Concluidas las formalidades de rigor, Poirot volvió a hablar.
—¿Está usted ahí, señora?
—Estoy aquí —dijo la señora Oliver—. Vamos a dejarnos de gastar dinero preguntándonos si estamos aquí. ¿De qué se trata?
—Es algo muy importante. ¿Recuerda usted su Persecución del Asesino?
—Pues claro que la recuerdo. Me parece que era de eso precisamente de lo que estábamos hablando, ¿no era así?
—Cometí un error muy grave —dijo Poirot—. No leí el resumen que hizo usted para los concursantes. Ante la importancia de descubrir al asesino, esto otro parecía no tener valor. Me equivoqué. Lo tenía. Usted es la persona sensitiva, señora. A usted la afecta la atmósfera, la personalidad de las personas que conoce. Y estas personas se reflejan en sus obras. No exactamente iguales a la realidad, pero son la inspiración de donde su cerebro extrae sus creaciones.
—Me gusta su lenguaje florido —dijo remarcando las palabras la señora Oliver—. Pero ¿qué quiere usted decir con exactitud?
—Que, desde el principio, ha sabido usted más de este crimen de lo que usted misma creía. Vamos ahora con la pregunta que quería decirle..., dos preguntas en realidad; pero la primera es muy importante. ¿Cuando empezó usted a organizar su Persecución del Asesino, pensaba usted ni remotamente que el cadáver fuera descubierto en la caseta de los botes?
—No.
—¿Dónde había pensado, señora Oliver, que fuera descubierto?
—En aquel pequeño cenador tan gracioso, metido entre los rododendros, cerca de la casa. Me parecía el lugar ideal. Pero entonces, alguien, no recuerdo quién, empezó a insistir en que era mejor en el templete. ¡Eso, claro, era
absurdo
! Es decir, cualquiera podía llegar allí por casualidad y encontrar el cadáver, sin haber seguido ni una sola pista. ¡La gente es tan tonta! ¡Como es natural, no pude consentir en
eso
!
—Entonces, a cambio del cenador aceptó usted la caseta, ¿verdad?
—Sí, así es como ocurrió. En realidad, lo de la caseta no estaba mal, aunque yo sigo pensando que hubiera sido mejor el cenador.
—Sí, ésa es la técnica que me esbozó usted el primer día. Y hay otra cosa todavía. ¿Recuerda usted que me dijo que la última pista estaba escrita en uno de los tebeos que le llevaron a Marlene para que se entretuviera?
—Sí, claro.
—Dígame, ¿era algo así como... —hizo un esfuerzo mental para situarse de nuevo en el momento en que había estado leyendo las frases mal escritas—: «Alberto sale con Doreen», «Georgie Porgie besa a las exploradoras en el bosque», «Peter pellizca a las chicas en el cine»?
—¡Qué barbaridad, nada de eso! —dijo la señora Oliver ligeramente escandalizada—. No era nada tan tonto como eso. No, mi clave era completamente sencilla —bajó la voz y habló en tono misterioso—. «Mira en la mochila de la exploradora.»
—
Epatant!
—exclamó Poirot—.
Epatant!
Naturalmente, el tebeo donde estaba escrito eso tenía que ser retirado de allí. ¡Podía haber dado alguna idea a alguien!
—La mochila, por supuesto, estaba en el suelo, junto al cadáver, y...
—Pero yo estoy pensando en otra mochila.
—Me está usted armando un lío con todas esas mochilas —se quejó la señora Oliver—. En mi historia no había más que una. ¿No quiere usted saber lo que había dentro?
—De ningún modo —dijo Poirot—. Es decir —añadió amable y cortésmente—, me encantaría oírlo, naturalmente, pero...
La señora Oliver pasó por encima del «pero».
—A
mí
me parece muy ingenioso —dijo con orgullo creador—. En la mochila de Marlene, que se suponía era la mochila de la yugoslava, no sé si me entiende...
—Sí, sí —dijo Poirot, disponiéndose a perderse en la niebla una vez más.
—Bueno, en la mochila estaba la botella de medicina, que contenía el veneno con que el hacendado había envenenado a su esposa. ¿Entiende? La chica yugoslava había estado aquí haciendo prácticas de enfermera, y estaba en la casa cuando el coronel Blunt había envenenado a su primera esposa por el dinero. Y ella, la enfermera, había cogido la botella y la había escondido, y luego volvió para hacerlo víctima de un escándalo. Y por eso, claro, la mató. ¿Encaja esto, monsieur Poirot?
—¿Si encaja dónde?
—Con sus ideas —dijo la señora Oliver.
—En absoluto. —dijo Poirot, pero se apresuró a añadir—: De todos modos, la felicito, señora. Estoy seguro de que la Persecución del Asesino era tan ingeniosa que nadie ganó el premio.
—Sí que lo ganaron —dijo la señora Oliver—. Ya muy tarde, a eso de las siete. Una vieja muy obstinada y a la que se tiene por medio tonta. Fue pasando de pista en pista y llegó a la caseta en actitud triunfal, pero claro, la policía estaba allí. Entonces se enteró del asesinato y me figuro que fue la última persona de la fiesta en enterarse. De todos modos, le dieron el premio. —y añadió con satisfacción—: Aquel horrible joven de las pecas, que dijo que bebo tanto como un cosaco, no pasó del jardín de las camelias.
