—No me parece probable que lady Stubbs esté en un pajar, sir George.
—¡Si al menos pudiera hacer algo! —repitió el desgraciado esposo—. Creo que voy a poner un anuncio en los periódicos. Tome nota, Amanda, por favor —se quedó un momento pensativo—. «Hattie. Por favor vuelve a casa. Estoy desesperado.
George
.» En todos los periódicos, señorita Brewis.
La señorita Brewis dijo con acritud:
—Lady Stubbs no lee mucho los periódicos, sir George. No tiene el menor interés en las cosas generales o en saber lo que ocurre por el mundo. —y añadió con mala intención, aunque sir George no se encontraba en disposición de apreciarlo—: Claro que puede usted poner un anuncio en el
Vogue
. Eso puede que atrajera su atención.
Sir George dijo ingenuamente:
—Donde usted quiera, pero hágalo.
Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Con la mano en el picaporte se detuvo y volvió hacia atrás unos cuantos pasos. Le habló directamente a Poirot.
—Escuche, Poirot —dijo—,
usted
no cree que esté muerta, ¿verdad?
Poirot contestó con la vista fija en su taza de café:
—Creo, sir George, que es demasiado pronto para suponer una cosa así. No hay razón todavía para alimentar una idea semejante.
—¡Conque lo cree usted! —dijo sir George apesadumbrado—. Bueno —añadió en tono desafiador—. ¡Yo no lo creo!
Yo sé
que está perfectamente.
Afirmó varias veces con la cabeza en actitud cada vez más desafiadora, y salió dando un portazo.
Poirot, pensativo, untó una tostada con mantequilla. En los casos en que se creía que una mujer había sido asesinada, siempre sospechaba automáticamente del marido. (Asimismo, cuando era el marido el que moría, sospechaba de la esposa.) Pero en este caso no sospechaba que sir George hubiera matado a lady Stubbs. Por lo que había observado, estaba completamente convencido de que sir George quería mucho a su mujer. Además, si su excelente memoria le era fiel, y le era siempre muy fiel, sir George había estado en el césped toda la tarde, hasta el momento en que él y la señora Oliver habían ido a la caseta y descubrieron el cadáver. Estaba en el césped cuando habían vuelto con la noticia. No, sir George no era responsable de la muerte de Hattie. Es decir, suponiendo que Hattie estuviera muerta. Después de todo, se dijo Poirot, no había razón todavía para creerlo. Lo que acababa de decirle a sir George era muy cierto. Pero en su interior estaba firmemente convencido de que se trataba de un asesinato, de un doble asesinato.
La señorita Brewis interrumpió sus pensamientos al decir con voz llena de rencor y en la que se adivinaban las lágrimas:
—¡Los hombres son tan estúpidos! ¡Unos completos estúpidos! Muy inteligentes para muchas cosas y luego van y se casan con quien menos les conviene.
Poirot siempre estaba dispuesto a dejar hablar a la gente. Cuantas más personas le hablaran y cuanto más le dijeran, mejor. Casi siempre se encontraba entre la paja un grano de trigo utilizable.
—¿Le parece a usted que ha sido un matrimonio desafortunado? —preguntó.
—Desastroso... completamente desastroso.
—¿Quiere usted decir que... no han sido felices?
—Ella ha ejercido una influencia nefasta para él, en todos sentidos.
—Muy interesante lo que dice. ¿Qué clase de influencia?
—Le lleva y le trae a su capricho. Hace que le compre regalos muy caros... tiene más joyas de las que pueda ponerse una mujer. Y pieles. Tiene dos abrigos de visón y uno de armiño ruso. ¿Para qué puede querer una mujer dos abrigos de visón, dígame usted?
Poirot negó con la cabeza.
—No lo sé —dijo.
—¡Astuta! —continuó la señorita Brewis—. ¡Falsa! Siempre haciéndose la simple, sobre todo cuando había gente. ¡Creería que así le gustaba a él!
—¿Y le gustaba a él así?
—¡Bah, los hombres! —dijo la señorita Brewis con voz temblorosa y al borde de la histeria—. No aprecian la eficacia, ni la generosidad, ni la lealtad, ni
ninguna
de esas bellas cualidades. Con una mujer inteligente y capaz, sir George hubiera llegado a cualquier parte.
—¿Adonde? —preguntó Poirot.
—Pues podía tomar parte en los asuntos de la región. O presentarse al Parlamento. Vale mucho más que el pobre señor Masterton. No sé si ha oído usted alguna vez al señor Masterton en una tribuna... Es un orador vacilante y sin la menor inspiración. Debe su posición a su mujer enteramente. Es el poder detrás del trono. Es ella la que tiene toda la energía, la iniciativa y la agudeza política.
Poirot se estremeció de horror ante la idea de ser el marido de la señora Masterton, pero convino sinceramente con las palabras de la señorita Brewis.
—Sí —dijo—; es todo lo que usted dice. Una
femme formidable
—murmuró para sí.
