El Sistema (23 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

Estos párrafos indican la realidad de cuanto decimos. Desgraciadamente. Espero que el asunto no vaya a más, pero mucho me temo que cuando estas páginas vean la luz, la escalada habrá ido en aumento.

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BANESTO Y EL CÓDIGO DEL SISTEMA
1. FORMA DE SOCIEDAD: MODOS DE COMPORTAMIENTO Y MODOS DE PENSAR

En las páginas anteriores he tratado de demostrar una tesis: la existencia de un grupo de poder, al que he calificado con el término de «Sistema», que, después de haberse visto revestido de los atributos de «monopolio de la inteligencia» y «ortodoxia», diseñó un modelo de país. Para implantarlo de forma efectiva, consiguió el dominio de las áreas político-económicas del Estado, una influencia decisiva sobre el poder económico privado y sobre los medios de comunicación social.

Ahora, tal y como anunciaba al comienzo de este libro, quiero proceder a dar una explicación concreta del funcionamiento del Sistema. Para ello, como antes advertía al lector, voy a utilizar un ejemplo que cumple dos condiciones: la primera, ser paradigmático, en el sentido de que, tanto a nivel nacional como internacional, se trata de un asunto de primera magnitud, y la segunda, que es un acontecimiento vivido directamente por mí y cuyas claves conozco, como es lógico, en casi toda su dimensión.

Quiero aclarar que mi aproximación al caso Banesto no aparecerá, por tanto, construida sobre números, cifras, datos, leyes, normas o reglas. El asunto es, en mi opinión, mucho más profundo. Se trata de describir la estructura de una sociedad que permite que algo así suceda y las consecuencias que se desprenden del hecho de que haya ocurrido. Tocqueville dejó escrito que la Revolución francesa no tuvo por objetivo cambiar un gobierno antiguo, sino
abolir una forma antigua de sociedad,
y algo semejante había tenido ya lugar en la Revolución inglesa del siglo
XVII
. En este cambio de las «formas de vida» se contiene la esencia última de todo proceso revolucionario, entendiendo por tal cualquier movimiento que trata de obtener una transformación de los modos de vida implantados en una sociedad en un momento determinado. Siempre me ha parecido muy sugestiva la distinción de Jospin acerca de modos de comportamiento y modos de pensar.

En cualquier sociedad se instala en un momento determinado un conjunto de «modos de comportamiento», es decir, de reglas con las cuales se construye la conducta colectiva. Estas reglas son el reflejo de un modo de pensar que subyace y que se traduce en hechos a través de la conducta social, de las formas de comportarse. Esto significa que todo lo que sucede en el terreno de lo fáctico tiene un cierto soporte intelectual en las creencias y en los pensamientos colectivos. El modelo es piramidal porque solo unos pocos proporcionan el soporte necesario para que se instale una forma de pensar en todo un grupo. No tengo especial rubor en reconocer que en la masa ese modo de pensar colectivo pueda ser algo subyacente, que no haya llegado a interiorizarse por los sujetos individuales mediante un acto de reflexión. Posiblemente, además, no pueda ser de otra manera. Pero en todo caso es una realidad que existe, que legitima los comportamientos sociales que se ajustan a la pauta.

Por ello, cuando se produce una asincronía entre los modos de comportamiento y los modos de pensar, la solución es siempre la misma: se alteran convenientemente los modos de comportamiento. Ocurre, sin embargo, que el cambio en los modos de pensar es siempre lento, difícilmente perceptible, aun utilizando los métodos actuales de investigación de la opinión pública. Pero, además, quienes se instalan en el plano dominante del modelo y son los productores o beneficiarios del acervo de ideas que fundamenta ese modo de pensar colectivo plantean una resistencia profunda a admitir el cambio, no solo porque son sus ideas, sino, sobre todo, porque sobre esas ideas constituyen su modo de vida y las relaciones reales de poder. Por ello, ha sido históricamente tan frecuente que los revolucionarios de antaño se conviertan después en conservadores de su propia revolución. Si Vilfredo Pareto explica con clarividencia la resistencia de las clases dominantes a ser desplazadas en su teoría de circulación de elites, igualmente hay que formular el principio de resistencia a la modificación del Sistema por parte de quienes forman parte integrante del mismo con el objeto de conservar parcelas de poder, aunque la Historia enseña que casi todas las revoluciones eran impensables unos meses antes de que se produjeran y absolutamente imprescindibles unos meses después de haber tenido lugar.

