Ella (14 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

¡Ah! ¡pobre piececito! ¡Coloquélo sobre el banco de piedra que lo había sostenido durante tantos miles de años, y me quedó meditando en quién sería la beldad que habría sostenido y conducido entre las pomposas fiestas de una civilización ignota.. primero cuando fue niña vivaz, cuando fue doncella ruborosa luego, y al fin cuando fue mujer completa!... ¡A través de qué salas llenas de vida despertando sus ecos, con el suavísimo paso, y después con qué firmeza por las polvorosas sendas de la muerte!... ¿Hacia qué lugar se había deslizado en el silencio de la noche cuando el eunuco negro dormía sobre el marmóreo piso, y cuyo era el oído que estaba aguardando oírlo?... ¡Bello piececito!... bien puedes haberte posado sobre el cuello del conquistador, inclinado al fin ante la hermosura femenil, y bien pueden haber opreso tu blancura realzada por las joyas, los labios de la nobleza y de los Reyes...

Envolví esta reliquia de lo pasado en los restos del antiguo trapo de lino, que probablemente habría formado parte del sudario de su dueño, pues que también estaba algo quemado, y púselo con cuidado en mi saco
Gladstone,
que había comprado en los almacenes del ejército y la armada.. ¡raras asociaciones de ideas! pensé.

Y luego, con la ayuda de Billali, dirigíme claudicante a visitar a Leo. Encontrélo, atrozmente magullado, mucho peor que yo, debido, quizá, a la excesiva blancura de su piel, y muy débil con la pérdida de sangre, de la herida del costado, aunque tan alegre como un grillo del campo y pidiendo qué almorzar. Job y Ustane le colocaron en una litera cuyas varas separaron para el objeto, y le condujeron a la sombra, a la entrada de la cueva de donde entre paréntesis, se habían quitado ya todos los rastros de la matanza de la noche anterior, y allí almorzamos y nos pasamos también, por cierto, todo ese día y la mayor parte de los siguientes.

A la tercer mañana Job y yo nos levantamos sanos del todo, y Leo se encontraba tan bien, que cedí a las repetidas instancias, de Billali para que, desde luego, emprendiéramos el viaje a Kor; que así nos dijeron que se llamaba el lugar donde habitaba la misteriosa
Ella
; aunque yo no dejaba de tener cierta inquietud por el daño que en la herida de Leo pudiera hacer el movimiento del viaje, perjudicando la cicatrización. La verdad es que, a no haber sido por la ansiedad que de partir demostraba Billali, lo que nos hacía sospechar que algo podría resultamos de malo si no nos apresurábamos, no hubiera consentido en emprender tan pronto el viaje.

ESPECULACIONES

A la hora de haber tomado la determinación de partir, cinco literas se presentaron a la entrada de la caverna cada una con sus cuatro cargadores y dos de repuesto, y también una tropa de cincuenta amajáguers armados, para escoltarnos y llevar nuestro equipaje. Tres de estas literas, por supuesto, eran para nosotros, otra para Billali, y supuse que la quinta seria para Ustane:

—¿La señora parte con nosotros padre mío? —preguntó al anciano que estaba disponiendo las cosas para la marcha. Él me contestó encogiéndose de hombros:

—Ella vendrá si quiere... En este país las mujeres hacen lo que les da la gana. Nosotros las adoramos y las dejamos siempre salirse con la suya pues que sin ellas el mundo, no podría continuar. Ellas son la fuente de la existencia

—¡Ah!.. —exclamé, porque la verdad era que desde este punto de vista no se me había presentado nunca la cuestión. Billali continuó:

—Las adoramos, pero, por supuesto, hasta cierto punto, mientras, no se hacen insufribles; lo que sucede cada dos generaciones quizá.

—Y ¿qué hacen ustedes entonces? —preguntéle con mucha curiosidad.

—Entonces nos revelarnos —dijo, sonriéndose, —nos revelamos y matarnos, a las más viejas para escarmiento de las jóvenes y para probarles que los más fuertes somos los hombres. Mi pobre esposa murió de este modo hará unos tres años. Fue lastimoso el hecho; pero si he de ser franco contigo, hijo mío, debo confesarte que mi vida desde entonces ha sido mucho más dichosa, porque mi edad me ha protegido de las jóvenes...

—Finalmente —dije, entonces repitiendo las palabras de un gran hombre, desconocido aun para los amajáguers, —has notado que tu situación es de mayor libertad y de menor responsabilidad.

El no comprendió la idea desde luego, por su demasiada vaguedad, aunque yo creo que mi traducción la expresaba bien pero al fin cayó en ello y exclamó:

—¡Bien, bien! ¡Babuino! ¡ahora lo comprendo!.. mas todas las
responsabilidades
han muero ya y por eso es que hay tan pocas viejas en el día. Pero ellas mismas se lo buscaron. En cuanto a esta muchacha —dijo con más grave tono —es valerosa a fe, y ama de veras a
León.
¿Viste como se abrazó a él, salvándole la vida? Y según nuestras costumbres ella es su mujer; tiene el derecho de acompañarle adonde vaya.. a no ser —agregó de un modo extraño. —que
Ella
la ordeno lo contrario, porque las órdenes de
Ella
están por encima de todo.

