, este hombre no es en absoluto un hombre! ¡Es un klingon!
—No sea estúpido, doctor —le dijo Spock con una fuerza nada característica en él—. Ese hombre es obviamente…
—¡Ya basta, cállense los dos! —exclamó Delkondros, que profirió un fuerte suspiro—. He debido darme cuenta antes. Usted ya lo sabía, ¿no es cierto, Spock? No se moleste en negarlo. Le vi comprobar las lecturas de su sensor desde el momento mismo en que llegaron aquí. Y, por la forma en la que se apartó usted y apartó al doctor McCoy de la línea de fuego, es evidente que ya veía venir lo que sucedería.
De golpe, todas las acciones anteriores de Spock, la enigmática referencia hecha a Neural, adquirieron sentido para McCoy. El vulcaniano había intentado ponerle sobre aviso, y él había sido demasiado condenadamente obtuso para captarlo, ahora…
—Pero no tiene ninguna importancia —declaró Delkondros mientras sacudía la cabeza con burlona tristeza—. Ahora ya lo saben. Todos lo saben.
Sus ojos recorrieron veloz y fugazmente a los otros miembros del consejo. Con una mano pulsó un botón del aparato de señales que todavía sujetaba. Con la otra levantó el arma para apuntar directamente a Spock. McCoy, en el mismo momento en que se ponía de pie de un salto, vio el dedo de Delkondros que se tensaba sobre el gatillo.
Pero entonces, Tylmaurek, que se hallaba al lado derecho del presidente, a menos de un metro de él, le propinó un rápido golpe en la muñeca.
La pistola se disparó, la bala no dio por pocos centímetros a Spock, que se había lanzado hacia adelante, y abrió un agujero en la pared que estaba detrás de él.
Con la pistola aún aferrada en la mano, Delkondros le propinó un codazo a Tylmaurek en el pecho; la fuerza del golpe levantó al hombrecillo del suelo y le hizo retroceder a trompicones mientras luchaba para recobrar el aliento. Casi desmayado, chocó contra McCoy y ambos cayeron al suelo en un enredo de brazos y piernas.
Antes que Delkondros pudiera volver a apuntar el arma, Spock le aferró la muñeca y forcejeó para mantener el cañón apartado de su propio pecho. Dos atronadoras detonaciones más dispararon balas que dieron contra el suelo y arrancaron mortales fragmentos de cemento que volaron en todas direcciones; luego Delkondros se colocó con un brusco giro a espaldas de Spock y deslizó el otro brazo alrededor de su cuello, encajó el antebrazo bajo el mentón del vulcaniano y luego comenzó a apretar con una fuerza tremenda los tensos músculos de su garganta.
«¡Buen Dios, él también es un klingon!», comprendió McCoy, ya demasiado tarde, mientras luchaba para salir de debajo del peso laxo de Tylmaurek.
En tanto los pies de Spock se levantaban del suelo, lo que dejaba al vulcaniano indefenso en las férreas manos de Delkondros, McCoy consiguió ponerse de pie y abrir su equipo médico. Después de encontrar una pistola hipodérmica, buscó un frasco pequeño y lo abrió mientras daba la vuelta por detrás de Delkondros.
Luego se lanzó hacia adelante y presionó la pistola hipodérmica contra el cuello de Delkondros, lo cual la activó automáticamente. La pistola produjo un elocuente siseo y la cabeza del klingon giró al intentar él encararse con McCoy. Ese movimiento permitió que los pies de Spock volvieran a tocar el suelo y le proporcionaron el punto de apoyo que había perdido, luego los dos se lanzaron repentinamente hacia un lado.
Un sonido gutural, casi un gruñido, salió de la garganta del presidente del consejo; por un instante el hombre se puso rígido, su brazo se lanzó hacia arriba y empujó la cabeza Spock bruscamente hacia atrás.
Un momento después el brazo se aflojó y cayó. El arma golpeó contra el suelo, seguida inmediatamente por el propio Delkondros, que se inclinó hacia atrás y golpeó el suelo a los pies de McCoy con un ruido sordo.
—Gracias, doctor —le dijo Spock a McCoy mientras se volvía y echaba a correr hacia la puerta por la que había aparecido el hombre con la pistola de láser.
Tras cerrarla de un golpe y echarle el cerrojo, dio media vuelta para encararse con el grupo de miembros del consejo que daban vueltas por la sala sin saber qué hacer, mientras McCoy avanzaba apresuradamente hacia el hombre al que había herido Delkondros.
—¿Sabe alguien desactivar el escudo del que ha hablado Delkondros? —preguntó Spock con una voz manifiestamente ronca a causa de la presión que había sufrido su garganta.
—Él no nos ha dicho nunca dónde están los generadores —le contestó uno de ellos, seguido por un coro de afirmaciones—. ¡Ni siquiera sabíamos que existiera un escudo hasta que él nos expuso el plan que había trazado!
—En ese caso, será mejor que todos abandonemos este lugar lo más rápidamente posible.
—Este hombre está muerto —declaró McCoy al ponerse en pie tras realizar un apresurado examen del hombre que yacía junto a la puerta—, y es humano. ¡Pero no puedo dejar a ese otro ahí tirado, aunque sea un klingon!
—No tenemos otra alternativa, doctor —dijo apresuradamente Spock—, si queremos tener alguna posibilidad de sobrevivir. Los dos que realmente dispararon el rayo láser antes de empujar a este hombre a través de la puerta también son klingons, y sin duda regresarán. El propio Delkondros es un klingon, y acaba de llamarlos. Es lógico suponer que su siguiente acción será matar a todos los que se encuentren aquí dentro, para que su presencia en este planeta continúe siendo un secreto.
Tras coger su comunicador, McCoy siguió de mala gana a Spock en dirección a la puerta del otro lado de la sala. —¡No, por aquí! ¡Todos por aquí!
Tylmaurek, aunque aún estaba sin aliento a causa del tremendo codazo que le había propinado Delkondros, se encontraba ya de pie al otro extremo de la mesa y señalaba la salida de incendios. Uno de los dos hombres que anteriormente se habían alejado lentamente de los demás miembros del consejo manipulaba la cerradura.
Tras mirar el sensor que llevaba colgado del hombro, Spock cambió de dirección y avanzó apresuradamente hacia la puerta indicada, en el momento en que ésta se abría con un sonoro sonido raspante.
—Vamos, doctor. Sólo tenemos unos segundos.