Read Ella Online

Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

Ella (17 page)

Seguíla pues a la habitación siguiente a la mía en donde aún no había entrado, y en ella me encontró a Job, que también había sido conducido allí por otra linda joven muda para gran confusión suya Job no se había recobrado aún de las emociones de la declaración amorosa que lo había hecho la jamona de marras, y sospechaba de todas las mujeres que se le acercaban.

—Tienen estas, mozas una manera de mirar a las gentes —solía decir para sincerarse —que no me atrevo a calificar de decente, Mr. Holly...

Esta nueva habitación tenía doble tamaño que las que servían de dormitorio, y desde luego vi que había sido destinada a refectorio por los que la labraron y también de taller del embalsamamiento para los sacerdotes de los difuntos; porque debo decir, o repetir, que estas cavernas artificiales no eran ni más ni menos que inmensas catacumbas, en las que se habían conservado por miles de años los restos mortales de la gran raza extinta cuyos monumentos y reliquias nos rodeaban por todas partes y con arte tal que no ha sido jamás igualado. A ambos lados de esta habitación rocosa había dos grandes mesas, labradas en la peña viva como de tres pies y seis pulgadas de altura y a la extremidad de cada una había una claraboya para la admisión de la luz y el aire. Pero las mesas no eran precisamente iguales: una de ellas la de la izquierda según se entraba evidentemente no había sido hecha para comer, sino para embalsamar sobre ella los cadáveres. No había duda sobre esto porque lo indicaban cinco leves depresiones de la losa todas conformadas imitando la figura humana con un lugar señalado para que descansara la cabeza y como una especie de puente para sostener la nuca; cada depresión de la piedra era de diferente tamaño como para acomodar cuerpos de distinta estatura desde la de un adulto hasta la de un niño pequeño, y todas tenían agujeros a trechos para que corrieran los líquidos. Pero no había más que mirar a los muros para convencerse de la aplicación a que la sala se había destinado. Esculpida allí, todo alrededor de ella y luciendo tan fresca como el día en que se había acabado de hacer, veíase la representación plástica de la defunción, embalsamamiento y funeral de un viejo de larga barba un rey quizá, o un elevado personaje del país.

El primer cuadro representaba su muerte. Yacía sobre un lecho de cuatro cantones de palo curvos, terminados por unas bolas como las notas escritas de la música. Era el momento en que expiraba sin duda. Veíanse en torne del lecho mujeres y niños que lloraban, ellas con él pelo suelto sobre la espalda. La segunda escena representaba el embalsamamiento del cuerpo, que yacía desnudo sobre una mesa con depresiones parecidas a las de la que adelante teníamos; quizá fuera la reproducción de la misma mesa. Tres hombres estaban ocupados en la tarea; uno la dirigía, el otro sostenía un largo y fino embudo cuya extremidad más estrecha estaba inserta en una incisión hecha en el pecho, la gran arteria pectoral sin duda y el tercero, acuchillado sobre el cadáver, sostenía un jarro en alto y derramaba de él un líquido humeante que caía en el embudo.

El tercer relieve representaba el funeral del mismo difunto. Allí estaba tieso y helado, envuelto en un traje de lienzo y tendido sobre una losa como la que me ha servido de cama en la cueva de Billali. Una lámpara ardía a sus pies y otra junto a la cabeza y todo en torno tenía colocadas varias de las bellas vasijas, que describí en otra parte, y que supongo estarían colmadas de provisiones. La pequeña cueva estaba llena de dolientes y de músicos que tocaban en unas especies de liras, mientras que a los pies del muerto estaba un hombre con una sábana en disposición de echársela encima.

Bajo el punto de vista artístico meramente, estas esculturas eran tan notables que no tengo necesidad de disculparme por haberlas descrito con tanta extensión. Pero para mí vallan mas que como obras de arte, por representar con tanta claridad los postreros ritos, de los muertos conforme los practicaba un pueblo extinto en absoluto, y aún me figuro ahora la envidia con que oirían dar cuenta de ellos algunos colegas míos, anticuarios de Cambridge, si se presenta alguna vez la oportunidad de hacerlo. Dirían probablemente que yo exageraba; por más que cada página de esta historia ha de tener tan hondamente impreso el sello de la veracidad, que excluya toda sospecha de que invento lo que digo. Se notará que no es posible.

Siguiendo con mi relato, dirá que apenas hube examinado rápidamente estas esculturas, que creo haber omitido decir que estaban hechas en bajo relieve, nos sentamos, a una excelente colación de cabra cocida leche fresca y galletas, de harina de maíz, todo servido en pulcras bandejas de palo.

Después de comer volvimos a ver cómo seguía el pobre Leo, y Billali nos dijo que iba a ponerse a las órdenes de
Ella.
Encontramos a Leo muy mal. El pobre muchacho se había despertado de su letargo y estaba delirando: hablaba de una regata en el Cam, y se tornaba agresivo; cuando entramos en su cuarto, Ustane le estaba sujetando en su cama. Mi voz pareció tranquilizarle un poco y porque se quedó quieto por un rato y consintió en tomar una dosis de quinina.

