El templete de Nasse-House (19 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Se paseó por la habitación de arriba abajo.

—La realidad es que no sabemos nada.
Creemos
que De Sousa, por algún motivo particular suyo, se deshizo de su prima. Lo más probable es que se hubiera citado con ella en la caseta de los botes, llevándola a la lancha y tirándola por la borda. ¿Ha comprendido usted que pudo ocurrir así?

—¡Y tal! Podría uno ahogar a toda la gente de un bote en esa época del año en el río en la orilla. Nadie hubiera sospechado nada. Todo el mundo se pasa el tiempo chillando y empujándose. Pero lo que De Sousa no sabía
era
que la chica estaba en la caseta, aburriéndose de muerte, sin nada que hacer, y hay diez posibilidades contra una de que estuviera mirando por la ventana.

—¿Hoskins miró por la ventana y contempló toda la escena que usted representó y usted no lo vio?

—No, señor. A no ser que la persona que estuviera dentro de la caseta se asomara al balcón y se mostrara, uno no tendría ni idea de que allí hubiera alguien.

—O puede ser que la chica saliera efectivamente al balcón. De Sousa se da cuenta de que ha visto lo que está haciendo, baja a tierra y entabla conversación con ella. Consigue que le deje entrar en la caseta, después de preguntarle qué es lo que está haciendo allí. Ella se lo dice, satisfecha de su papel en la Persecución del Asesino, él le pone la cuerda alrededor del cuello, como una broma, y ¡paf! —el comandante Merrall hizo con las manos un gesto expresivo—. ¡Y eso fue todo! Muy bien, Bland; muy bien. Digamos que fue así como ocurrió. Todo es pura suposición. No tenemos la menor prueba. No tenemos cadáver, y si intentáramos detener a De Sousa en este país, buena la armaríamos. Tendremos que dejarle marchar.

—¿Se marcha, señor?

—Levará anclas dentro de una semana. Vuelve a su isla.

—De modo que no tenemos mucho tiempo —dijo el inspector Bland con expresión sombría.

—¿Supongo que habrá otras posibilidades?

—Ah, sí, señor, hay varias
posibilidades
0. Yo sigo aferrado a la idea de que ha sido asesinada por alguien que conocía todos los detalles de la Persecución del Asesino. Podemos descontar a dos personas: sir George Stubbs y al capitán Warburton. Estuvieron dirigiendo unos juegos y ocupándose de cosas durante toda la tarde. Docenas de personas responden por ellos. Lo mismo puede decirse de la señora Masterton, en caso de que se la incluya.

—Hay que incluir a todo el mundo —dijo el comandante Merrall—. Me está telefoneando continuamente para hablarme de sabuesos. En una novela policíaca —añadió con melancolía— ella hubiera sido la asesina. Pero, ¡maldita sea!, conozco a Connie Masterton muy bien de toda la vida. No puedo imaginármela estrangulando a exploradoras o desembarazándose de misteriosas bellezas exóticas. Bueno, ¿quién más hay?

—La señora Oliver —dijo Bland—. Ella inventó la Persecución del Asesino. Es bastante excéntrica y estuvo sola la mayor parte de la tarde. Luego está el señor Alec Legge.

—El de la casa de color de rosa, ¿eh?

—Sí. Se marchó de la verbena bastante temprano o al menos no fue visto más. Dice que se cansó de aquello y volvió andando a su casa. Por otra parte, el viejo Merdell, ese hombre que está en el embarcadero, que cuida de los botes y ayuda a la gente a estacionar los coches, dice que Alec Legge pasó por delante de él, camino de su casa, a eso de las cinco. No antes. Eso hace que quede una hora sin justificar. Él dice, como es natural, que Merdell no tiene idea del tiempo y que se equivoca en la hora en que le vio. Y, después de todo, el viejo tiene noventa y dos años.

—Muy poco satisfactorio —dijo el comandante Merrall—. ¿No hay motivo ni nada por el estilo que le una al asunto?

—Puede que tuviera un lío con lady Stubbs —dijo Bland no muy convencido— y puede que él la hubiera matado y puede que la chica lo hubiera visto...

—¿Y escondió en algún sitio el cadáver de lady Stubbs?

—Sí. Pero que me aspen si sé cómo o dónde. Mis hombres han registrado los sesenta y cinco acres y no hay rastro de tierra removida y puedo decir que a estas horas hemos escudriñado debajo de todos los arbustos y matorrales. Sin embargo, supongamos que se las arregló para ocultar el cadáver; puede haber tirado el sombrero al río para despistarnos. ¿Y Marlene Tucker le vio y entonces él se deshizo de ella? Esa parte de la historia es siempre la misma. —el inspector Bland hizo una pausa, diciendo a continuación—: Y, naturalmente, tenemos a la señora Legge...

—¿Qué sabemos de ella?