—Algún día, señora —dijo Poirot—, tiene usted que contarme desde el principio al fin y con todo detalle esa historia.
—En realidad —dijo la señora Oliver—, estoy pensando en convertirla en un libro. Sería una verdadera pena no aprovecharla.
Y diremos, de paso, que unos tres años más tarde, Hércules Poirot leyó «La mujer del bosque», de Ariadne Oliver, y al leerlo se preguntaba por qué algunos de los personajes y de los incidentes le parecían vagamente familiares.
Se ponía el sol cuando Poirot llegó a lo que era llamado oficialmente Mill Cottage y conocido por las gentes de la localidad como la «casa rosa» junto a la ensenada de Lawder. Dio unos golpecitos en la puerta y ésta se abrió tan repentinamente que retrocedió asustado. El joven de aspecto airado que apareció en la puerta se le quedó mirando un momento sin reconocerle. Luego se rió.
—Hola —dijo—. Si es el sabueso. Entre, monsieur Poirot. Estoy haciendo las maletas.
Poirot aceptó la invitación y entró en la casa. Estaba amueblada sencillamente. Y las cosas personales de Alec Legge ocupaban en aquel momento un espacio considerable de la habitación. Libros, papeles y prendas de vestir tirados por todas partes y en el suelo había una maleta abierta.
—Levantando la casa definitivamente —dijo Alec Legge—. Sally se ha marchado. Supongo que lo sabía usted.
—No, no lo sabía.
Alec soltó una risita.
—Me alegro de que haya algo que usted no sepa. Sí, se ha cansado de vivir conmigo. Va a unir su vida a la de aquel arquitecto insípido.
—Lo siento —dijo Poirot.
—No sé por qué ha de sentirlo usted.
—Lo siento —repitió Poirot, apartando dos libros y una camisa y sentándose en una esquina del sofá— porque no creo que vaya a ser tan feliz con él como lo sería con usted.
—No ha sido muy feliz conmigo, que digamos, en estos seis meses.
—Seis meses no son toda la vida —dijo Poirot—; es un espacio de tiempo muy corto, del que puede arrancar una larga vida en común.
—Está usted hablando como un cura.
—Puede que sí. No se ofenda si le digo, señor Legge, que si su esposa no ha sido feliz con usted, probablemente ha sido la culpa más suya que de ella.
—Ella, desde luego, lo cree así. Supongo que tendré yo la culpa de todo...
—De todo, no, pero sí de algunas cosas.
—Ah, bueno, écheme a mí toda la culpa. Lo mejor que podía hacer era tirarme al maldito río y acabar de una vez.
Poirot le miró pensativo.
—Me alegra ver —observó— que está usted ahora más preocupado por sus propios asuntos personales que por los del mundo.
—Me importa un bledo el mundo. —dijo el señor Legge. Y añadió con amargura—: Parece que he hecho el tonto en toda regla...
—Sí —dijo Poirot—. Yo creo que su conducta ha sido más desgraciada que reprensible.
Alec Legge se le quedó mirando.
—¿Quién le pagó para que me espiara? —preguntó.
—¿Qué le hace pensar en eso?
—Bueno, oficialmente no ha ocurrido nada. Conque he sacado la conclusión de que me ha seguido usted particularmente.
—Está usted en un error —contestó Poirot—. Nunca le he espiado a usted. Cuando vine aquí, no tenía la menor idea de su existencia.
—Entonces, ¿cómo sabe usted si he sido desgraciado, si he sido el tonto o qué?
—Como resultado de la observación y la reflexión —dijo Poirot—. ¿Quiere que haga una pequeña conjetura y usted me dice si estoy en lo cierto?
—Puede usted hacer todas las conjeturas que guste —dijo Alec Legge—. Pero no espere que yo juegue con usted.
—Creo —dijo Poirot— que hace algunos años tenía usted interés y simpatía por cierto partido político. Igual que muchos jóvenes dedicados a la ciencia. En su profesión, esas simpatías y esas tendencias son miradas con prevención, naturalmente. No creo que usted se comprometiera nunca en serio, pero
sí
creo que le presionaron para que consolidara su posición de un modo que usted no quería. Trató de retirarse y le amenazaron. Le dijeron a usted que se encontrara con determinada persona. No sé si llegaré a saber algún día el nombre de aquel joven. Para mí será siempre «el joven de la camisa de las tortugas».
De pronto, Alec Legge soltó una carcajada.
—Me figuro que aquella camisa debía ser todo un poema. En aquellos momentos no podía ver el lado cómico de las cosas.