Hacía una hora que estaba sentado junto a él, y ya había obscurecido, tanto que sólo podía distinguir su cabeza como un reflejo de oro sobre la almohada que habíamos hecho de un saco forrado con una manta cuando de pronto se apareció Billali, y con un gran aire de importancia me informó de que
Ella
misma se había dignado expresar su deseo de verme honor, agregó, que no concede a todo el mundo.

Paréceme que el buen viejo se horrorizó al ver la calma con que yo recibía el anuncio de tanto honor, pero la verdad es que no me sentía abrumado de gratitud con la esperanza de contemplar a alguna reina prieta por absoluta y misteriosa que fuese y sobre todo entonces, preocupado como estaba por el queridísimo Leo, que empezaba a ponerme en mucho cuidado por su gravedad.

Levantóme empero, para ir con Billali, cuando vi algo que brillaba en el suelo de piedra y fui a recogerlo. Recordará, quizá, el lector, que en el cofrecillo de plata habíamos, encontrado con los pergaminos y el fragmento de ánfora un
scaraboeus
grabado con una O redonda un gran pájaro y otros jeroglíficos, y que el significado de esos caracteres era
Suten se
Ra, o sea: «Real Hijo del Sol». Pues bien, Leo había hecho colocar este escarabajo, que era muy pequeño, en un sortijón de oro macizo, como los que se usan para sellar con lacre, y esta era precisamente la cosa que brillaba en el suelo y que yo recogí. Se la habría arrancado, quizá, del dedo en un paroxismo febril y lanzándola contra el suelo; para que no se perdiera me la puse yo mismo en el meñique, y dejando a Job y Ustane en el cuarto con Leo, seguí a Billali.

Anduvimos, por la galería de nuestras habitaciones atravesamos la gran nave central de la cueva y pasamos a la parte opuesta donde continuaba la galería y a cuya entrada estaban parados los centinelas como dos estatuas. Al pasar nosotros inclinaron la cabeza y levantando luego las enormes lanzas se las colocaron transversalmente en la frente, como habían hecho los oficiales de las tropas, con sus varillas de marfil para recibir a Billali. Encontráme entonces en una galería exactamente igual a la en que en nuestros cuartos estaban del lado opuesto, con la única diferencia de que ésta se hallaba mucho mejor iluminada. A los pocos pasos hallamos cuatro mudos, dos hombres y dos mujeres que se inclinaron y se pusieron a andar con nosotros, las mujeres por delante y los hombres por detrás, y continuamos nuestra procesión de este modo, pasando por ante muchas puertas que tenían colgaduras parecidas a las de nuestras habitaciones y que, según supe después, eran las de los mudos servidores de la Reina. Al fin llegarnos al fondo de la galería y nos encontramos delante de un arco a cuyos lados había de centinelas dos guardias más, que eran de color amarillo, casi blancos, y estaban vestidos; los cuales se inclinaron también para saludarnos, y levantando los pesados cortinajes que cerraban el paso, nos introdujeron en una gran antecámara como de cuarenta pies cuadrados, en la que se hallaban unas ocho o diez mujeres jóvenes y bellas en su mayoría y de claros cabellos sentadas en almohadones y trabajando con agujas de marfil en una trama puesta sobre bastidores de madera.

Sordomudas también eran todas. Al fondo de esta antecámara había otra gran puerta cerrada por colgaduras pesadas, que tenían un aspecto oriental, y muy distintas, por cierto, de las que pendían ante las puertas de nuestras habitaciones. De pie se hallaban junto a la puerta dos muchachas de singular hermosura con la cabeza inclinada sobre el pecho y cruzados los brazos, en actitud de la mayor sumisión. Levantaron las manos simultáneamente, é hicieron correr las colgaduras. Entonces Billali hizo una cosa curiosa. Aquel caballero de tan venerable aspecto —porque Billali era un caballero en el fondo, —se dejó caer sobre sus rodillas y sus manos en el suelo y en esta indigna postura con la barba barriendo el piso, empezó a gatear en dirección al siguiente aposento. Yo le seguía andando por mis pies como de costumbre, él lo notó y me dijo angustiado, en voz baja:

—¡Prostérnate, hijo mío!... ¡prostérnate, Babuino! Entramos a la presencia de
Ella
y si no te humillas te va a fulminar ahí mismo...

Yo me detuve un poco, grandemente impresionado de súbito y a la verdad, sentí que mis rodillas se doblaban por sí solas. Poco después vino la reflexión en mi auxilio... Yo era inglés, y ¿por qué —me interrogué a mí mismo, —habría de arrastrarme ante una mujer salvaje, cual si fuera un mono de hecho como de nombre?... No quería ni podía hacerlo mientras que no dependiese de ello absolutamente mi existencia

Si una vez me arrastrase sobre las rodillas tendría siempre que hacerlo, y esto sería una señal manifiesta y voluntaria de inferioridad. Y así fue que, sostenido por una preocupación insular, en contra del
kotoage
, preocupación que, como otras tantas de los ingleses, esta fundada en una gran cantidad de sentido práctico y común, arrogantemente tieso seguí detrás del humillado Billali. Pasamos a otro apartamento mucho menor que la antecámara y cuyos muros estaban cubiertos por tapices tan brillantes como los de la entrada que, según supe más tarde eran obra de las mudas que trabajaban en los bastidores.

