—Mi visita a esta región es intencionada.
Ella siguió mirándole interrogante.
—He venido en parte para verla a usted, señora.
—¿Sí?
—Para empezar... ¿No habrá habido noticias de la joven lady Stubbs?
La señora Folliat negó con un suave movimiento de cabeza.
—El otro día, en Cornualles, la marea arrojó un cadáver a tierra —dijo—. George fue allí para ver si podía identificarlo. Pero no era ella. —añadió—: Me da mucha pena George. La tensión ha sido muy grande para él.
—¿Sigue creyendo que su mujer puede estar viva?
La señora Folliat negó con un movimiento lento de cabeza.
—Creo —dijo— que está perdiendo las esperanzas. Después de todo, si Hattie estuviera viva, no le sería posible ocultarse, con toda la Prensa y la policía detrás de ella. Incluso si le hubiera ocurrido algo como la pérdida de la memoria..., bueno, la policía la habría encontrado a estas horas, ¿no es cierto?
—Sí, es de suponer que sí —dijo Poirot—. ¿Sigue buscándola la policía?
—Me figuro que sí. No lo sé en realidad.
—Pero sir George ha perdido las esperanzas.
—Él no lo dice —dijo la señora Folliat—. Claro que no lo he visto recientemente. Se ha pasado en Londres la mayor parte del tiempo.
—¿Y la chica asesinada? ¿No ha habido ningún progreso en este asunto?
—Que yo sepa, no. Parece un asesinato sin sentido, sin el menor objeto... Pobre chica.
—Veo, señora, que todavía le disgusta pensar en ella.
La señora Folliat no contestó en seguida. Pasados unos segundos dijo:
—Creo que cuando se es viejo, la muerte de una persona joven le disgusta a uno de un modo exagerado. Nosotros los viejos tenemos que morir, pero aquella chica tenía toda la vida por delante.
—Oh, quizá no hubiera sido una vida muy interesante.
—Puede que no, desde nuestro punto de vista, pero quizás a ella le pareciera interesante.
—Y aunque, como usted dice, los viejos tenemos que morir —dijo Poirot— no lo deseamos en realidad. Por lo menos
yo
no quiero morir. Todavía encuentro interesante la vida.
—Yo creo que no.
Habló más para sí misma que para él, con los hombros aún más hundidos.
—Estoy muy cansada, monsieur Poirot. Cuando llegue mi hora, no sólo estaré dispuesta, sino que la recibiré con alegría.
Él le dirigió una mirada fugaz. Como en otra ocasión, se preguntó si estaría hablando con una mujer enferma, una mujer que presentía o que tenía la certeza de la proximidad de la muerte. De otro modo no encontraba justificación a su intenso cansancio y la lasitud de su porte. Le parecía que aquella lasitud no era característica de la señora Folliat. Amy Folliat debía ser una mujer de carácter, enérgica y decidida. Había sobrellevado muchos disgustos, la pérdida de su hogar y de su fortuna, la muerte de sus hijos. Había sobrevivido a todo esto. Había cortado «las ramas secas», según su expresión. Pero entonces había en su vida algo que no podía cortar, que nadie podía cortarle. Si no se trataba de una enfermedad física no veía qué podía ser. Ella sonrió, como si leyera sus pensamientos.
—En realidad, monsieur Poirot, no tengo mucho por qué vivir. Tengo muchos amigos, pero ningún pariente cercano, ni familia.
—Tiene usted su hogar —dijo Poirot en un arranque.
—¿Quiere usted decir Nasse? Sí....
—Es su hogar, aunque legalmente pertenezca a sir George Stubbs. Ahora que sir George se ha ido a Londres, gobierna usted en su hogar.
De nuevo sorprendió en sus ojos aquella expresión de miedo. Cuándo habló, lo hizo con voz fría.