—Dice que estuvo en la tienda del té desde las cuatro hasta las cuatro y media, pero no estuvo —dijo el inspector Bland lentamente—. Lo supe en seguida que hablé con ella y con la señora Folliat. Y esa hora es, precisamente, la esencial —de nuevo se detuvo—. Y luego tenemos al arquitecto, el joven Michael Weyman. Es difícil relacionarlo con el asunto, pero es lo que llamaría un asesino
probable
, uno de esos tipos descarados y fuertes. Mataría a cualquiera con toda tranquilidad. No me extrañaría nada que anduviera con gente de malas costumbres.

—¡Es usted tan terriblemente respetable, Bland! —dijo el comandante Merrall—. ¿Qué cuenta de sus movimientos?

—Una cuenta muy vaga, señor. Muy vaga realmente.

—Eso prueba que es un auténtico arquitecto —dijo el comandante Merrall con calor. Acababa de construir una casa cerca de la costa—. Son tan vagos... Algunas veces me extraña que estén vivos...

—No sabe dónde estuvo ni a qué hora y parece que nadie le ha visto. Hay pruebas de que a lady Stubbs le gustaba.

—¿Está usted insinuando que se trata de uno de esos asesinatos sexuales?

—Sólo miro a mi alrededor a ver lo que puedo encontrar, señor —dijo Bland—; y luego la señorita Brewis...

Hizo una pausa. Una larga pausa.

—Ésa es la secretaria, ¿no?

—Sí, señor. Una mujer muy eficiente.

De nuevo se produjo un silencio. El comandante Merrall clavó en su subordinado una mirada penetrante.

—Tiene alguna idea respecto a ella, ¿verdad? —dijo.

—Sí, señor, la tengo. Verá usted, admite abiertamente que estuvo en la caseta de los botes alrededor de la hora en que tuvo que cometerse el asesinato.

—¿Lo hubiera admitido en caso de ser culpable?

—Puede ser que sí —dijo el inspector Bland lentamente—. En realidad, es lo mejor que podía hacer. Si coge ella una bandeja con pasteles y un zumo de frutas y le dice a todo el mundo que va a llevársela a la chica... bien, entonces su presencia allí queda justificada. Va allí, vuelve y dice que la chica estaba viva entonces. Hemos creído en su palabra. Pero si piensa usted en el informe médico, señor, recordará que el doctor Cook dijo que la muerte había ocurrido entre las cuatro y las cinco menos cuarto. La única prueba que tenemos de que Marlene estaba viva a las cuatro y cuarto es la palabra de la señorita Brewis. Y hay un punto curioso en su declaración. Me dijo que había sido lady Stubbs la que había dicho que le llevara a Marlene los pasteles y el zumo de frutas. Pero otro testigo afirmó categóricamente que lady Stubbs nunca hubiera pensado en semejante cosa. Y creo que tiene razón. No es propio de lady Stubbs. Lady Stubbs era una mujer muy guapa y muy tonta que sólo pensaba en sí misma y en su aspecto físico. Al parecer, nunca escogió un menú, ni mostró el menor interés por el orden de la casa, ni pensó en nadie en absoluto, aparte de su bella persona. Cuanto más pienso en ella, más improbable me parece que le hubiera dicho a la señorita Brewis que llevara nada a la chica.

—Sí, Bland; hay algo de cierto en lo que usted indica —dijo Merrall—; pero, de ser así, ¿qué motivo podía tener?

—Ninguno para matar a la chica —dijo Bland—; pero sí creo que podía tener un motivo para matar a lady Stubbs. Según monsieur Poirot, de quien ya le hablé a usted, está completamente chiflada por su jefe. Supongamos que siguiera a lady Stubbs al bosque y la matara y que Marlene Tucker, aburrida de estar en la caseta, hubiera salido y lo hubiera visto todo. Entonces, naturalmente, tendría que matar a Marlene también. ¿Y qué es lo que haría a continuación? Poner el cadáver de la chica en la caseta, volver a la casa, coger la bandeja y bajar a la caseta de nuevo. Así justifica su ausencia de la fiesta y tenemos su declaración, al parecer la única declaración que podemos fiarnos,
de que Marlene Tucker estaba viva a las cuatro y cuarto
.

—Bueno —suspiró el comandante Merrall—. Siga con eso, Bland. Siga con eso. Si ella es la culpable, ¿qué cree usted que hizo con el cadáver?

—Esconderlo en el bosque, enterrarlo o tirarlo al río.

—Lo de tirarlo al río sería un poco difícil, ¿no?

—Depende del lugar donde se haya cometido el asesinato —dijo el inspector—. Es una mujer muy forzuda. Si no fue muy lejos de la caseta,
pudo
haberla arrastrado hasta allí y tirarla por el borde del embarcadero.

—¿En presencia de los barcos que pasan por el río?

—Hubiera parecido que se trataba de una de tantas payasadas. Era arriesgado, pero posible. Pero mi opinión personal es que es mucho más probable que ocultara el cadáver en alguna parte y tirara al río solamente el sombrero. Es posible que ella, conociendo como conoce la casa y toda la finca, supiera de un lugar donde esconder el cadáver. Más tarde, pudo habérselas arreglado para deshacerse de él, tirándolo al río. ¿Quién sabe? Eso naturalmente suponiendo que haya sido ella —añadió el inspector Bland— pero yo, señor, sigo con la idea de que ha sido De Sousa...