—Y sí
Ella
le ordenara que abandonase a Leo y la muchacha rehusara ¿qué sucedería?...

—Cuando el huracán manda al árbol que se doble y el árbol no quiere, ¿qué sucede?... Y sin decir más, fuese para su litera y a los diez minutos ya íbamos de viaje.

Como una hora y medía tardamos en atravesar la taza volcánica del valle y otra inedia hora se empleó en subir la cuesta del otro lado, en cuya cima pudimos ver un hermoso panorama. Ante nosotros se extendía el gran plano inclinado de una llanura donde a trechos surgían grupos de árboles principalmente de las espinosas tribus, y allá abajo, a unas ocho o nueve millas de distancia se divisaba confusamente el mar cenagoso con sus turbios y colgantes vapores. Fácil tarea para los cargadores era bajar la cuesta y como al Mediodía llegamos al pie de la falda junto al pantano, tristísimo, y allí hicimos alto para comer.

Después nos hundimos en la húmeda por tortuosas sendas, que cada vez se hacían más indistintas a nuestra inexperta vista incapaz de reconocerlas entre las huellas del paso abierto por las bestias y aves acuáticas. Aun hoy es para mí, un ministerio el arte de qué los nativos aquellos se valían para atravesar sus pantanos. Iban por delante deis hombres con larguísimas varas, que, de cuando en cuando, hundían en el fango ante sus pies; aquel suelo movedizo cambiaba constantemente por causas que ignoro, de modo que, un paso que, era seguro el mes anterior sepultaría seguramente ahora al viandante desprevenido. En mi vida veré un lugar más triste y funerario. La ciénaga se extendía por millas y más millas. En medio de ella había escasos trechos de tierra relativamente alta cubierta de hierba de clarísimo verde y un número infinito de charcos profundos bordeados de juncos muy altos entre los cuales zumbaba el bitor y las ranas cantaban; las millas y más millas se seguían del mismo modo sin más variación en ellas que la de la neblina productora de fiebre. No habitaban más seres en aquella ciénaga que las aves acuáticas y los animales que las hacen su presa y de ellos estaba materialmente cundida. Los ánsares y cigüeñas, patos, zarcetas, negretas, agachadizas y frailecillos nos rodeaban por todas partes en variedades que, veía por vez, primera y tan mansas todas que con un palo podría haber muerto las que hubiera querido. Entre estos pájaros llamóme la atención, sobre todo, una bellísima variedad pintada del género
scolopax
(agachadiza) casi del tamaño de la chochaperdiz inglesa y cuyo vuelo era más parecido al de esta última ave que al de la agachadiza de Inglaterra. También en los charcos había una especie de caimán pequeño o de iguana grande, —no puedo decir qué cosa era— que se alimentaba según me dijo Billali, de las aves acuáticas, y también una horrible culebra negra de agua cuya mordedura es muy dañina aunque no tanto como la del cobra; los sapos eran enormes y su voz proporcionada al tamaño, y en cuanto a los mosquitos, eran más sanguinarios aún que los que conocimos en el río y nos atormentaban a su gusto. Pero lo más malo, que en el pantano había era el hedor atroz de vegetaciones podridas que se sentía en todas partes y que a ratos era sofocante, junto con los efluvios o bochornos malarios que traía y que no teníamos más remedio que respirar.

En él metidos, pues anduvimos hasta que por fin se puso el sol con tristes esplendores a la sazón que llegábamos a un lugar, como de dos acres de extensión, donde se alzaba el terreno y que era como un pequeño oasis en medio de aquel cenagoso desierto, y allí dijo Billali que debíamos acampar. Cosa sencilla fue esto, pues no tuvimos que hacer más que salir de las literas, y sentarnos en el suelo alrededor de una pobre hoguera hecha de cañas secas y de alguna leña que con nosotros habíamos traído. Arreglámonos como mejor pudimos, y comimos con todo el gusto que era compatible con el hedor de la ciénaga y el calor sofocante propio de estos lugares cortado a veces por soplos de helada humedad que nos enfriaba hasta la médula de los huesos. Por mucho calor que tuviéramos preferíamos mantenernos junto al fuego, porque los mosquitos, a los cuales no les gusta el humo, nos incomodaban allí menos. Envolvímonos luego en nuestras mantas y tratamos de dormir; aunque yo, por mi parte, no pude conciliar el sueño, con la gritería de las ranas, y de los millares de agachadizas que volaban por encima de nuestras cabezas, sin contar obras incomodidades. Junto a mí estaba Leo echado y se me ocurrió mirarle: dormitaba; pero tenía como congestionado el rostro, lo que no me gustó ni un poco, y a la luz vacilante de la hoguera vi que Ustane, que estaba echada del otro lado suyo, se levantaba de vez en cuando a mirarle con mucha inquietud.

