El templete de Nasse-House (20 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

—Sí —dijo—. Ya he pensado en ella. No dejo de pensar en ella, en realidad. Se refiere usted a que el cuerpo está allí, en Nasse, escondido en algún lugar donde no se nos ocurrió buscar. Puede ser, desde luego. Es una posibilidad. En una casa antigua, rodeada de todo ese terreno, habrá lugares en los que nadie pensaría, que nunca llegaría uno a suponer que existieran.

Hizo una pausa, caviló unos instantes y luego dijo:

—Todavía el otro día estuve en una casa. Durante la guerra construyeron un refugio contra los bombardeos. Una gruta endeble, de confección poco menos que casera, en el jardín, junto al muro de la casa, y abrieron un pasadizo desde el refugio hasta la casa, hasta la bodega. Bueno, la guerra terminó, el refugio se derrumbó, hicieron unos montículos y construyeron como una especie de jardín rocoso. Pasando ahora por el jardín, nadie diría que aquello había sido un refugio antiaéreo y que hay una cámara debajo. Parece como si toda la vida hubiera sido un jardín rocoso. Y allí, detrás de una gran tinaja de vino, en la bodega, sigue estando el pasadizo que lleva al refugio. Eso es lo que quiero decir. Una cosa así. Un camino o algo que conduzca a un sitio del que ningún extraño puede tener idea. ¿Supongo que no habrá ningún escondite de los que utilizaban los sacerdotes cuando las persecuciones religiosas?

—No creo... en esa época no.

—Eso es lo que dice el señor Weyman. Dice que la casa fue construida alrededor de 1790. No había razón para que los sacerdotes se ocultaran en esa época. De todos modos, podría haber en alguna parte algún cambio en la estructura de la casa, del que alguien de la familia podía tener noticia. ¿Qué cree usted, monsieur Poirot?

—Es posible, sí —dijo Poirot—.
Mais oui
, decididamente es una idea. Si acepta uno esa posibilidad, lo siguiente es pensar, ¿quién conocería la existencia de algo así? Supongo que cualquiera de los que están en la casa podría saberlo, ¿no le parece?

—Sí. Claro que eso dejaba fuera a De Sousa —el inspector no parecía satisfecho. De Sousa seguía siendo su sospechoso favorito—. Como usted dice, cualquiera que viviera en la casa, un criado o alguien de la familia, podía saberlo. Sería menos probable que lo supiera alguien que se encuentra en la casa sólo de paso. Y gente como los Legge, que viven fuera y sólo van de visita, todavía menos probable.

—La persona que con toda seguridad conocería la existencia de una cosa así y que podía decírselo, si se lo pregunta, es la señora Folliat —dijo Poirot, plenamente convencido.

La señora Folliat, pensó, sabía todo lo que había que saber sobre Nasse House. La señora Folliat sabía muchas cosas... La señora Folliat había sabido desde el primer momento que Hattie Stubbs estaba muerta. La señora Folliat sabía, antes de que Marlene y Hattie Stubbs murieran, que el mundo era muy malo y que había gente muy mala en él. La señora Folliat, pensó Poirot irritado, era la clave de todo el asunto. Pero la señora Folliat no iba a descubrir su secreto fácilmente.

—Me he entrevistado con esa señora varias veces —dijo el inspector—. Muy amable, muy agradable, y parece disgustarle mucho el no poder aportar ninguna idea que nos ayude.

«¿No puede o no quiere?», pensó Poirot; Bland, posiblemente, pensaba lo mismo.

—Hay cierta clase de señoras a las que uno no puede obligar a hablar. No puede uno asustarlas ni convencerlas ni engañarlas.

«No —pensó Poirot—, ni se podía obligar, ni convencer ni engañar a la señora Folliat.»

El inspector había terminado de tomar su té, había suspirado y se había marchado, y Poirot había sacado su rompecabezas para aliviar su creciente exasperación. Porque estaba exasperado. Exasperado y humillado al mismo tiempo. La señora Oliver le había llamado a él, Hércules Poirot, para aclarar un misterio. Tenía la impresión de que algo andaba mal, y era cierto, algo andaba mal. Había acudido esperanzada a Poirot, primero, para evitar el mal, y no lo había evitado, y, segundo para descubrir al asesino, y no había descubierto al asesino. Se hallaba sumergido en la niebla, en la niebla en la que, de cuando en cuando, surgen resplandores que ciegan. De cuando en cuando, o así se lo parecía a él, había visto uno de esos resplandores fugaces. Y nunca había podido llegar más lejos. No había podido valorar lo que le parecía haber visto por un momento.

Poirot se levantó, cruzó al otro lado de la chimenea, colocó la otra butaca cruzada de modo que formara un ángulo perfecto con el hogar, y se sentó en ella. Había pasado del rompecabezas de cartón y madera pintada al rompecabezas de un asesino. Sacó de su bolsillo un cuadernito y escribió con su letra pequeña y clara:

«Étienne de Sousa, Amanda Brewis, Alec Legge, Sally Legge, Michael Weyman.»