El comandante Merrall había estado haciendo anotaciones en un cuaderno. En aquel momento levantó la mirada y aclaróse la garganta.

—Entonces, resulta lo siguiente. Podemos resumirlo así; tenemos cinco o seis personas que pueden
haber
matado a Marlene Tucker. Algunas de ellas son más probables que las otras, pero no podemos pasar de ahí. En términos generales, sólo sabemos
por qué
ha sido asesinada. Fue asesinada porque vio algo. Pero hasta que sepamos qué es exactamente lo que vio no sabremos quién la ha matado.

—Expresado así, hace usted que parezca bastante difícil.

—Es que
es
difícil. Pero lo solucionaremos... al final.

—Y entretanto, ese tipo habrá salido del país, riéndose para sus adentros, y habiendo cometido dos asesinatos.

—Está usted muy seguro de que ha sido él, ¿verdad? No digo que esté equivocado. Sin embargo...

El jefe de policía permaneció en silencio durante unos segundos. Luego dijo encogiéndose de hombros:

—En cualquier caso, es preferible a habérselas con uno de esos asesinos psicopáticos. Probablemente a estas horas tendríamos ya un tercer asesinato.

—Dicen que a la tercera va la vencida —dijo el inspector, sombrío.

Repitió ésta observación a la mañana siguiente, cuando se enteró de que el viejo Merdell, volviendo a su casa de una visita a su taberna favorita al otro lado del río, en Gitcham, debía haberse excedido en sus tragos y se había caído al río al acercarse al embarcadero. Su bote había sido encontrado a la deriva y el cadáver había sido recuperado aquella noche.

La encuesta fue breve y sencilla. La noche había sido oscura y nublada, el viejo Merdell había bebido tres pintas de cerveza, y después de todo, tenía noventa y dos años.

El veredicto fue el de muerte por accidente.

Capítulo XVI
1

Hércules Poirot estaba sentado en una butaca cuadrada frente a la chimenea cuadrada de la habitación cuadrada de su piso de Londres. Frente a él había varios objetos que no eran cuadrados, sino violenta y casi increíblemente curvos. Examinando por separado cada uno de ellos, no parecía posible que pudiera ejercer ninguna función en el mundo normal. Su forma era improbable, irresponsable y como surgida por casualidad. Naturalmente, en realidad no eran nada de eso. Valorándolos con justicia cada uno tenía un lugar determinado en determinado universo. Colocado cada uno en el lugar exacto de su propio universo, no solamente adquirían sentido, sino que componían un cuadro. En otras palabras: Hércules Poirot estaba ordenando un rompecabezas.

Miró a un rectángulo, que todavía presentaba huecos de formas improbables. Encontraba esa ocupación sedante y agradable. Del desorden surgía el orden. Tenía, pensó, cierto parecido con su profesión. También en ella se enfrentaba uno con hechos imposibles o improbables, hechos que no parecían tener la menor relación unos con otros, y, sin embargo, todos formaban una parte equilibrada del todo. Con habilidad, cogió una pieza improbable, color gris oscuro y la acopló en un cielo azul. Entonces vio que se trataba de parte de un aeroplano.

—Sí —se dijo Poirot—; eso es lo que uno debe hacer. La pieza imposible, la pieza improbable, la pieza lógica que no es lo que parece, todas tienen su lugar señalado y, una vez colocada en él
eh bien
, se acabó el asunto. Todo está claro. En rápida sucesión, fue colocando un pequeño fragmento de un minarete, otra pieza que parecía parte de un toldo de rayas y era en realidad el lomo de un gato, y un trozo de puesta de sol, que había cambiado con rapidez asombrosa del anaranjado al rosa.

Si supiera uno lo que tenía que buscar, sería muy fácil, se dijo Poirot. Pero uno no sabe lo que tiene que buscar. Suspiró irritado. Sus ojos pasaron del rompecabezas que tenía frente a sí a la butaca colocada al otro lado de la chimenea. Menos de media hora antes, había estado sentado allí el inspector Bland tomando té y bollos (bollos cuadrados) y charlando tristemente. Había tenido que ir a Londres para un servicio y, terminado éste, se había acercado a ver a Monsieur Poirot. Quería saber, explicó, si monsieur Poirot tenía alguna idea. Luego había explicado sus propias ideas. Poirot había coincidido con él en todos los puntos. El inspector Bland, pensó Poirot, había hecho un resumen del caso muy justo e imparcial.

Había pasado un mes, casi cinco semanas, desde los acontecimientos de Nasse House. Cinco semanas negativas, de completa inactividad. El cadáver de lady Stubbs no había sido hallado. Si estaba viva, no se había dado con ella. Lo más probable, había observado el inspector, era que estuviera muerta. Poirot convino en ello.

—Claro —dijo Bland— que puede que el cuerpo no haya sido llevado a tierra todavía. Una vez que un cadáver está en el agua, nunca se sabe. Puede que aparezca todavía, aunque para entonces no habrá quien lo reconozca.

—Hay una tercera posibilidad —señaló Poirot.

Bland afirmó con un movimiento de cabeza.

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