En aquel lugar vi una porción de asientos hechos de una hermosa madera negra de la especie del ébano, incrustados de marfil, y todo el piso estaba también cubierto de alfombras, o más bien de paños felpudos. Al fondo de esta habitación había una especie de camarín, todo cubierto también de tapices en el cual lucían también ciertos resplandores. Estábamos completamente solos.

Lenta y trabajosamente avanzaba Billali arrastrándose por aquella habitación, y yo le seguía tratando de asumir la más digna postura de que era capaz. Mas comprendí, desde luego, que me malograba la pretensión, y ante todo, ¿dígaseme si es posible aparecer digno cuando hay que ir por detrás de un viejo que va arrastrándose sobre el vientre como una culebra y cuando para moverse uno con la lentitud debida, ha de mantener a cada paso la pierna suspendida en el aire, por algunos segundos, o ha de avanzar con enfáticas paradas, como hace en el teatro María Estuardo al dirigirse al cadalso?... Billali no era un gran gateador, sus años quizá se lo impedían, y tardábamos demasiado en nuestra marcha por el cuarto. Inmediatamente detrás de él iba yo, y varias veces me acometieron irresistibles deseos de ayudarle a moverse con un buen puntapié. Era tan absurda la idea de adelantarse uno a la presencia de una salvaje majestad en la guisa de un irlandés que lleva un puerco al mercado, porque a esto me figuré yo que nos parecíamos, que al ocurrírseme esta idea por nada suelto allí mismo la carcajada.

Tuve que dominar mi peligrosa tendencia a la burla inoportuna apelando al vulgar procedimiento de sonarme la nariz; lo que llenó de horror al viejo, que mirándome por encima de su hombro, con aspecto aterrado, murmuró:

—¡Ay!... ¡mísero Babuino!...

Llegamos por fin a las cortinas del camarín. Billali se aplastó entonces del todo, extendiendo los brazos hacia delante cómo si estuviera muerto, y yo, sin saber qué hacer, me puse a mirar todo mi alrededor. Mas entonces sentí que alguien me estaba mirando por detrás de la colgadura. Yo no podía ver quién fuese pero sentía evidentemente la mirada y más aún, sentía que me producía en los nervios un efecto rarísimo. Estaba asustado sin saber por qué. El lugar aquel era bien raro, en efecto, a pesar de su rica tapicería y del suave resplandor de las lámparas, y a la verdad que estos accesorios parecían aumentar su soledad por la misma razón que una calle alumbrada durante la noche parece más solitaria que otra que está a obscuras. Profundo silencio reinaba; Billalii no se movía en su postura delante de las cortinas cerradas, de entre las cuales brotaban como ondas de un perfume extraño, que parecían subir a perderse en la oscuridad de la bóveda de arriba.

Pasaban los minutos y la cortina no se movía ni se oían otros rumores de vida; pero, en tanto, sentía yo que me atravesaba la mirada fija de un ser desconocido, llenándome de un terror indecible y condensándome el sudor en gotas, sobre la frente.

Al fin noté algún movimiento en las colgaduras... ¿Quién se hallaría detrás de ellas?... ¿Alguna reina salvaje desnuda?... ¿Alguna beldad oriental y lánguida?... ¿O alguna joven señora civilizada tomando té?... No tenía la más pequeña idea de quién pudiera ser, y no me hubiera asombrado de ver a cualquiera de las tres clases de mujer que he mentado. Ya había pasado yo de los límites del asombro. Agitóse un poco la colgadura y surgió de entre sus pliegues una mano bellísima y blanca, blanca como la nieve, de afilados y largos dedos, rematados en róseas uñas. La mano sujetó un borde de la colgadura y la corrió a un lado, y al mismo tiempo escuchó la voz más suave y argentina que en mi vida oí, que me recordaba el murmullo de un arroyuelo, y que, me dijo en un árabe purísimo, clásico, bien distinto al dialecto de los amaláguers.

—¿Por qué, extranjero, tanto te embarga el temor?

Quedéme bastante sorprendido al oír esta pregunta yo, que a pesar de mis terrores internos, me figuraba haberlos disimulado conservando la impasibilidad del rostro. Antes de que hubiera podido pensar mi respuesta corrióse del todo la cortina y contempló una alta figura ante mí. Y digo una figura porque no sólo el cuerpo, sino también el rostro y la cabeza estaban envueltos en un género blanco y suave como una fuerte gasa y de tal modo, que a primera vista me hizo recordar un cadáver cubierto por el sudario. No sé, a la verdad, por qué pudo ocurrírseme esta aproximación de ideas, pues que los pliegues de su vestidura eran tan tenues que a su través vislumbraba el color rosado de la carne que ceñían.

Other books

Shadow of the Sun by Laura Kreitzer
The Forgotten Trinity by James R. White
The Awakening by Nicole R. Taylor
Pull by Kevin Waltman
Skinny by Ibi Kaslik