Hércules Poirot continuó:
—Con su preocupación por los destinos del mundo y por lo difícil de su propia situación, permítame que le diga que se convirtió usted en un hombre con el que era casi imposible que ninguna mujer pudiera ser feliz. No se confió usted a su esposa. No hizo usted bien, porque su esposa era una mujer leal, y si hubiera sabido lo desgraciado y desesperado que estaba usted, se hubiera puesto a su lado de todo corazón. Pero, en vez de eso, empezó a compararle a usted con un antiguo amigo suyo, Michael Weyman, comparación de la que usted salía un tanto perjudicado.
Se puso en pie.
—Yo le aconsejo, señor Legge, que termine usted de hacer su equipaje lo más pronto posible, que siga a su esposa a Londres, que le pida que le perdone y le cuente todo lo que ha pasado usted.
—¡Conque me aconseja usted todo eso! —dijo Alec Legge—. ¿Y a usted qué diablos le importa?
—Nada —dijo Hércules Poirot dirigiéndose a la puerta—. Pero siempre tengo razón.
Se produjo un silencio momentáneo. Luego Alec Legge empezó a reír a carcajadas.
—¿Sabe usted —dijo— que creo que voy a seguir su consejo? El divorcio es carísimo. Además, resulta un poco humillante el conseguir a la mujer que se quiere y no ser capaz de retenerla. Voy a subir a su piso de Chelsea y como encuentre allí a Michael le cojo por el cuello de pajarita que lleva y le aprieto hasta que reviente. Voy a pasar un buen rato haciéndolo. Sí, un rato memorable.
De pronto, su rostro se iluminó con una sonrisa extraordinariamente atractiva.
—Perdone mi endiablado carácter —dijo—, y muchas gracias.
Golpeó a Poirot amistosamente en el hombro. Bajo la fuerza del golpe, Poirot vaciló y estuvo a punto de caerse.
Decididamente, la amistad del señor Legge era más dolorosa que su enemistad.
—Y ahora —dijo Poirot al salir de Mill Cottage con los pies doloridos y mirando al cielo, que iba oscureciéndose—, ¿adonde voy?
El jefe de policía y el inspector Bland levantaron la vista con viva curiosidad al ser introducido en la estancia Hércules Poirot. El jefe de policía no estaba precisamente de muy buen humor. Sólo por la insistencia tranquila de Bland había accedido a anular un compromiso que tenía para cenar aquella noche.
—Ya lo sé, Bland, ya lo sé —había dicho, irritado—. Puede que el pequeño belga fuera un mago en sus tiempos... pero, amigo mío, se le pasó la época. ¿Qué edad tiene?
Bland soslayó con diplomacia el tener que contestar a una pregunta que, en cualquier caso, no hubiera podido contestar. El propio Poirot era muy reticente en lo que se refería a su edad.
—El caso es, señor, que él se encontraba
allí
, en el lugar del crimen. Y no hemos avanzado nada por ningún otro camino. Estamos en un callejón sin salida.
El jefe de policía se sonó irritado.
—Lo sé. Lo sé. Ya estoy empezando a creer en el degenerado homicida de la señora Masterton. Incluso estaría dispuesto a emplear sabuesos, si hubiera donde emplearlos.
—Los sabuesos no pueden seguir un olor a través del agua.
—Sí. Ya sé lo que ha pensado usted siempre, Bland. Y me siento inclinado a pensar como usted. Pero es que no hay el menor motivo, ni el más insignificante motivo.
—Puede ser que el motivo esté allá, en las islas.
—¿Que a lo mejor Hattie Stubbs sabía algo de De Sousa? Dada su mentalidad, puede ser razonable lo que usted dice. Era una simple, todo el mundo coincide en ello. Podía soltar lo que sabía a cualquiera y en cualquier momento. ¿Es así cómo lo ve usted?
—Algo así.
—En ese caso, esperó mucho tiempo para cruzar el mar y tomar cartas en el asunto.
—Puede ser, señor, que no supiera con exactitud lo que se había hecho de ella. Él dijo que había visto una nota en una revista de sociedad, donde hablaba de Nasse House y de su hermosa castellana y puede ser que sea cierto y que hasta entonces no supiera dónde estaba o con quién se había casado.
—Pero, al enterarse, vino corriendo en su yate para asesinarla, ¿eh? Me parece muy traído por los pelos, Bland.
—Pero es posible, señor.
—¿Y qué demonios podía saber esa mujer?
—Recuerde lo que le dijo a su marido: «Mata a la gente.»
—¿Que recordara un asesinato? ¿Desde los quince años? ¿Y probablemente sin otra prueba que su palabra? Él no le hubiera dado la menor importancia.
—No conocemos los hechos —dijo Bland testarudo—. Ya sabe usted, señor, que cuando uno sabe
quién
hizo algo, se buscan pruebas y se encuentran.
—¡Hum! Hemos hecho averiguaciones acerca de De Sousa... discretamente, por los medios de costumbre, y no conseguimos nada.
—Precisamente por eso, señor, es posible que ese tipo raro haya tropezado con algo imprevisto. Estaba en la casa..., eso es lo que importa. Lady Stubbs habló con él. Puede que algunas de las cosas que le haya dicho se hayan compaginado y tengan sentido para él. En cualquier caso, lleva en Nassecombe la mayor parte del día.