—Con las personas chifladas, nunca se sabe —dijo el policía Hoskins.
—La cuestión es saber el grado de su chifladura.
Hoskins movió la cabeza con suficiencia.
—Apuesto algo a que tiene un coeficiente de inteligencia mínimo.
El inspector le miró irritado.
—No repita como un loro esos términos modernistas. Me importa poco si su coeficiente de inteligencia es alto o bajo. Lo único que me importa es saber si es una de esas mujeres que encontrarían divertido, o apetecible o necesario poner una cuerda alrededor del cuello de una niña y estrangularla. Y, en cualquier caso, ¿dónde diablos está la mujer? Salga y entérese de si Frank ha hecho ya algún progreso en su búsqueda.
Hoskins obedeció y salió de la habitación para volver momentos después con el sargento Cottrell, un joven activo, con muy buena opinión de sí mismo, que siempre se las arreglaba para irritar a su superior. El inspector Bland prefería con mucho la sabiduría campesina de Hoskins a los aires de sabelotodo de Frank Cottrell.
—Seguimos registrando la finca, señor —dijo Cottrell—. La señora no ha salido por la puerta del jardín; estamos completamente seguros. Es el segundo jardinero el que está allí dando las entradas y recogiendo el dinero. Jura que no ha salido.
—Supongo que habrá otros sitios por donde salir, además de la puerta principal, ¿no es así?
—Sí, señor. Hay el sendero que baja hasta el bote, pero el viejo que está allí, Merdell se llama, está también completamente seguro de que no ha salido por allí. Debe tener cerca de cien años, pero me parece de fiar. Describió con claridad la llegada en la lancha del señor extranjero y cómo preguntó el camino de Nasse House. El viejo le dijo que tenía que subir por la carretera hasta la puerta principal y pagar la entrada. Pero dijo que el señor parecía no saber nada de la verbena y que había dicho que era un pariente de la familia. Conque el viejo le indico el camino que atraviesa los bosques. Parece ser que Merdell anduvo rondando por el embarcadero toda la tarde, conque es bastante seguro que habría visto a lady Stubbs, si hubiera salido por aquel lado. Luego hay una salida arriba, que lleva a Hoodown Park, atravesando los campos, pero ha sido cerrada con tela metálica, por causa de los intrusos, conque, no pudo salir por allí. Parece probable que siga por aquí, ¿verdad?
—Parece ser —dijo el inspector—; pero no hay nada que le impida pasar por debajo de una valla y marcharse a través de los campos, ¿verdad? Creo que sir George sigue quejándose de los que se meten en su finca, desde el Albergue. Si ellos pueden entrar también podrán salirse del mismo modo, supongo.
—Sí, señor; sin duda alguna, señor. Pero he hablado con su doncella, señor. Lleva puesto —Cottrell consultó un papel que llevaba en la mano— un vestido de crepé georgette de color ciclamen (aunque no sé qué es eso), un gran sombrero negro, zapatos negros de corte salón con tacones de unos diez centímetros... No son las cosas que se pone uno para una carrera a campo través.
—¿No se mudó la ropa?
—No. Le pregunté a la doncella. No falta nada, nada en absoluto. No se llevó una maleta ni nada por el estilo. Ni siquiera se cambió los zapatos. Todos sus zapatos están allí.
El inspector Bland frunció el ceño. Se le estaban ocurriendo posibilidades desagradables. Dijo en tono cortante:
—Tráigame otra vez a la secretaria... Bruce, o como se llame...
La señorita Brewis parecía, al entrar, más irritada que de costumbre y respiraba con cierta dificultad.
—¿Me llamaba usted, inspector? —dijo—. Si no es urgente, sir George se encuentra excitadísimo y...
—¿Por qué está excitadísimo?
—Acaba de darse cuenta de que lady Stubbs ha... bueno, ha desaparecido de verdad. Le he dicho que probablemente lo que pasa es que se habrá ido a dar un paseo por el bosque o algo por el estilo, pero se le ha metido en la cabeza que le ha ocurrido algo. Es absurdo.
—Puede que no sea tan absurdo, señorita Brewis. Después de todo esta tarde... se ha cometido un asesinato aquí.
—¿No creerá usted que lady Stubbs...? ¡Eso es ridículo! Lady Stubbs sabe cuidarse.
—¿Sí?
—¡Claro que sí! Es una mujer hecha y derecha.
—Pero indefensa.
—No tanto —dijo la señorita Brewis—; a lady Stubbs le conviene de cuando en cuando hacer el papel de tonta e indefensa cuando no quiere hacer una cosa. ¡Puede engañar a su marido, pero a
mí
no me engaña!
—No la quiere usted mucho, ¿verdad, señorita Brewis? —preguntó Bland con interés amable.
La señorita Brewis apretó los labios:
—No estoy aquí para quererla o no quererla —dijo.
La puerta se abrió de golpe y entró sir George.
