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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

Ella (12 page)

—Yo traigo el mío, señor —dijo Job tocándose el colt; —pero mister Leo no porta más que su cuchillo de monte, bastante grande por cierto.

Comprendiendo que no había lugar para ir por el arma que faltaba nos adelantamos valientemente y nos colocamos todos en fila sentándonos con las espaldas apoyadas en la pared.

Apenas nos vieron sentados empezaron a hacer pasar a la redonda una gran jarra que contenía un líquido fermentado, el cual, a la verdad, no tenía muy mal sabor, aunque, en ocasiones descomponía el estómago, que fabrican machucando un grano pequeño y oscuro que crece en mazorcas sobre la espiga muy parecido a lo que en África del Sur se conoce, con el nombre de maíz kafir. El vaso en que este líquido se servía era muy curioso y como se parecía a casi todos los que están en uso entre los amajáguers, trataré de describirlo. Son de antiquísima manufactura y de diversos tamaños y deben haber sido hechos hace cientos, o mejor dicho, miles de años. Se encuentran en los sepulcros de las cavernas que describiré en su ocasión debida y yo era de opinión que, conforme a la costumbre de los egipcios, con los que debieron estar relacionados los habitantes anteriores de este país, sirvieron para colocar en ellos las vísceras de los muertos. Leo, sin embargo, decía que eran puestos en los sepulcros, como las ánforas etruscas, meramente para el uso espiritual de los difuntos.

Por lo común estas, vasijas tienen dos, asas, y como ya dijimos, las hay de cerca de tres pies de alto y de otros tamaños hasta el de tres pulgadas. Su forma varía mucho, pero siempre es bella y graciosa y el grano del barro, aunque un poco áspero, es muy negro y fino. Sobre este fondo negro se notan en ellas grabadas, figuras de mucha más verdad y gracia que en la mayoría de las antiguas vasijas que yo he visto, y algunos de estos dibujos representan escenas de amor con una sencillez tan pueril y tanta libertad de expresión, que no sería aceptada por el gusto contemporáneo. Otras representaban danzas, de muchachas, y otros episodios de caza: el vaso, por ejemplo, de que en aquella ocasión bebíamos, tenía por un lado un dibujo que representaba con bastante viveza varios hombres aparentemente de raza blanca atacando a un elefante con lanzas, y del otro lado no tan bien sacado, un cazador disparándole flechas a un antílope que iba corriendo.

Para tan crítico momento como aquél, esta es una digresión; pero no tan larga como puede creerse porque una hora entera se pasaron los concurrentes sin hacer nada más que echarle combustible a la hoguera de cuando en cuando y pasarse la vasija continente de la bebida. Nadie, hablaba una palabra. Estábanse allí sentados en absoluto silencio, mirando el fulgor de las llamas y las grandes sombras, que producían las lámparas de barro que, entre paréntesis, no eran como las vasijas de fabricación antigua. En el espacia abierto que se hallaba entre el hogar y nosotros, encentrábase colocada una gran artesa de madera con cuatro pequeñas asas, exactamente igual a la de nuestros carniceros, mas sin ahuecar, y al lado cuyo había unas enormes pinzas de hierro y otras semejantes del otro lado del hogar. No sé por qué, mas no me daba buena espina la presencia de la artesa y de las pinzas. Meditaba yo en el entretanto, mirando a esos objetos y al círculo, silencioso de aquellos hombres de rostro tan fiero y duro, en que el espectáculo que ofrecían tenía bastante de terrible y que nos hallábamos en poder y a la merced de tan inquietantes gentes; que para mí, al menos, lo eran, tanto más cuanto que desconocía por completo su verdadero carácter. Podían ser mejores de lo que yo me figuraba y también, quizá, peores. Pero me inclinaba a creer lo último, y no me equivoqué...

Mas ¿qué raro festín era aquél en que no habla nada de comer?