—Sir George no parece tener ninguna ambición —continuó la señorita Brewis—. Parece tan contento de vivir aquí, trabajar un poquito y hacer el papel de señor campesino, yendo a Londres de cuando en cuando para atender a las empresas que dirige y todo eso, pero podría llegar mucho más lejos con su capacidad. Es un hombre verdaderamente notable, monsieur Poirot. Esa mujer nunca lo ha comprendido. Le considera como una máquina de regalar abrigos de pieles, joyas y vestidos caros. Si estuviese casado con alguien que apreciara de verdad su inteligencia...
La voz temblaba, insegura, y se calló de pronto.
Poirot la miró con auténtica compasión. La señorita Brewis estaba enamorada de su jefe. Le entregaba una devoción fiel, leal y apasionada, de la cual probablemente no se daba él cuenta y que, desde luego, no le hubiera interesado. Para sir George, Amanda Brewis era una máquina eficiente, que le libraba de las cargas de la vida diaria, que contestaba a las llamadas telefónicas, escribía cartas, contrataba a los criados, disponía las comidas y, en general, le hacía la vida fácil. Poirot dudó que la hubiera mirado alguna vez como a una mujer. Y eso, pensó, tenía sus peligros. En estas circunstancias, ella podía alcanzar un grado de excitación, de histeria alarmante, sin que el despreocupado objeto de su devoción se diera la menor cuenta.
—Es una gata astuta, intrigante y hábil —dijo la señorita Brewis llorando.
—Dice usted
es
, no
era
—dijo Poirot.
—¡Claro que no está muerta! —dijo la señorita Brewis con rencor—. ¡Se marchó con un hombre, eso es lo que hizo! ¡Es de ese estilo!
—Es posible. Siempre es posible —dijo Poirot.
Cogió otra tostada; examinó tristemente el bote de mermelada ácida; miró por la mesa si había cualquier clase de mermelada dulce y al no verla se resignó a tomar mantequilla.
—Es la única explicación —dijo la señorita Brewis—. Claro que a
él
nunca se le ocurriría...
—¿Ha habido... algún... problema con algún hombre? —preguntó Poirot con delicadeza.
—Ha sido muy hábil —dijo la señorita Brewis.
—¿Quiere usted decir que no observó nada de eso?
—Ya tendría buen cuidado de que no me diera cuenta yo —dijo la señorita Brewis.
—Pero usted cree que puede que haya habido... ¿cómo diríamos... algún episodio secreto?
—Ha hecho todo lo que ha podido para embaucar a Michael Weyman —dijo la señorita Brewis—. ¡Llevándole a ver el jardín de las camelias en esta época del año! ¡Fingiendo interesarse tanto por el pabellón de tenis!
—Después de todo, el motivo de su presencia aquí es construir el pabellón y tengo entendido que sir George lo construye principalmente por complacer a su esposa.
—No juega bien al tenis —dijo la señorita Brewis—. No vale para ningún deporte. Lo único que quiere es un sitio bonito donde sentarse mientras los demás corren y se sofocan. Ah, sí, ya lo creo, ha hecho todo lo que ha podido para embaucar a Michael Weyman. Y probablemente lo hubiera conseguido si el señor Weyman no hubiera tenido otras cosas en qué pensar.
—Ah —dijo Poirot, poniendo un poquito de mermelada acida en una esquina de su tostada y cogiendo un bocado, con miedo—. ¿Conque el señor Weyman tiene otras cosas en qué pensar?
—Fue la señora Legge quien le recomendó a sir George —dijo la señorita Brewis—. Le conocía antes de casarse. Vivía en Chelsea, creo
[7]
. Ella pintaba antes, ¿sabe?
—Parece una joven muy atractiva e inteligente —dijo Poirot, tanteando el terreno.
—Ah, sí, es muy inteligente —dijo la señorita Brewis—. Ha ido a la Universidad y creo que, si no se hubiera casado, hubiera hecho carrera.
—¿Hace mucho que se ha casado?
—Creo que hace unos tres años. Me parece que el matrimonio no ha resultado muy bien.
—¿Hay... incompatibilidad?
—Él es un hombre extraño, de carácter muy difícil. Anda mucho solo y algunas veces le he visto muy enfadado con ella.
—Ah, bueno —dijo Poirot—; las peleas y las reconciliaciones forman parte de los primeros años de la vida matrimonial. Sin ellas, es posible que la vida fuera muy monótona.
—Desde que ha llegado Michael Weyman, ella le ha dedicado mucho tiempo —dijo la señorita Brewis—. Yo creo que él estaba enamorado de ella antes de que se casara con Alec Legge. Supongo que por parte de ella se trata sólo de un coqueteo.
—Pero ¿al señor Legge no le agradó quizá?
—Nunca se sabe lo que piensa. ¡Es tan vago! Pero creo que últimamente ha estado de peor humor que nunca.
—¿No siente admiración por lady Stubbs?
—Es probable que ella lo creyera así. ¡Piensa que con mover un dedo todos los hombres se enamoran de ella!
—En cualquier caso, si se ha marchado con un hombre, como usted insinúa, no ha sido con el señor Weyman, porque el señor Weyman sigue aquí.