—No comprendo qué es lo que quiere usted decir, monsieur Poirot. Le agradezco a sir George que me alquile esta casa, pero me la alquila. Le pago al año por la casa, con derecho a pasear por toda la finca.
Poirot extendió las manos.
—Le ruego me disculpe, señora. No era mi intención el ofenderla.
—Seguramente le he interpretado mal —dijo la señora Folliat, fríamente.
—Es un lugar muy hermoso —dijo Poirot—. La casa es hermosa y la tierra que la rodea es hermosa. Se respira una paz, una serenidad muy grandes.
—Sí —el rostro de ella se iluminó—. Siempre hemos experimentado esa sensación. Lo sentí la primera vez que vine aquí siendo una chiquilla.
—¿Pero se respira ahora la misma paz, la misma serenidad?
—¿Por qué no?
—Porque un crimen sigue impune —asestó Poirot—; se ha derramado sangre inocente. Hasta que se aclare el misterio, no habrá paz aquí. Y creo, señora, que usted lo sabe tan bien como yo.
La señora Folliat no contestó. Ni se movió ni dijo una palabra. Permaneció completamente inmóvil y Poirot no tenía idea de lo que estaba pensando. Se inclinó un poco y dijo:
—Señora, usted sabe muchas cosas, puede que sepa todo lo que hay que saber sobre este asesinato. Sabe usted quién mató a la chica y sabe usted por qué. Sabe usted quién mató a Hattie Stubbs; puede que sepa dónde se encuentra su cadáver en estos momentos.
Entonces la señora Folliat habló. Con voz alta, casi dura.
—No sé nada —dijo—.
Nada
.
—Puede que no me haya expresado bien. No sabe usted la verdad, pero la adivina. Estoy completamente seguro de ello.
—¡Es usted..., y perdone, absurdo!
—No es absurdo; es algo muy distinto, es peligroso.
—¿Peligroso? ¿Para quién?
—Para usted, señora. Mientras guarde usted para sí lo que sabe, está usted en peligro. Conozco a los asesinos mejor que usted, señora.
—Ya se lo he dicho a usted, no sé nada.
—Sospecha, entonces...
—No sospecho nada.
—Eso, perdóneme, señora, no es cierto.
—Hablar por simples sospechas no estaría bien, sería una mala acción.
Poirot se inclinó hacia ella.
—¿Tan mala como la que se cometió hace un mes?
Ella se encogió en su asiento, haciéndose un montón.
—No me hable de eso —dijo en un susurro. Y luego añadió estremeciéndose—. De todos modos, ya ha pasado. Todo ha terminado.
—¿Cómo lo sabe usted, señora? Se lo digo por experiencia: los asesinos nunca terminan de matar.
Ella hizo un movimiento negativo de cabeza.
—No. No. Ya se ha acabado. Y además no puedo hacer nada. Nada.
Poirot se puso en pie y se quedó mirándola.
—Si hasta la policía se ha dado por vencida... —dijo la señora Folliat, angustiada.
Poirot negó con la cabeza.
—Ah, no, señora; está usted equivocada. La policía no se ha dado por vencida. Y yo —añadió— tampoco me doy por vencido. Recuerde, señora. Yo, Hércules Poirot, no me doy por vencido.
Fue un mutis muy típico de Poirot.
Después de salir de Nasse, Poirot se fue al pueblo, donde preguntando encontró la casa ocupada por los Tucker. Su llamada quedó sin respuesta durante algún tiempo, ahogada por la voz aguda de la señora Tucker.
—...¿En qué estarás pensando, Jim Tucker, para poner tus botas en mi linóleo? No te lo he dicho una vez, te lo he dicho mil veces. Me he pasado la mañana limpiándolo, y míralo ahora.
Un rumor sordo fue la reacción del señor Tucker a esas observaciones. En conjunto, era un rumor conciliador.