Al fin, y precisamente cuando empezaba ya a sentirme como hipnotizado, se notó un movimiento en aquella reunión.

De pronto, un hombre que se hallaba del otro lado del fuego, gritó en voz alta:

—¿Adónde está la carne que comeremos?...

Todos los que estaban allí extendieron entonces el brazo derecho hacia el fuego y contestaron a la vez con un tono lento y profundo:

—La carne llegará.

—¿Es una cabra? —preguntó el mismo hombre.

—Es una cabra sin cuernos, y aun más que una cabra que nosotros mataremos —contestaron del mismo modo simultáneamente, volviéndose un poco y poniendo la mano sobre las picas que detrás tenían.

—¿Es buey? —exclamó de nuevo el corifeo.

—Es un buey sin cuernos, y más que un buey que nosotros mataremos.

E hicieron la misma pantomima que antes volviéndose agarrando y soltando a un tiempo las lanzas.

Hubo entonces una pausa y luego noté con horror que la mujer sentada junto a Mahomet empezó a acariciarlo dándole palmaditas en los carrillos y llamándole con dulces nombres cariñosos, mientras que con ojos feroces recorría todo su cuerpo. No sé por qué la escena me espantaba tanto, pero a todos nos sucedió lo mismo, a Leo sobre todo. ¡Eran tan serpentinas aquellas caricias, tan evidentemente parte de algún ritual funesto que se estaba verificando!... Veía al mísero Mahomet ponerse lívido bajo su tez obscura lívido de terror.

—¿Está ya la carne preparada para asar? —preguntó la voz con más rapidez.

—¡Ya lo está! ¡ya lo está!

—¿Está la vasija caliente? —añadió chillando de un modo tan atroz que los ecos de la caverna lo repercutieron adoloridos.

—¡Caliente está! ¡caliente!

—¡Cielo santo! —exclamó Leo. —Recuerda la inscripción: «el pueblo que coloca vasijas sobre la cabeza de los extranjeros»

Y al decir Leo estas palabras, aun antes de que pudiéramos movernos, de que siquiera nos hiciéramos cargo de lo que significaban, dos de aquellos grandes desalmados saltaron de sus puestos y apoderándose de las pinzas las hundieron en el fuego, y la mujer que acariciaba a Mahomet sacó de súbito de su cinturón una soga anudada en lazo corredizo y echósela por los brazos, mientras que los hombres que junto a él estaban lo sujetaban por las piernas. Los dos de las pinzas dieron una sacudida y desparramando las brasas sobre el suelo rocoso, sacaron de entre ellas una gran vasija de barro calentada al rojo blanco. De un salto llegaron donde Mahomet se estaba debatiendo, luchando como un demonio, gritando en el abandono de su desesperación, y a pesar del lazo, que lo ligaba y de los esfuerzos de los que le sujetaban las piernas, los infames que llegaron no podían cumplir su propósito, que por horrible por increíble que parezca era nada menos que colocarle la abrasadora vasija sobre la cabeza.

Salté sobre mis pies dando un grito de horror y tirando de mi revólver lo disparé, llevado por el instinto, sobre la diabólica mujer que habla estado acariciando a Mahomet y que ahora trataba de sujetarlo entre sus brazos. Hirióla el proyectil en la espalda y la mató; y aun hoy me alegro de ello porque, como después supe, ella fue la causa de todo aquello, pues aprovechándose de las costumbres antropofágicas de los amajáguers, así lo había organizado su malicia para vengarse del desprecio que le hiciera Job. Cayó muerta pues y con gran asombro y terror mío, Mahomet dio al mismo tiempo un salto formidable soltándose de sus verdugos, para caer moribundo también sobre el cuerpo de la mujer. La gruesa bala de mi colt había atravesado ambos cuerpos, hiriendo a la matadora y evitándole a la víctima otra muerte cien veces más cruel. Fue un accidente aquél tan atroz como piadoso.