—Es alguien con quien se ha estado viendo a escondidas, no tengo la menor duda —dijo la señorita Brewis—. Con frecuencia se escabulle de la sala a la chita callando y se marcha a los bosques sola. Anteanoche salió. Estaba bostezando y dijo que se iba a la cama. Pero yo la vi, menos de media hora más tarde, escabulléndose por la puerta lateral, con un chal en la cabeza.
Poirot contempló pensativo a la mujer sentada frente a él. Se preguntó si podría concederse algún crédito a las declaraciones de la señorita Brewis en lo que se refería a lady Stubbs, o si estaría tratando de engañarse a sí misma. La señora Folliat, estaba seguro de ello, no compartía las ideas de la señorita Brewis, y la señora Folliat conocía a Hattie mucho mejor de lo que podía conocerla la señorita Brewis. A la señorita Brewis le vendría muy bien que lady Stubbs se hubiera fugado con un amante. Estaría ella para consolar al afligido esposo y para ocuparse con eficiencia de los detalles del divorcio. Pero el que lo deseara no haría que fuera cierto, ni siquiera probable. Si Hattie Stubbs se había marchado con su amante, había escogido un momento muy curioso para hacerlo, pensó Poirot. Por su parte, él no creía, por más vueltas que le daba, que lo hubiera hecho.
La señorita Brewis dio un resoplido y reunió un montón de cartas desparramadas.
—Si sir George quiere realmente que se pongan esos anuncios, será mejor que me ocupe de ello —dijo—. Una completa tontería y una pérdida de tiempo. Ah, buenos días, señora Masterton —añadió al abrirse la puerta y entrar autoritaria la señora Masterton.
—He oído decir que la encuesta ha sido fijada para el jueves —tronó—. Buenas, monsieur Poirot.
La señorita Brewis se detuvo con las manos llenas de cartas.
—¿Puedo servirla en algo, señora Masterton? —preguntó.
—No, gracias, señorita Brewis. Supongo que tendrá usted bastante en qué ocuparse esta mañana, pero sí quiero darle las gracias por el excelente trabajo que desarrolló usted ayer. Es usted tan trabajadora y sabe organizar las cosas tan bien... Todos le estamos muy agradecidos.
—Gracias, señora Masterton.
—Bueno, no quiero entretenerla. Me sentaré a hablar un momento con monsieur Poirot.
—¡Encantado, señora! —dijo Poirot. Se había puesto en pie e hizo una inclinación.
La señora Masterton acercó una butaca y se sentó. La señorita Brewis salió de la habitación, habiendo recuperado su habitual actitud de eficiencia.
—Es una mujer maravillosa —dijo la señora Masterton—. No sé lo que hubieran hecho los Stubbs sin ella. El llevar una casa es muy difícil en estos tiempos. La pobre Hattie no hubiera podido con ese trabajo. Qué cosa más extraordinaria, monsieur Poirot. He venido a preguntarle su opinión.
—¿Qué es lo que
usted
piensa de ello, señora?
—Bueno, no es idea agradable, pero yo creo que tenemos algún individuo patológico por esta región. Espero que no se trate de uno de por aquí. Puede que lo hayan dejado salir de un manicomio... en estos tiempos los dejan salir a medio curar. Lo que quiero decir es que nadie podía desear estrangular a la chica de Tucker. No puede haber el menor motivo, a no ser que se trate de un anormal. Y si ese hombre, quienquiera que sea,
es
anormal, lo probable es que haya estrangulado también a esa pobre chica, Hattie Stubbs. La pobre no es muy despierta. Si se encontró con un hombre de aspecto normal, que le pidió que fuera al bosque a ver cualquier cosa, probablemente se fue con él, dócil como una cordera, sin sospechar nada.
—¿Cree usted que su cadáver estará en algún lugar de la finca?
—Sí, monsieur Poirot, lo creo. Lo encontrarán cuando registren el terreno. Claro que con una extensión de unos sesenta y cinco acres de tierra, habrá mucho que buscar, si lo han metido entre la maleza o lo han tirado por un declive y está en el fondo, entre los árboles. Lo que necesitan son sabuesos —dijo la señora Masterton, y, según hablaba, ella misma parecía un sabueso—. ¡Sabuesos! Llamaré yo misma al jefe de la policía y se lo diré claramente.
—Es muy posible que tenga usted razón, señora —dijo Poirot. Ésta era, evidentemente, la única contestación que podía dársele a la señora Masterton.
—Claro que tengo razón —dijo la señora Masterton—, pero me tiene muy intranquila el que ese hombre ande por los alrededores. Cuando salga de aquí voy a ir a las casas del pueblo, diciendo a las madres que tengan mucho cuidado con sus hijas... que no las dejen salir solas. No resulta agradable, monsieur Poirot, la idea de tener un asesino entre nosotros.
—Una cosa, señora. ¿Cómo pudo un extraño haber entrado en la caseta de los botes? Hubiera necesitado una llave.
—Ah, eso fue muy sencillo —dijo la señora Masterton—. Ella salió de la caseta, naturalmente.