Era materialmente imposible que sir George o Jim Warburton hubieran matado a Marlene Tucker. Como no era materialmente imposible que la señora Oliver lo hubiera hecho, añadió su nombre, después de una breve pausa. También añadió el nombre de la señora Masterton, puesto que no recordaba haberla visto constantemente en el césped entre las cuatro y las cinco menos cuarto. Añadió el nombre de Hender, el mayordomo; más bien porque en la Persecución del Asesino, figuraba un mayordomo siniestro que porque sospechara realmente del moreno artista del gong. También escribió «chico de la camisa de tortugas», seguido de un signo de interrogación. Luego sonrió, meneó la cabeza, cogió un alfiler de la solapa de la chaqueta, cerró los ojos y pinchó en él. Era un sistema tan bueno como cualquier otro, pensó.

Se irritó justificadamente cuando comprobó que el alfiler había traspasado el último nombre.

—Soy un imbécil —dijo Hércules Poirot—. ¿Qué tiene que ver con esto el chico de la camisa de las tortugas?

Pero también se dio cuenta de que debía haber tenido alguna razón para incluir ese enigmático personaje en la lista. Recordó de nuevo el día en que estaba sentado en el templete y la cara de sorpresa del chico al verle allí. No era una cara muy agradable, a pesar de su belleza juvenil. Una cara arrogante y cruel. El joven había ido allí con algún fin. Había ido a encontrarse con alguien, de donde resultaba que ese alguien era una persona con quien no podía o no quería encontrarse de modo normal. Era un encuentro sobre el que no debía llamarse la atención. Un encuentro culpable. ¿Tendría algo que ver con el asesinato?

Poirot continuó con sus reflexiones. Era un chico que estaba en el Albergue Juvenil, un chico, por lo tanto, que sólo podía estar allí dos noches como máximo. ¿Habría ido allí por casualidad? ¿Sería uno de los muchos estudiantes jóvenes que visitan Gran Bretaña? ¿O habría ido allí por un motivo determinado, para encontrarse con determinada persona? Podrían haberse encontrado en la fiesta de un modo al parecer casual... acaso se habían encontrado. ¿Cómo saberlo?

Sé muchas cosas, se dijo Poirot. Tengo en mis manos muchas, muchas piezas de este rompecabezas. Tengo una idea acerca de la clase de crimen de que se trata... pero seguramente no miro a todo ello del modo que es debido.

Volvió una página de su cuaderno y escribió:
¿Le pidió lady Stubbs a la señorita Brewis que llevara el té a Marlene? Si no se lo pidió, ¿por qué la señorita Brewis dice que sí lo hizo?

Se puso a considerar la cuestión. Hubiera sido muy normal que a la señorita Brewis se le hubiera ocurrido llevarle a la chica unos pasteles y una bebida. Pero de ser así, ¿por qué no decirlo sencillamente? ¿Por qué iba a mentir y decir que lady Stubbs le había pedida que lo hiciera? ¿Habría ido la señorita Brewis a la caseta de los botes y encontrado a Marlene muerta y de ahí la mentira? A no ser que la señorita Brewis fuera la asesina, parecía muy poco probable. No era una mujer nerviosa ni imaginativa. Si hubiera encontrado a la chica muerta, ¿no sería lo más probable que hubiera dado la voz de alarma inmediatamente?

Se quedó contemplando durante algún tiempo las dos preguntas que acababa de escribir. No pudo evitar el pensar que en medio de aquellas palabras que acababa de escribir debía de haber algo que señalaba hacia la verdad y que él no era capaz de ver. Después de reflexionar durante cuatro o cinco minutos, escribió algo más.

Étienne de Sousa declara que escribió a su prima tres semanas antes de su llegada a Nasse House. ¿Es cierta o falsa esta declaración?

Poirot tenía la casi certeza de que era falsa. Recordó la escena durante el desayuno. No parecía haber la menor razón para que sir George y lady Stubbs fingieran una sorpresa (lady Stubbs incluso una consternación) que no sentían. No podía imaginar qué fin perseguían con ello. Sin embargo, concediendo que Étienne de Sousa hubiera mentido, ¿
por qué
había mentido? ¿Para dar la impresión de que su visita había sido anunciada y admitida? Podía ser, pero era un motivo muy poco convincente. Desde luego, no había prueba alguna de que semejante carta hubiera sido escrita o recibida. ¿Sería un intento por parte de Étienne de Sousa de demostrar su buena fe, de hacer que su visita pareciera natural e incluso esperada? Realmente, sir George le había recibido muy amistosamente, aunque no lo conocía.

Poirot hizo una pausa, deteniéndose en este pensamiento.
Sir George no conocía a De Sousa. Su esposa, que le conocía, no lo había visto
. ¿Habría algo de esto? ¿Sería posible que el Étienne de Sousa que había llegado aquel día a la fiesta no fuera el verdadero Étienne de Sousa? Consideró la cuestión, pero tampoco encontró un motivo que la justificara. ¿Qué iba a ganar De Sousa? En cualquier caso, a De Sousa no le beneficiaba la muerte de Hattie. Hattie, según la policía había averiguado, no tenia dinero propio, excepto el de su esposo.

