—Claro que estoy en condiciones.
La señora Folliat se puso en pie y salió de la habitación detrás de Hoskins.
Poirot, que se había levantado, cortésmente, se volvió a sentar y se quedó mirando al techo, desconcertado y con el ceño fruncido.
El inspector se levantó cuando entró la señora Folliat y el policía le apartó la silla para que pudiera sentarse.
—Siento molestarla, señora Folliat —dijo Bland—; pero me figuro que conocerá usted a todo el mundo de los alrededores y creo que podrá usted ayudarnos.
La señora Folliat sonrió débilmente.
—Sí, supongo que conozco a todo el mundo de por aquí. ¿Qué quiere usted saber, inspector?
—¿Conocía usted a los Tucker? ¿A la familia y a la chica?
—Sí, mucho; han sido siempre colonos nuestros. La señora Tucker era la más joven de muchos hermanos. Su hermano mayor fue jardinero mayor nuestro. Se casó con Alfred Tucker, un labrador..., bastante tonto, pero muy agradable. La señora Tucker tiene muy mal carácter. Buena ama de casa, eso sí, y muy limpia, pero Tucker no puede pasar nunca más allá de la cocina con sus botas sucias puestas. Todas esas cosas. A sus hijos les regaña mucho. La mayoría de ellos se han casado y están trabajando. Sólo quedaban en casa esta pobre chica, Marlene, y tres niños pequeños, dos niños y una niña, que todavía van a la escuela.
—Y ahora, señora Folliat, conociendo a la familia como usted la conoce, ¿se le ocurre algún motivo para que Marlene haya sido asesinada esta tarde?
—No, ninguno. Es completamente... completamente increíble, no sé si me entiende, inspector. No andaba con ningún chico ni nada por el estilo, por lo menos no lo creo. En cualquier caso, no he oído nada.
—¿Y la gente que ha intervenido en esta Persecución del Asesino? ¿Puede decirme usted algo?
—A la señora Oliver no la conocía. Es completamente distinta a la idea que yo tengo de una escritora de novelas policíacas. Está muy disgustada, pobrecilla, con lo que ha ocurrido... Naturalmente.
—¿Y de los demás concurrentes, el capitán Warburton, por ejemplo?
—No veo la razón para que asesinara a Marlene Tucker, si es eso lo que quiere usted saber —dijo la señora Folliat con calma—. No me gusta mucho. Es un hombre taimado, pero supongo que los agentes políticos tienen que estar al tanto de todos los trucos de la política. Desde luego, es un hombre muy activo y ha trabajado mucho para organizar la fiesta. Pero, en cualquier caso, no creo que hubiera podido
matar
a la chica, porque estuvo toda la tarde en el césped.
El inspector asintió con un enérgico movimiento de cabeza.
—¿Y los Legge? ¿Qué sabe usted de ellos?
—Parecen un matrimonio muy agradable. Él tiene un carácter un poco... difícil, diría yo. No sé gran cosa de él. Ella era una Castairs, antes de su matrimonio, y conozco mucho a unos parientes suyos. Alquilaron Mill Cottage, por dos meses, y espero que hayan disfrutado de sus vacaciones. Nos hemos hecho todos muy buenos amigos.
—Tengo entendido que es una señora muy atractiva y elegante.
—Sí, muy atractiva.
—¿Cree usted que sir George puede haber sentido en algún momento esa atracción?
La señora Folliat pareció sorprenderse mucho.
—No, no; estoy segura de que no hay nada de eso. Sir George está materialmente absorbido por sus negocios y quiere mucho a su mujer. No es un conquistador.
—¿Y tampoco cree usted que haya habido nada entre lady Stubbs y el señor Legge?
De nuevo la señora Folliat negó con un movimiento de cabeza.
—No; decididamente, no.
El inspector insistió:
—¿No sabe usted que haya habido un disgusto de ninguna clase entre sir George y su esposa?
—Estoy segura de que no lo ha habido —afirmó la señora Folliat con énfasis—. Lo hubiera sabido.
—Entonces, ¿no será por alguna desavenencia con su marido por lo qué lady Stubbs se ha marchado?
—No, no. —y añadió en tono ligero—: Creo que la muy tonta no quería encontrarse con ese primo suyo. Alguna fobia infantil. Y se escapó, igual que haría una niña.
—Ésa es su opinión. ¿Nada más?
—No. Espero que aparezca muy pronto. Y avergonzada de sí misma. —y añadió, sin gran interés—: Por cierto, ¿qué se ha hecho de ese primo? ¿Sigue en estos momentos en la casa?
—Creo que ha vuelto a su yate.
—Y el yate está en Helmmouth, ¿no?
—Sí, en Helmmouth.
—Ya —dijo la señora Folliat—. Bien, es un fastidio que Hattie se porte de ese modo tan infantil. Sin embargo, si su primo piensa quedarse uno o dos días más, podremos convencerla de que se porte como es debido.
El inspector comprendió que se trataba de una pregunta, pero no contestó a ella.