Es indudable que el caso Banesto ha sucedido. Lo que verdaderamente me importa es analizar por qué ha sucedido o, dicho todavía más claramente,
cuál ha sido el nivel de forma de pensar que ha permitido un comportamiento de este tipo.
Para ello es imprescindible realizar referencias personalizadas, aunque estoy seguro de que algunas personas concretas habrán realizado actuaciones singulares sin darse cuenta de que formaban parte de un diseño global cuyo conocimiento se les escapaba. Y es que el propio modelo trasciende a los individuos que forman parte de él. Simplemente los utiliza.

Obviamente, la tesis de este libro no va encaminada a negar la evidencia de una situación problemática en Banesto en el momento de la intervención. Ni siquiera se trata de comprobar que esa misma situación, con tintes de mayor o de menor gravedad, pudiera darse en otras instituciones financieras españolas. No es mi intención analizar hasta qué punto las consecuencias negativas derivadas de una determinada política económica aplicada por el Gobierno habían contribuido a intensificar el proceso depresivo de nuestra economía, con especial incidencia en muchas de las empresas que controlaba el grupo Banesto. Todo eso es verdad en mayor o menor grado. Pero lo que me parece trascendente es el tipo de respuesta a esa situación. Lo que verdaderamente merece un análisis y una reflexión tranquila es que, ante una situación determinada, la respuesta fuera la que fue, con todos los costes sociales, políticos, económicos y de imagen que necesariamente implicaba.

2. EL CÓDIGO DEL SISTEMA

El modelo que trato de describir funciona a través del principio de elite pero no de casta endogámica. La pertenencia al Sistema exige un reconocimiento previo de que el sujeto pertenece a la elite, sea intelectual, financiera o empresarial. Ciertamente, el propio Sistema dispone de los mecanismos necesarios para convertir a un sujeto en un miembro de la elite, pero este dominio de la causa y el efecto es solo una prueba más del nivel de integración interno, de la perfección del modelo. Sin embargo, como digo, todavía no se produce la transferencia hereditaria que convierte las elites en casta endogámica. El Sistema admite nuevos individuos, pero siempre que hayan sido «producidos» por él. Está dispuesto a sacrificar a sus miembros si dejan de serle útiles, pero siempre con gran resistencia, en función de la importancia de las tareas que esos individuos hayan prestado al conjunto. El caso del anterior gobernador del Banco de España es muy significativo: el Sistema los sitúa y los mantiene dentro de sus círculos exteriores esperando la oportunidad de que, por alguna razón, puedan volver a ser utilizados. El Sistema conoce bien el principio de que el desprestigio de alguno de sus miembros principales afecta negativamente al conjunto. Por ello, como ha ocurrido en el caso de Mariano Rubio, cuando la evidencia convierte en imposible la defensa, el Sistema mantiene una particular saña con el personaje afectado en un intento de legitimarse a sí mismo mediante una especie de «auto de fe» con el que resulta atacado. Pero igualmente conoce otra máxima: el prestigio de quienes están fuera de él afecta negativamente al conjunto. De ahí la necesidad de monopolizar ese atributo del «prestigio personal».

Como posteriormente comprobaremos, el funcionamiento del modelo reclama una adaptación sui géneris de los criterios ordinarios de valoración, de forma tal que un hecho o una decisión serán «buenos» o «malos» según que sus efectos sean beneficiosos o perversos para la estabilidad del Sistema. No se trata del viejo aforismo de la legitimación del medio en función del fin. Es más profundo. Hay un desplazamiento de los juicios de valor, incluidos los morales, desde el análisis individualizado al objetivado.

El razonamiento es del siguiente tenor: el Sistema garantiza la estabilidad institucional y, por supuesto, nada hay más importante que dicha estabilidad. En consecuencia, todo acto humano debe valorarse según este referente. Los juicios morales que pueda merecer un hecho determinado no importan. Hay que trascender de su análisis aislado para involucrarlos en el razonamiento de bondad o perversidad en términos del Sistema. Por supuesto que este razonamiento legitima la utilización de prácticamente cualquier medio al servicio de su última finalidad, pero no estamos en presencia de una aproximación pragmática o utilitarista en el sentido de que un determinado medio pueda ser reconocido como perverso pero aceptado, incluso con reservas, por su utilidad final.

El problema consiste en que el Sistema no garantiza la estabilidad institucional de un país. Al contrario: la perjudica. El excesivo poder del Sistema es la razón última de la inestabilidad que afecta a instituciones básicas de España. Ese es el auténtico problema. Lo que sí es verdad es que la pervivencia del Sistema garantiza las posiciones personales en las relaciones de poder de quienes forman parte de él. Pero nada tiene que ver con la estabilidad institucional.