—No tienes por qué olvidarlo. Todo por tu manía de poner en la radio las noticias de deportes. No hubieras tardado ni dos minutos en quitarte las botas. Y tú, Gary, a ver lo que haces con ese caramelo. No te consiento que pongas los dedos pringosos en mi mejor tetera de plata. Marilyn, alguien llama a la puerta. Vete a ver quién es.
Se abrió la puerta con cuidado y una niña de unos once años se quedó mirando a Poirot con desconfianza. Tenía un caramelo en la boca, que le hinchaba una de las mejillas. Era una niña gorda, con pequeños ojos azules y belleza de cerdito.
—Es un señor, mami —gritó.
La señora Tucker, con mechones de pelo colgándote sobre el rostro acalorado, se acercó a la puerta.
—¿Qué hay? —preguntó con viveza—. No necesitamos...
Hizo una pausa y en su rostro apareció una vaga expresión de reconocimiento.
—Espere un momento; ¿no estaba usted aquel día con la policía?
—Siento, señora, haberle traído recuerdos tristes —dijo Poirot, pisando con firmeza en el interior.
La señora Tucker dirigió a sus pies una rápida mirada de agonía, pero los puntiagudos zapatos de charol de Poirot sólo habían pisado la carretera principal y no dejaron rastro de fango en el reluciente linóleo de la señora Tucker.
—Pase, señor, por favor —dijo ella, retrocediendo ante Poirot y abriendo una puerta situada a la derecha.
Poirot fue introducido en un saloncito desoladamente ordenado, que olía a cera de pulir muebles y en el que había un juego estilo jacobino, una mesa redonda, dos geranios en sus correspondientes macetas, un guardafuegos de bronce, muy complicado, y una gran variedad de delicadas figuritas de porcelana.
—Siéntese, señor, por favor. No recuerdo su nombre. En realidad, no creo que lo haya oído nunca.
—Mi nombre es Hércules Poirot —dijo Poirot rápidamente—. Me encuentro de nuevo por estas tierras y he venido a ofrecerles mi sentido pésame y a preguntarles si ha habido algún progreso. ¿Supongo que el asesino de su hija habrá sido hallado?
—No se sabe nada de él —dijo la señora Tucker, hablando con cierta amargura—; y es una verdadera vergüenza, si quiere que le diga la verdad. A mí me parece que la policía no se molesta por gentes como nosotros. Y además, ¿para qué sirve la policía? Si todos son como Bob Hoskins, no me extrañaría que todo el país fuera un conjunto de criminales. Lo único que hace Bob Hoskins es pasar el tiempo mirando dentro de los coches que se paran en el parque.
En este momento, apareció en la puerta el señor Tucker, sin botas, con los pies enfundados en unos calcetines. Era un hombre alto, de cara colorada y expresión pacífica.
—Los policías tienen su mérito —dijo con voz ronca—; tienen sus preocupaciones como todo el mundo. Estos maniáticos no son fáciles de coger. Se parecen a usted, o a mí..., no sé si me entiende —añadió, hablando a Poirot directamente.
La pequeña que había abierto la puerta a Poirot apareció detrás de su padre, y un niño de unos ocho años asomaba la cabeza por el hombro de su hermana. Todos se quedaron mirando a Poirot, con intenso interés.
—Ésta es su hija pequeña, ¿eh? —dijo Poirot.
—Ésta es Marilyn —dijo la señora Tucker—, Y éste es Gary. Ven a saludar a este señor, Gary, y a ver qué modales tienes.
Gary se marchó a esconderse.
—Es muy vergonzoso —dijo la madre.
—Muy amable por su parte, señor —dijo el señor Tucker— el venir a preguntar por lo de Marlene. ¡Ha sido un asunto horrible!
—Acabo de visitar a la señora Folliat —dijo monsieur Poirot—. También ella parece muy afectada por este asunto.
—Desde entonces no anda bien —dijo la señora Tucker—. Es una señora muy mayor y la impresión ha sido muy grande para ella y más todavía habiendo ocurrido en su propia casa.