—Probablemente —dijo— estará usted pensando que todo esto se aparta del asunto. Pero creo que comprenderá usted, señora Folliat, que nuestro campo de acción es muy amplio. La señorita Brewis, por ejemplo. ¿Qué opina usted de la señorita Brewis?
—Es una secretaria excelente. Más que una secretaria. Hace prácticamente las veces de ama de llaves. En realidad, no sé qué iba a hacer sin ella.
—¿Era secretaria de sir George Stubbs antes de su matrimonio?
—Creo que sí. No estoy completamente segura. La he conocido cuando vino por aquí con ellos.
—No le tiene mucha simpatía a lady Stubbs, ¿verdad?
—No —dijo la señora Folliat—. Me temo que no. Estas secretarias eficientes no suelen querer a las mujeres de sus jefes, no sé si me entiende. Puede que sea natural.
—¿Fue usted o fue lady Stubbs la que pidió a la señorita Brewis que le llevara a la chica de la caseta unos pasteles y un refresco?
La señora Folliat pareció sorprendida.
—Recuerdo que la señorita Brewis cogió unos pasteles y varias cosas y dijo que se los iba a llevar a Marlene. No sabía que nadie en particular le hubiera dicho que lo hiciera, o se encargara de eso. Desde luego yo no fui.
—Ya. Dice usted que estuvo en la tienda donde se servía el té desde las cuatro en adelante. Creo que la señora Legge estaba también en la tienda a esa hora, tomando el té.
—¿La señora Legge? No, no creo. Por lo menos, no recuerdo haberla visto. En realidad, estoy completamente segura de que no estaba. Había venido mucha gente en el autobús de Torquay y recuerdo que eché una ojeada a la tienda y pensé que debían ser todos veraneantes; apenas vi ninguna cara conocida. Seguramente la señora Legge fue más tarde a tomar el té.
—Bueno —dijo el inspector— no importa. —y añadió suavemente—: Bien. Creo que esto es todo. Gracias, señora Folliat; ha sido usted muy amable. Sólo nos queda confiar en que lady Stubbs volverá pronto.
—Yo también confío en ello —dijo la señora Folliat—. Nuestra querida Hattie no ha pensado en nuestra ansiedad.
Hablaba con vivacidad, pero su animación no era muy natural.
—Estoy segura —añadió la señora Folliat— de que está bien. Perfectamente.
En aquel momento se abrió la puerta y entró una atractiva joven pelirroja y pecosa.
—He oído decir que había preguntado por mí... —dijo.
—Ésta es la señora Legge, inspector —dijo la señora Folliat—. Sally, querida, ¿te has enterado de la desgracia tan horrible que ha ocurrido aquí hoy?
—¡Ah, si! Espantoso, ¿verdad? —dijo la señora Legge.
Suspiró, agotada, y se hundió en la butaca, mientras la señora Folliat salía de la habitación.
—Siento muchísimo todo esto —dijo—. Parece increíble. Siento no poder ayudarle en nada. He estado leyendo las rayas de la mano durante toda la tarde, de modo que no he podido ver nada de lo que ocurría.
—Lo sé, señora Legge. Pero tenemos que hacer a todo el mundo las mismas preguntas rutinarias. Por ejemplo, ¿dónde estaba usted entre las cuatro y cuarto y las cinco?
—Fui a tomar el té a las cuatro.
—¿En la tienda del té?
—Sí.
—Había mucha gente, según creo.
—Sí, una barbaridad.
—¿Vio usted a alguien conocido?
—Sí, algunas personas mayores. Nadie con quien me hable. ¡Dios mío, cómo deseaba el té! Como le digo, eso era a las cuatro. Volví a mi tienda a las cuatro y media y continué con mi tarea. ¡Y Dios sabe lo que les estaría prometiendo al final a aquellas mujeres! Varios millonarios, una carrera triunfal en Hollywood... ¡cualquiera sabe! Los viajes por mar y las rubias peligrosas resultaban ya demasiado sosos.
—¿Qué ocurrió durante la media hora en que estuvo usted ausente... quiero decir, suponiendo que hubiera alguien que quisiera que le predijera el porvenir?
—Ah, colgué un letrero en la tienda: «De vuelta a las cuatro y media.»
El inspector hizo una anotación en su cuaderno.
—¿Cuándo vio usted a lady Stubbs por última vez?
—¿A Hattie? No sé. No andaba lejos cuando salía de la tienda para ir a tomar el té, pero no hablé con ella. No recuerdo haberla visto después. Alguien acaba de decirme que ha desaparecido, ¿es cierto?
—Sí, lo es.
—Ah bueno—dijo Sally alegremente—; está un poquito tocaba del seso, ¿sabe? Me figuro que el asesinato la asustó.
—Bien, muchas gracias, señora Legge.
La señora Legge aceptó sin tardanza la despedida. Al salir, se cruzó en la puerta con Hércules Poirot.
Mirando al techo, el inspector empezó a hablar.
—La señora Legge dice que estuvo en la tienda del té entre las cuatro y las cuatro y media. La señora Folliat dice que ella estaba allí, sirviendo tés desde las cuatro en adelante, pero que la señora Legge no se encontraba entre las presentes. —hizo una pausa y continuó—: La señorita Brewis dice que lady Stubbs le pidió que le llevara a Marlene Tucker una bandeja de pasteles y un zumo de frutas. Michael Weyman dice que es completamente imposible que lady Stubbs hiciera semejante cosa... hubiera sido completamente impropio de ella.