—¡Escuchen —cortó violentamente— tienen ustedes que hacer algo! ¿Dónde está Hattie? Tienen ustedes que encontrar a Hattie. ¡No sé qué diablos pasa hoy por aquí! Esta maldita fiesta... Algún loco homicida pagó su media corona y se metió aquí, con aspecto de ser como los demás, y se pasó la tarde matando gente. Eso es lo que yo creo.
—No creo que sea necesario exagerar tanto las cosas, sir George.
—Usted está tan a gusto ahí sentado, detrás de la mesa y escribiendo. Pero yo quiero que me devuelvan a mi mujer.
—Están registrando la finca, sir George.
—¿Por qué no me dijo alguien que había desaparecido? Parece ser que hace dos horas que falta. Me pareció extraño que no se presentara a juzgar el concurso infantil de trajes, pero nadie me dijo que había desaparecido.
—Nadie lo sabía.
—Pues alguien debía haberlo sabido. Alguien debía de haberse dado cuenta.
Se volvió hacia la señorita Brewis.
—Debía haberlo sabido usted, Amanda; usted se ocupaba de que todo estuviera bien.
—No puedo estar en todas partes —dijo la señorita Brewis. Parecía como si fuera a echarse a llorar—. Tengo que ocuparme de demasiadas cosas. Si a lady Stubbs le apeteció marcharse...
—¿Marcharse? ¿Por qué había de marcharse? No tenía ningún motivo para marcharse, a no ser que no quisiera encontrarse con ese tipo moreno.
Bland agarró la oportunidad que se presentaba.
—Hay algo que quiero preguntarle —dijo—; ¿recibió su esposa hace unas tres semanas una carta del señor De Sousa, diciéndole que venía a este país?
Sir George se quedó pasmado.
—No; desde luego que no.
—¿Está usted seguro?
—Completamente seguro. Hattie me lo hubiera dicho. Ella se disgustó y asustó muchísimo cuando recibió su carta esta mañana. Fue una sorpresa enorme para ella. Estuvo echada la mayor parte de la mañana con dolor de cabeza.
—¿Qué fue lo que le contó a usted en privado sobre la visita de su primo? ¿Por qué tenía tanto miedo a encontrarse con él?
Sir George apareció turbado.
—¡Maldito si lo sé! —dijo—. No hacía más que decir una y otra vez que era malo.
—¿Malo? ¿En qué sentido?
—No habló muy claro. Lo único que hizo fue seguir diciendo, como una niña, que era un hombre malo, y que no quería que viniera aquí. Dijo que había hecho cosas malas.
—¿Que había hecho cosas malas? ¿Cuándo?
—Ah, hace mucho tiempo. Me figuro que este Étienne De Sousa sería la oveja negra de la familia y que Hattie habría oído trozos de conversación sobre él, sin entender muy bien de qué se trataba. Y de resultas de eso, le tiene verdadero horror. Yo consideré que se trataba tan sólo de una reminiscencia de la infancia. Mi mujer es infantil a veces. Unas cosas le gustan y otras le disgustan, pero no puede explicar por qué.
—¿Está usted seguro, sir George, de que no concretó nada?
Sir George parecía incómodo.
—No quisiera que tuviera usted en cuenta lo que... lo que ha dicho.
—Entonces, ¿dijo algo?
—Está bien. Se lo diré. Lo que dijo es... y lo dijo varias veces: «Mata a la gente».
—Mata a la gente —repitió el inspector Bland.
—No creo que deba usted tomarlo demasiado en serio —dijo sir George—. Ella repitió una y otra vez «mata a la gente», pero no pudo decirme a quién había matado, ni cuándo, ni por qué. Me pareció que sería un recuerdo extraño de la infancia, algún problema con los indígenas, algo por el estilo.
—Dice usted que no pudo decir nada concreto. ¿Quiere usted decir que
no pudo
, sir George, o sería que
no quiso
?
—No creo... —se interrumpió—. No sé. Me confunde usted. Como le digo, no tomé en serio nada de eso. Pensé que a lo mejor ese primo le había fastidiado un poco de pequeña... algo así. Es difícil de explicárselo a usted, porque no conoce a mi esposa. Yo la quiero muchísimo, pero muchas veces no escucho lo que habla porque no tiene el menor sentido. En cualquier caso, este De Sousa no puede tener nada que ver con todo esto. No me diga que baja de su lancha y va derecho al bosque a matar a una pobre chica exploradora en la caseta de los botes ¿Por qué había de hacer semejante cosa?
—No he insinuado que haya ocurrido nada por el estilo —dijo el inspector Bland—, pero tiene usted que darse cuenta, sir George, de que en el campo en el que hay que buscar el asesino de Marlene Tucker es más reducido de lo que uno pensara a primera vista.
—¡Reducido! —sir George se le quedó mirando—. Tiene usted que buscarlo entre la gente de la maldita fiesta, ¿eh? Unas doscientas o trescientas personas... Cualquiera de ellas puede ser el asesino.
—Sí, eso creí yo en un principio, pero, sabiendo lo que ahora sé, es difícil que haya ocurrido así. La caseta de los botes tiene una cerradura «Yale». Nadie puede haber entrado desde fuera sin una llave.
—Bueno, había tres llaves.