En estos años he podido comprobar que se ha transitado desde esta dimensión empírica, pragmática, utilitarista, hacia la construcción de un auténtico código del Sistema, en el que hay que subsumir cualquier actuación singular o colectiva. El principio consiste en que un hecho objetivamente malo no se convierte en bueno por ser útil al Sistema sino que, sencillamente, no es malo porque previamente a emitir el juicio se le despoja de sus componentes valorativos para situarlo en la única escala o nivel que importa: su adecuación a las finalidades últimas.

Ello, a mi juicio, constituye una alteración profunda de las reglas «naturales» de valoración de conductas humanas.

En alguna ocasión —y, concretamente, en la reunión celebrada en el Vaticano a comienzos del año 1992— me he referido a la conveniencia de establecer un código de conducta con el que disciplinar los valores que deben presidir la organización de la vida social. Ya entonces presentía que la excesiva exaltación de la economía de mercado estaba creando un profundo abismo del que más tarde o más temprano todos íbamos a ser tributarios. La desaparición del comunismo como modelo alternativo al capitalismo no suponía, por sí sola, el triunfo de un sistema que todavía era capaz de convivir con capas de marginación muy importantes. El fracaso de una opción no implica, necesariamente, el triunfo de la opuesta. Por ello, siendo consciente del grado de destrucción de aquellos valores con los que se había ordenado, al menos en apariencia, la vida social durante mucho tiempo, creí ver un espacio que había que cubrir porque la desaparición de determinados equipajes ideológicos no se había acompañado con la instalación de otros nuevos.

El final del Antiguo Régimen se legitimó en tres gritos expresivos: libertad, fraternidad, igualdad. Es indiferente ahora que creamos o no en esos principios, no solo en abstracto, sino como instrumentos efectivos para ordenar la vida social. Lo trascendente es que existían y que habían sido interiorizados como pautas de convivencia. Eran, en fin, la respuesta «revolucionaria» al intento de sustituir ese «modo antiguo de vida» por otro nuevo construido sobre pilares que, si se quiere, eran ilusorios, pero capaces de crear una esperanza en quienes, por no creer en las fórmulas sobrepasadas, estaban dispuestos a aceptar las palabras aunque no asimilaran los conceptos.

No oculto que a principios de 1992 no me atrevía a decir claramente que ya había vivido suficientes experiencias para darme cuenta de que el vacío social existente iba a ser suplido por la implantación del código del Sistema y eso podía significar la esterilización de la sociedad civil. La excesiva reverencia al principio de estabilidad conduce inexorablemente a una forma de despotismo ilustrado como criterio de gobierno. Y aunque soy consciente de que toda sociedad reclama unas mínimas dosis de «ilustración», ello no puede llevarse hasta el extremo de permitir que esa tendencia se convierta en principio y fin de todas las cosas, en un esquema de retroalimentación que crea un mecanismo de autolegitimación con pretensiones de eternidad. Ese planteamiento dogmático repugna mis convicciones más profundas sobre el Estado, la sociedad, la libertad, la iniciativa, la creatividad; en síntesis, sobre el papel del hombre en la sociedad.

3. BANESTO COMO SÍMBOLO DE LA INDEPENDENCIA FRENTE AL SISTEMA

Durante estos años pasados he reflexionado frecuentemente acerca del porqué del inusitado interés que los medios de comunicación social han sentido por Banesto y por mi persona. Desde el 16 de diciembre de 1987, fecha en la que el Consejo de Banesto decidió que yo asumiera la presidencia, hasta el 28 de diciembre de 1993, día en que el Banco de España acordó sustituir al Consejo de Administración, han sido raros los días en los que los periódicos españoles no incluyeran alguna noticia, buena o mala, sobre Banesto o sobre quien escribe estas páginas. Asimismo, durante ese período de tiempo varios libros —más o menos afortunados, más o menos bien intencionados— se han escrito alrededor del banco o de mi nombre. Igualmente, la prensa extranjera ha dado un tratamiento que, al menos en cuanto a espacio se refiere, ha resultado absolutamente inusual para la proyección exterior de la banca española en toda su historia.

Ciertamente, Banesto era una institución capital en la vida económica española a pesar de que, en aras de la objetividad, tenga que reconocer que —al menos según las encuestas de opinión— el nivel de deterioro al que había llegado la imagen del banco en la opinión pública era muy significativo en el año 1987. A ello había contribuido una imagen negativa —aunque no lo sea tanto materialmente— de un dominio de determinadas «familias» que, sin capital real en el banco, controlaban todo el proceso de decisión de uno de los instrumentos financieros más potentes de este país. También habían contribuido a este proceso ciertos relevos en cargos directivos que eran difícilmente comprensibles fuera de un modelo organizativo basado en el principio de «castas» con componentes externos de nepotismo.

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