Reinó por un momento un silencio de asombro. Ellos nunca habían oído la detonación de un arma de fuego, y sus efectos, los sorprendieron. Mas, bien a prisa recobraron el dominio de sus sentidos, y uno que estaba más próximo a nosotros echó mano a su lanza y la blandió como para herir a Leo.

—¡Corramos, amigo! —exclamé yo entonces. Y dando el ejemplo me dirigí hacia el fondo de la cueva con la velocidad de que mis piernas eran capaces. Habríame lanzado en dirección contraria si hubiera sido posible; mas, había mucha gente en el camino, y observé también que sobre el fondo del cielo, en la entrada del subterráneo, se destacaban las formas de una multitud. Cueva adentro, pues corría y tras mí los camaradas, y después, cual un trueno, todo el mentón de los caníbales enfurecidos por la muerte de la mujer. Salté sobre el cuerpo del infeliz Mahomet, sintiendo al pasar en las piernas el calor de la vasija enrojecida que yacía junto a él en el suelo, y al fulgor suyo pude ver que las manos del árabe se estremecían todavía débilmente. En el fondo de la cueva había una pequeña plataforma de piedra como de tres pies de alto por ocho de fondo, sobre la cual se colocaban dos lámparas durante las noches. No sé, por lo menos entonces no lo sabía, si esta plataforma se había dejado así como un asiento por los que labraron la caverna o si era simplemente un pedazo que, no habían tenido tiempo de concluir; pero nosotros lo asaltarnos, de todos modos, dispuestos a defendernos desde allí y a vender muy caro nuestra vidas. Por algunos instantes la turba que nos perseguía se detuvo indecisa al ver que le dábamos la cara Job estaba a un lado de la meseta a la izquierda Leo en el medio y yo a la derecha. Detrás de nosotros quedaban las lámparas. Leo se inclinó un poco hacia delante, como para contemplar aquel largo tubo subterráneo sombrío que terminaba en la hoguera y en el cual se movían con cierta lentitud las negras formas de nuestros feroces enemigos, en cuyas lanzas se reflejaban las luces y que hasta en su furor eran callados como
los bulldogs.
También podíamos divisar desde allí el siniestro fulgor de la vasija destacándose en la negrura del suelo. Una luz rara brotaba de las pupilas de Leo y su rostro hernioso parecía de mármol. Empuñado en la derecha tenía su cuchillo de monte. Subióse un poco en la muñeca le correa del mango, y echándome luego el brazo al hombro me dio un gran apretón.

—¡Viejo mío, adiós! —me dijo, —¡querido amigo, más, que padre! No hay recurso contra esta canalla: en breve acabarán con nosotros y nos comerán luego, según creo. ¡Adiós! yo he sido quien te metió en esto. ¡Perdóname por ello! ¡Adiós también, Job!

—¡Hágase la voluntad de Dios! —exclamé yo disponiéndome para mi fin. Job en ese instante dio un grito y disparó su revólver hiriendo a un hombre... pero no al que había apuntado, porque nada estaba más seguro que aquello a que Job dirigía la boca de su arma.

Y la turba vino contra nosotros como un turbión, y yo disparé con la rapidez que pude y los contuve un tanto. Entre Job y yo herimos, mortalmente y matamos antes de vaciar nuestras pistolas como a cinco hombres sin contar fa mujer. Pero no tuvimos tiempo para cargarlas de nuevo, porque otra vez nos asaltaron con una furia que era espléndida en verdad, si se considera que ellos no sabían si nosotros podíamos seguir disparando indefinidamente.

Un mocetón saltó la plataforma y Leo lo mató de una puñalada atroz. Lo mismo hice yo con otro; pero Job erró su golpe y lo vi arrebatado de su puesto entonces por un musculoso, amajáguer que lo abrazó por el medio del cuerpo.