Poirot observó una vez más cómo todo el mundo, inconscientemente, consideraba a la señora Folliat como a la dueña de Nasse House.
—Le hace sentirse un poco responsable —dijo el señor Tucker—; aunque claro que ella no tuvo nada que ver con este asunto.
—¿Quién fue exactamente el que propuso que Marlene hiciera el papel de víctima?
—preguntó Poirot.
—La señora de Londres, la que escribe libros —se apresuró a decir el señor Tucker.
Poirot dijo suavemente:
—Pero si no era de aquí. Ni siquiera conocía a Marlene.
—Fue la señora Masterton la que reunió a todas las chicas —dijo la señora Tucker—, y me figuro que fue la señora Masterton quien dijo que lo hiciera Marlene. Y a Marlene le encantó la idea.
De nuevo se encontró Poirot con que tropezaba con una pared en blanco. Pero ahora sabía lo que había sentido la señora Oliver cuando le había mandado llamar. Alguien había estado trabajando en la sombra, alguien que había hecho cumplir sus deseos por medio de personas de representación. La señora Oliver, la señora Masterton, eran los figurones.
—He estado preguntándome, señora Tucker —dijo Poirot—, si Marlene conocería a algún..., ¡hum!, a algún loco homicida.
—¡Cómo iba a conocer a una persona así! —dijo la señora Tucker, escandalizada.
—Pero es que, como acaba de observar su marido —dijo Poirot—, es muy difícil identificar a estos locos. Tienen el mismo aspecto que... que podemos tener usted y yo. Puede que a Marlene le haya hablado alguien en la fiesta, o antes. Puede haberse hecho amigo de ella de un modo inocente, haberle hecho regalos, por ejemplo.
—No, no, señor; nada de eso. Marlene no hubiera aceptado regalos de un desconocido. No la he educado tan mal como para poder obrar así.
—Pero puede que no haya visto nada malo en ello —insistió Poirot—. Supongamos que una señora muy amable le ofreciera alguna cosa...
—¿Alguien, quiere usted decir, como la señora Legge, la de Mill Cottage?
—Sí —dijo Poirot—; alguien así.
—Una vez le dio una barra de labios, sí, señor —dijo la señora Tucker—. ¡Me enfadé muchísimo! No consentiré que te pongas esa basura en la cara, Marlene, le dije. Piensa en lo que diría tu padre. Bueno, pues me dijo, toda descarada «me lo dio la señora de la casa de Lawder. Me dijo que me Sentaría muy bien». Bueno, le dije yo, no tienes que escuchar lo que digan las señoras de Londres. Eso está bien para ellas, pintarse la cara, ponerse negro en los ojos y en las pestañas y todo eso. Pero tú eres una chica decente, dije, y llevarás la cara lavada con agua y jabón hasta que seas mucho mayor de lo que eres.
—Pero me figuro que ella no estaría de acuerdo con usted —dijo Poirot sonriendo.
—Cuando yo digo una cosa, se hace —dijo la señora Tucker.
La gorda Marilyn saltó de pronto una risita divertida. Poirot le dirigió una mirada rápida.
—¿Le dio la señora Legge alguna otra cosa? —preguntó.
—Creo que le dio un pañuelo o algo así, uno que ya no usaba ella. Muy llamativo, pero no de buena calidad. Yo sé cuando una cosa es de calidad —dijo la señora Tucker moviendo la cabeza—. De chica trabajé en Nasse House. Aquéllas eran sedas, las que llevaban las señoras en aquellos tiempos. Nada de colorines y nylon y seda artificial; seda pura. ¡Qué digo, si algunos de aquellos vestidos de tafetán se tenían solos!
—A las chicas les gusta arreglarse un poco —dijo el señor Tucker indulgente—. A mí no me molestan los colores vivos, pero no consiento esa porquería de pintura en la boca.