—¡Ah —dijo Poirot—, las declaraciones contradictorias! Sí, siempre se encuentra uno con ellas.
—¡Y qué fastidioso es ponerlas en claro! —dijo el inspector—. Algunas veces tiene importancia, pero nueve de cada diez no la tienen. Bueno, está bien claro que nos espera un trabajo penoso.
—¿Y qué es lo que cree usted ahora,
mon cher
? ¿Cuáles son las últimas ideas?
—Creo —dijo el inspector con voz grave— que Marlene Tucker vio algo que no debía haber visto. Creo que Marlene Tucker fue asesinada por haber visto lo que vio.
—No le voy a contradecir —dijo Poirot—. El caso es saber qué vio.
—Puede haber visto un asesinato —dijo el inspector—. O puede haber visto a la persona que cometió un asesinato.
—¿Asesinato? —dijo Poirot—. ¿De quién?
—¿
Usted
qué cree, Poirot? ¿Estará lady Stubbs viva o muerta?
Poirot tardó unos segundos en contestar. Luego dijo:
—Yo creo,
mon ami
, que lady Stubbs está muerta. Y le voy a decir
por qué
lo creo.
Porque la señora Folliat lo cree
. Sí, diga lo que quiera ahora, aunque pretenda creer lo contrario, la señora Folliat cree que Hattie Stubbs está muerta. La señora Folliat sabe muchas cosas que nosotros ignoramos.
Cuando Hércules Poirot bajó a desayunar a la mañana siguiente, se encontró con la mesa casi vacía. La señora Oliver, sufriendo todavía los efectos del suceso del día anterior, tomaba el desayuno en la cama. Michael Weyman había tomado una taza de café y se fue temprano, únicamente sir George y la fiel señorita Brewis se sentaban a la mesa. Sir George daba muestras indudables de su estado mental, siendo incapaz de probar bocado. Su plato, colocado enfrente de él, estaba casi intacto. Apartó a un lado el pequeño montón de cartas que la señorita Brewis, después de haberlas abierto, había colocado ante él. Tomó un poco de café, como si no supiera lo que hacía.
—Buenos días, monsieur Poirot —dijo de un modo mecánico, cayendo luego de nuevo en su preocupación. De cuando en cuando lanzaba exclamaciones en voz baja.
—¡Es increíble este maldito asunto! ¿Dónde
puede
estar?
—La encuesta tendrá lugar el jueves, en el Instituto —dijo la señorita Brewis—. Telefonearon para decírnoslo.
—¿La encuesta? —dijo sir George—. ¡Ah, sí, claro!
Parecía ofuscado e indiferente. Después de tomar uno o dos sorbos más de café, dijo:
—Nunca acaba uno de conocer a las mujeres. Pero ¿qué estará haciendo?
La señorita Brewis apretó los labios. Poirot observó acertadamente que se encontraba en un estado de gran tensión nerviosa.
—Hodgson viene a verle esta mañana —observó la señorita Brewis— sobre la electrificación de los cobertizos donde se ordeña. Y a las doce viene el...
Sir George la interrumpió:
—No puedo ver a nadie. ¡Échelos a todos! ¿Cómo diablos cree usted que puede ocuparse de los negocios un hombre al que la preocupación por su mujer tiene medio loco?
—Como usted diga, sir George.
La contestación de la señorita Brewis fue el equivalente doméstico del «como diga su señoría» de los tribunales. Su desagrado era evidente.
—¡Nunca se sabe —dijo sir George— lo que las mujeres tienen en la cabeza o las tonterías que son capaces de hacer! Estará usted de acuerdo, ¿verdad?
Esta última pregunta se la espetó a Poirot.
—
Les femmes?
Son inexplicables —dijo Poirot alzando las cejas y las manos con fervor gálico. La señorita Brewis se sonó irritada.
—Parecía que estaba bien —dijo sir George—. Estaba contentísima con su sortija nueva y se puso muy elegante para la fiesta. Todo como de costumbre. No es como si hubiéramos tenido unas palabras o una disputa sobre cualquier cosa. Marcharse sin decir una palabra...
—Respecto a esas cartas, sir George… —empezó la señorita Brewis.
—¡Que se vayan al infierno las malditas cartas!—dijo sir George, y apartó su taza de café.
Cogió las cartas que estaban junto a su plato y casi se las tiró a ella.
—¡Contéstelas como quiera! No quiero que me molesten. —y continuó, más para sí mismo que para los demás, en tono dolido—: No puedo hacer nada... Ni siquiera sé si ese policía sirve. Habla con amabilidad y todo eso, pero...
—Creo que la policía es muy eficiente —dijo la señorita Brewis—. Tienen muchas facilidades para seguir la pista de las personas desaparecidas.
—A veces tardan días —dijo sir George— en encontrar a un desgraciado chiquillo que se ha escapado de casa y se ha escondido en un pajar.