Poirot trató de recordar con exactitud lo que le había dicho lady Stubbs aquella mañana. «Es un hombre malo. Hace cosas malas.» Y, según Bland, le había dicho a su esposo: «Mata a la gente.» Examinando todos los hechos, había en todo eso algo significativo.
Mata a la gente
.

El día en que Étienne de Sousa había llegado a Nasse House, una persona había sido asesinada con toda seguridad, posiblemente dos personas. La señora Folliat había dicho que no había que hacer caso de las frases melodramáticas de Hattie. Lo había dicho con mucha insistencia. La señora Folliat...

Hércules Poirot frunció el ceño; luego dio un golpe con la mano en el brazo del sillón.

—Siempre, siempre vuelvo a la señora Folliat. Es la clave de todo este asunto. Si yo supiera lo que ella sabe... No puedo seguir más tiempo sentado en un sillón, limitándome a pensar. No, tengo que coger un tren y volver a Devon para hacer una visita a la señora Folliat.

2

Hércules Poirot se detuvo un instante ante las grandes puertas de hierro forjado de Nasse House. Miró la calzada en curva que se extendía ante él. El verano había terminado. Las hojas doradas caían de los árboles, revoloteando suavemente. Los pequeños ciclámenes ponían una nota de color en las lomas de hierba situadas en primer término. Poirot lanzó un suspiro. La belleza de Nasse House le atraía, aun a su pesar. No sentía gran admiración por la belleza salvaje; le gustaban las recortadas y en orden; pero no podía dejar de apreciar la belleza, a un tiempo suave y salvaje, de aquellos árboles y arbustos.

A la izquierda estaba la casita blanca de la señora Folliat. Hacía buena tarde. Probablemente la señora Folliat no estaría en casa. Andaría por los alrededores, con su cesta de jardinera, o si no, visitando a algunos vecinos. Tenía muchos amigos. Éste era su hogar y había sido su hogar durante muchos años. ¿Qué era lo que le había dicho el viejo del embarcadero? «Siempre seguramente habrá algún Folliat en Nasse House.»

Poirot golpeó suavemente con los nudillos la puerta de la casa. Después de unos segundos de espera, oyó pasos dentro. Le parecieron unos pasos lentos y algo vacilantes. Luego se abrió la puerta y la señora Folliat apareció en el umbral. Poirot se sobresaltó al verla tan vieja y tan frágil. Ella le miró durante unos segundos, como si no creyera lo que veía, y luego dijo:

—¡Monsieur Poirot! ¡Usted!

Por un momento, le pareció que había visto el miedo asomar a sus ojos, pero acaso ello fuera pura imaginación por su parte. Dijo cortésmente:

—¿Puedo pasar, señora?

—Naturalmente.

Había recobrado todo su equilibrio, le hizo seña de que entrara y le condujo a su pequeña salita. En ella había un par de butacas cubiertas con exquisitos tapices de punto de aguja, sobre una mesita, un servicio de té de porcelana de Derby y en la repisa de la chimenea varias figuras de delicada porcelana procedentes de Chelsea. La señora Folliat dijo:

—Iré a buscar otra taza.

Poirot alzó la mano en débil protesta, pero ella no admitió la protesta.

—Tiene que tomar una tacita.

La señora Folliat salió de la habitación. Poirot echó una nueva ojeada a su alrededor. Una labor de punto de aguja con la aguja clavada descansaba sobre la mesa. Contra la pared había una estantería con libros. En la pared había un racimo de miniaturas y una fotografía borrosa, en un marco de plata, de un hombre con uniforme, con bigotes tiesos y barbilla débil.

La señora Folliat volvió a la habitación llevando una taza con su plato.

—¿Es su marido, señora? —dijo Poirot.

—Si.

Observando que la mirada de Poirot resbalaba por la repisa de la estantería, como si buscara más fotografías, la señora Folliat dijo bruscamente:

—No soy aficionada a las fotografías. Le hacen a una vivir el pasado. Hay que aprender a olvidar. Hay que cortar las ramas secas.

Poirot recordó que la primera vez que había visto a la señora Folliat estaba recortando un arbusto con unas tijeras. Recordaba que había dicho algo entonces sobre las ramas secas. La miró pensativo tratando de llegar al fondo de su carácter. Era una mujer enigmática, pensó, y, a pesar de su dulzura y su fragilidad, tenía una faceta que podía ser cruel. Una mujer que podía cortar ramas secas, no solamente de la plantas, sino también de su propia vida...

La señora Folliat se sentó y sirvió una taza de té, preguntando:

—¿Leche? ¿Azúcar?

—Tres terrones de azúcar, si me hace usted el favor, señora.

Ella le tendió su taza y dijo en tono de desconfianza:

—Me sorprendió el verle. No sé por qué, no creí que volviera usted a pasar por esta parte del mundo.

—No estoy pasando, exactamente —dijo Poirot.

—¿No?

Hizo la pregunta levantando ligeramente las cejas.

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