Nada podía, sin embargo, hacer por él; habíamos tomado ya todos, preventivamente, una buena dosis de quinina. Echéme pues boca arriba y me puse a contemplar las estrellas que a millares iban brotando hasta que la inmensa bóveda del cielo se puso resplandeciente, sellada de mundos. ¡Vista gloriosa es ésta que le sirve al hombre para medir su pequeñez!... Pero hice por dejarme de estas meditaciones porque la mente se debilita cuando se trata de sondar lo infinito, y observar las huellas del Todopoderoso que van de orbe a orbe, o de deducir de sus obras su intención arcana.

Cosas tales no son para que nosotros las sepamos. Muy potente es la sabiduría y muy débiles somos nosotros. Demasiado saber cegaría nuestra vida imperfecta; demasiada potencia nos embriagaría abrumando nuestra razón hasta hacernos caer y hundirnos en las profundidades de nuestra propia vanidad.

¿Cuál es el primer resultado del saber acrecentado del hombre por medio de la interpretación del libro de la Naturaleza gracias al persistente esfuerzo de su miope observación?... ¿No es casi siempre el hacerle cuestionar sobre la existencia de su Hacedor; más aún, sobre la existencia de todo propósito inteligente que no sea el suyo propio?

Velada está la verdad porque nosotros no podemos contemplar su brillantez, así como no podemos contemplar al corusco sol. Su fulgor nos mataría. La sabiduría entera no es para el hombre tal como aquí abajo, se encuentra hecho; para sus capacidades que son exiguas, por más que él tan grandes se las figura.

Cólmase a prisa el vaso, y si entonces una milésima parte de la sabiduría inefable y silenciosa que rige los vuelos de las esferas rutilantes y a la fuerza que volar las obliga cayera en él, estallaría haciéndose pedazos.

En otro lugar y tiempo, quizá otra cosa sea.. ¿quién lo sabe? Pero aquí, el sino del hombre nacido de la carne no es sino vivir entre labores y tribulaciones y perseguir las pompillas vanas que los hados aventan, a las que llama él placeres y alegrarse de que pueda tenerlas en la mano un punto antes de que se deshagan; y luego, cuando su tragedia se haya representado, y la hora haya sonado de morir, penetrar humildemente en donde él no sabe...

Mientras que encima fulguraban los mundos eternales a mis pies rodaban de aquí para allá las bolas de fuego, prole diabólica del pantano, juguetes de los vapores incapaces de reposar en la tierra: tipos de lo que es el hombre, imagen de lo que será quizá algún día si la fuerza viviente que a ambos formó así lo hubiese de ordenar también. ¡Ah! ¡Si pudiéramos año tras año conservarnos a esa gran altura del sentimiento que a veces por fugaz momento, alcanzamos!.. Si pudiéramos desprendernos los grilletes que aprisionan nuestra alma y elevarnos a la excelsa cimas desde la cual, como el viajero que observa la Naturaleza desde la cúspide de los montes de Darien, pudiéramos contemplar con los espirituales ojos de los nobles pensamientos las profundidades de lo infinito!..

¡Ah! ¡si nos fuera dado desprendernos de esta terrena vestidura y acabar de una vez con estas mundanales ideas y míseras aspiraciones y dejar de ser, como esas cadavéricas lumbres echados de aquí para allá por fuerzas extrañas a nuestra comprensión; o que si comprenderlas podemos, aún estamos obligados a obedecer por las exigencias de nuestra infeliz naturaleza!..

¡Sí!... ¡que pudiéramos desecharlas y vernos arrancados también de los lugares contaminados, de los zarzales de la tierra y como esos brillantes puntos de la altura nos encontrásemos colocados allá arriba por siempre rodeados de la lumbre de nuestro mismo ser mejorado, que aun ahora dentro de nosotros arde como el fuego débil de esas espectrales bolas palúdicas; y que pudiéramos depositar nuestra pequeñez en esa amplia gloria de nuestros ensueños, en ese mundo que invisible nos rodea y de donde toda la verdad, toda la belleza emana!..

Estos y parecidos pensamientos cruzaron por mi mente aquella noche. A atormentarnos vienen a cada rato. A atormentarnos, digo, porque ¡ay! el pensar sólo sirve para que conozcamos la incapacidad del pensamiento... ¿Para qué sirven nuestros débiles sollozos en medio de los tremebundos silencios de lo espacios? ¿Podrá nuestra inteligencia descifrar les arcanos de ese firmamento tachonado por los rutilantes orbes? ¿Qué contestación da el firmamento a nuestras preguntas?... ¡Ninguna! ¡Ninguna!... ¡Nada más que ecos nos envía y fantásticas visiones!... Y creemos, empero, que una contestación existe y que, alguna vez lucirá una aurora para alumbrar los senos de la noche larguísima que nos ha envuelto. ¡Y así lo creemos porque aún hoy sentimos sobre el corazón el reflejo, que su hermosura nos envía desde más allá del horizonte del sepulcro, reflejo que llamamos la Esperanza! Sin la esperanza sufriríamos la muerte moral, y con ella podemos escalar basta el Cielo... ¡Y si no fuese ella tampoco más que un piadoso espejismo, formado a fin de que no desesperemos, así y todo, servirá siquiera para que nos hundamos dulcemente, al menos, en el abismo del eterno sueño!...

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