Cayósele de la mano en esto el cuchillo, que no estaba sujeto por una correa pero, afortunadamente para Job, cayó el mango primero sobre el borde de la plataforma a tiempo que el salvaje se apoyaba en ella, y se le clavó la punta en el costado. No sé luego lo que le resultaría a Job, pero me figuro que se quedó tranquilo haciéndose el muerto sobre el cadáver de su antagonista
remedando al opossum,
como dicen los americanos. Yo, en tanto, vime enredado en una terrible lucha cuerpo a cuerpo con dos salvajes que para fortuna mía no tenían lanzas, y la gran fuerza física que me donó la Naturaleza me sirvió entonces por vez primera en mi vida de una eficacísima manera. Dile con tal vigor a uno de ellos en el cráneo con mi cuchillo, casi del tamaño de una espada corta que el agudo filo de acero le hendió el hueso hasta los ojos, mas quedóse presa la hoja y al caer de súbito el hombre sobre un costado, fueseme el arma de la mano.

Otros dos saltaron sobre mí. Observélos bien y echándole un brazo a cada uno de ellos por la cintura todos tres caímos de la plataforma sobre el suelo de la cueva batallando ferozmente. Eran los dos hombres fuertes; pero yo estaba rabioso, poseído de esa tremenda sed de matanza que se apodera del corazón del hombre más civilizado cuando se halla en medio de las refriegas en que la muerte y la vida no se cuentan para nada. Ceñían mis brazos a los dos grandes demonios aquellos apretándoles tanto que, sentí sus costillas crujir y hundirse a mi presión. Retorcíanse y doblábanse como sierpes y me herían con las uñas y me golpeaban con los puños, mas yo les apretaba. Hallábame tendido boca arriba de modo que sus cuerpos me defendían de las lanzadas de los otros, y mientras que lentamente los mataba ¡rara ocurrencia! pensando estaba en lo que dirían mis colegas de la Universidad de Cambridge, si por maravillosa clarovidencia me pudieran contemplar enfrascado en tan sangriento empeño. Mis antagonistas ya no luchaban, no alentaban tampoco, estaban moribundos, pero no quise soltarlos aún porque morían muy despacio. Podían revivir si los soltaba. Los demás salvajes probablemente creerían que los tres estábamos muertos, nos encontrábamos en la oscuridad de un ángulo, y no se ocuparon más de mí.

Volví entonces como pude la cara y vi que ya Leo no estaba sobre la meseta. De pie se hallaba aún, mas en el centro de una revuelta masa de hombres que furiosamente pugnaban por vencerle. Su pálida frente, coronada de rizos de oro, surgía sobre todos —él mide seis pies y dos pulgadas, —y reparé que combatía con una resignación tan bella y tan enérgica a la vez que daba horror al verle. Hundióle su cuchillo a un hombre; estaban todos tan pegados y revueltos que no podían usar sus grandes lanzas y los salvajes no tenían armas cortas. El herido cayó y no sé cómo le arrancaron a Leo su cuchillo del puño; dejándolo indefenso, creí que ya todo concluiría. Pero no; con un súbito esfuerzo desprendióse de todos, agarró el cadáver del hombre que acababa de matar, y levantándole bien en lo alto, lo lanzó al grueso de sus atacadores tumbando con el peso del muerto é impulso del choque, a cuatro o cinco de ellos al suelo. Pero se levantaron a prisa todos menos uno que se fracturó el cráneo, y se le echaron encima de nuevo, y así, lentamente, bregando con infinita labor, aquellos lobos consiguieron dominar a un león. Resurgió, sin embargo, un momento Leo, y derribó a otro de un puñetazo, mas ya era demasiado hacer para un hombre solo contra tantos, y al fin cayó sobre el suelo de piedra como cae un roble con todas sus ramas, arrastrando consigo a cuantos en tomo se le colgaban. Sujetáronle entonces por los brazos y las piernas desembarazando el cuerpo.

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