—Exacto. Una llave era la última pista de esa Persecución del Asesino. Todavía está escondida en el paseo de las hortensias, en la parte más alta del jardín. La segunda llave estaba en poder de la señora Oliver, la organizadora de la Persecución del Asesino, ¿dónde está la tercera llave, sir George?
—Tenía que estar en el cajón del escritorio ante el que usted se sienta. No, el de la derecha, junto con un montón de los demás duplicados de la finca.
Se acercó al escritorio y rebuscó en el cajón.
—Sí. Aquí está.
—Ya ve usted —dijo el inspector Bland—. ¿Qué significa esto? Las únicas personas que podían haber entrado en la caseta eran, primero, la persona que hubiera llegado al final de la Persecución del Asesino y encontrado la llave (lo cual, que yo sepa, no ha ocurrido). Segundo, la señora Oliver o alguien de la casa, a quien puede haber dejado su llave; y, tercero, alguien a
quien Marlene hubiera abierto la puerta
.
—Bueno, en ese último apartado puede entrar cualquiera, ¿no es así?
—Nada de eso —dijo el inspector Bland—. O no he entendido el asunto éste de la Persecución del Asesino o, cuando la chica oyera a alguien que se acercara a la puerta, tenía que echarse en el suelo e interpretar el papel de la víctima, esperando a ser descubierta por la persona que hubiera encontrado la última pista, la llave. En su consecuencia, como usted mismo puede ver, las únicas personas a quienes hubiera abierto la puerta, si la hubieran llamado desde fuera, pidiéndole que lo hiciera,
serían las que habían preparado la Persecución del Asesino
. Los que viven en esta casa, es decir, usted, lady Stubbs, la señorita Brewis, la señora Oliver... posiblemente monsieur Poirot, a quien creo había conocido la chica esta mañana... ¿Quién más, sir George?
Sir George examinó la cuestión un momento.
—Los Legge, naturalmente —dijo—, Alec y Sally Legge. Han intervenido en esto desde el principio. Y Michael Weyman, el arquitecto que está aquí para diseñar el pabellón de tenis. Y Warburton, los Masterton... ¡Ah, y la señora Folliat!
—¿Eso es todo? ¿No hay nadie más?
—Eso es todo.
—Ya ve, sir George, que no es un campo muy amplio.
El rostro de sir George se puso de color escarlata.
—¡Creo que todo eso que está diciendo son tonterías, nada más que tonterías! Insinúa usted... ¿Qué es lo que insinúa usted?
—Insinúo únicamente —dijo el inspector Bland— que ignoramos todavía muchas cosas. Es posible, por ejemplo, que Marlene, por alguna razón, saliera de la caseta. Puede ser que haya sido estrangulada en otra parte y que luego arrastraran su cadáver hasta la caseta y la colocaran en el suelo. Pero, aun en ese caso, el que colocó el cadáver era alguien que conocía a fondo todos los detalles de la Persecución del Asesino. Siempre volvemos a lo mismo. —y añadió, con la voz ligeramente cambiada—: Le aseguro, sir George, que estamos haciendo todo lo posible por encontrar a lady Stubbs. Entretanto me gustaría hablar unas palabras con los señores Legge y con el señor Michael Weyman.
—Amanda.
—Veré lo que puedo hacer, inspector —dijo la señorita Brewis—. Supongo que la señora Legge seguirá en la tienda leyendo las rayas de la mano. Ha venido mucha gente después de las cinco, con lo de la media entrada, y todos los puestos de atracciones están llenos. Probablemente podré traerle al señor Legge o al señor Weyman, el que quiera usted ver antes.
—No importa el orden —dijo el inspector Bland.
La señorita Brewis asintió con un movimiento de cabeza y salió de la habitación. Sir George la siguió, alzando la voz en tono quejumbroso.
—Escuche, Amanda, tiene usted que...
El inspector Bland observó que sir George dependía mucho de la eficiente señorita Brewis. En aquel momento, a Bland le pareció el dueño de la casa como un niño con su aya.
Mientras esperaba, el inspector Bland cogió el teléfono, pidió que le pusieran en comunicación con la estación de policía de Helmmouth y dio ciertas instrucciones en relación con el yate
Espérance
.
—Naturalmente, se dará usted cuenta —dijo a Hoskins, que a todas luces era incapaz de darse cuenta de semejante cosa— de que el único sitio donde es muy posible que esté esa dichosa mujer es a bordo del yate de De Sousa.
—¿Por qué lo cree usted, señor?
—Bueno, nadie ha visto salir a la mujer por ninguna de las salidas normales, va vestida de tal modo que no es probable que ande por los campos o los bosques, pero es posible que se haya citado con De Sousa en la caseta de los botes y que él la haya llevado al yate en su motora, volviendo después a la verbena.
—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa, señor? —preguntó Hoskins desconcertado.
—No tengo ni idea —dijo el inspector— y es muy poco probable que lo haya hecho. Pero es una
posibilidad
. Y si lady Stubbs está en el
Espérance
, ya me ocuparé yo de que no salga de allí sin ser vista.