Ella (21 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

—¡Ah! ¡no hay agua caliente en este lugar de bestias!.. Paréceme que estos desgraciados no la usan sino para hervirse los unos a los otros —y suspiró profundamente.

—¿Qué le pasa a usted, Job? —le pregunté.

—Dispénseme usted señor —contestó tocándose el pelo. Me figuré que usted dormía y la verdad es que tiene usted cara de necesitarlo... ¿ha pasado usted mala noche, sin duda?

Di un gemido en contestación. Mala noche había pasado, en efecto, y tanto, que no me parece que, pasaré otra igual mientras viva

—¿Cómo sigue Mr. Leo, Job?

—Lo mismo, señor. Si no se mejora pronto, concluirá, y no hay más que hablar. Aunque debo decir que ese salvaje de Ustane se porta con él casi como si fuera una cristiana bien bautizada. Siempre le está encima o dando vueltas por todos lados para ver lo que necesita y cuando yo intervengo para cualquier cosa, es de ver cómo se pone; se le paran los pelos y jura y vota en su lengua pagana... al menos así me le parece por la cara que pone.

—Y ¿qué hace usted entonces?

—Yo le hago un cortés saludo y la digo: Joven su posición de usted es un tanto irregular y no puedo reconocer a usted ningunos derechos, permítame usted que le advierta cómo tengo yo deberes que cumplir para con mi amo que está incapacitado por la enfermedad, y que los cumpliré en tanto que, yo mismo no me incapacito... Pero ella ni se preocupa ¡bah!.. sigue votando y maldiciendo en su lengua peor que nunca... Anoche ¿qué hace? mete la mano debajo de esa clase de camisón de dormir que por traje lleva y saca un cuchillo con una hoja ondeada y yo saco mi revólver, y nos ponemos a dar vueltas alrededor de todo el cuarto, hasta que al fin echa ella la carcajada. No es muy decente que digamos el que tenga un cristiano que habérselas con una mujer, aunque sea salvaje, y tan bonita; pero es natural que suceda esto y mucho más cuando se es tan tonto (y recalcó con gran énfasis la palabra tonto) como para venir a buscar a lugares como éste cosas que ninguno podrá encontrar jamás. Esta es, señor, mi triste opinión... mi propio juicio; aunque todavía no he acabado de comprender bien lo que nos está pasando, pero me parece que antes de acabar de comprenderlo ya nos habrán acabado a nosotros aquí, metidos como estamos entre estas cuevas de aparecidos y cadáveres sin que vea cómo podríamos salir de ellas. Pero me voy, señor, a ver cómo anda el caldo de Mr. Leo, si es que me lo permite ese gato montés de miss Ustane, y quizá querrá usted levantarse porque ya son más de las nueve.

Las observaciones de Job no eran precisamente consoladoras para un hombre que había pasado la noche que yo pasé, apoyadas como estaban en la realidad de los mismos hechos. Teniéndolos en cuenta todos, unos con otros, parecíame imposible de todo punto el que pudiéramos escaparnos del lugar en donde estábamos. Suponiendo que curase Leo y suponiendo también que
Ella
nos permitiera marcharnos y que no nos
fulminase
en unos de esos raptos de cólera o que no nos
envasijasen
los amajáguers; todavía sería imposible que pudiéramos nosotros encontrar nuestro camino a través de las ciénagas que, extendiéndose por millas y millas formaban una defensa natural, mayor y más inviolable en torno de los diversos retiros del pueblo de entre las rocas, que cualesquiera otras que hubieran concebido o ejecutado los hombres. No, no había más remedio que afrontar la situación... y por mi parte afirmo que tanto me interesaba mi situación misteriosa a pesar del triste estado de mis nervios, que yo no podía si no seguir en ella, aunque tuviera que pagar con la vida la satisfacción de mi curiosidad.

Después que me lavé y vestí, pasé al cuarto de comer o de embalsamar, más bien; donde conseguí refaccionarme un tanto con lo que, me sirvieron, las muchachas mudas. Fui luego a ver al pobre Leo, que, estaba delirando y no me conoció. Cuando pregunté a Ustane su opinión sobre el estado del enfermo, ella movió la cabeza un poco y se echó a llorar. Pocas esperanzas abrigaba ya y entonces resolví ver si era posible a
Ella
para rogarla que viniera a curarle.
Ella
podía curarle si quería así me lo había dicho, al menos. En esto, entró Billali en el cuarto, y al ver a Leo, también movió la cabeza como quien desespera.

—Morirá a la noche dijo.

—Padre mío, ¡que Dios no lo permita! —contesté y me marché de allí con el corazón opreso.

—Quien debe ser obedecida,
reclama tu presencia Babuino —me dijo el anciano al llegar a la cortina de la entrada. —Pero ten más cuidado, hijo mío. Ayer creí que
Ella
te fulminaría al no verte humillado en su presencia.
Ella
está ahora en sesión en la gran sala para juzgar a los que, quisieron matarte a ti y a tus compañeros. Vamos, hijo mío, vamos a prisa.

Seguíle por la galería y al llegar a la gran nave, vi que una multitud de amajáguers, ya vestidos con la túnica o simplemente adornados del taparrabos, pasaba por ella apresuradamente. Nos mezclamos con esa multitud y empezamos a subir por la caverna que era casi interminable. Los muros, por ambos lados, estaban profusamente, esculpidos, y a cada veinte pases o cosa así, abríanse galerías traviesas en ángulos rectos que, conducían, según Billali me dijo, a las tumbas labradas en la peña por «el pueblo anterior». Nadie visitaba ahora esas tumbas —agregó, —y confieso que me regocijé entonces pensando en las oportunidades de investigación anticuaria que se me ofrecían.

Llegamos, al fin, al fondo de la nave, donde había una especie de meseta rocosa exactamente igual a la en que fuimos atacados con tanta ferocidad en la otra caverna; lo que me sugirió la idea de que debieron haber servido de altares en la época remota en que se abrieron las cavernas, para la celebración de las ceremonias religiosas, y quizá, especialmente, para los ritos fúnebres. A ambos lados de la meseta abocaban pasadizos de mina que conducían a otras cavernas llenas de muertos también, porque la montaña casi estaba llena de ellos y —me agregó Billali —en el mejor estado de conservación.

Frente a la meseta estaba reunida una gran multitud de personas de ambos sexos que se mantenían silenciosas, inmóviles y con su expresión sombría tan peculiar, que hubiera entristecido al mismísimo Mark Tapley con solo verla cinco minutos. Sobre la plataforma había una silla rudamente hecha de madera negra incrustada de marfil con asiento de fibra vegetal, y agregado a las patas delanteras de la silla un ancho taburete para descansar los pies. Oyéronse de súbito estos clamores:

—¡Hiya! ¡Hiya (¡
Ella! ¡Ella!)

Inmediatamente la muchedumbre se precipitó al suelo, como si todo hubiera sido herido de muerte y solamente yo fuese el superviviente de tan enorme matanza. En esto, empezó a brotar del pasadizo de la izquierda una larga fila de tropa que se ordenó a arribos lados de la meseta; después de la tropa salieron unos veinte mudos y otras tantas mudas con lámparas en las manos y, finalmente apareció una alta figura blanca embozada de los pies a la cabeza.. Era
Ella
Subió a la plataforma y se sentó en la silla Luego me dijo en griego, quizá para que no la entendieran los circunstantes:

—Ven acá, Holly, siéntate a mis pies verás cómo juzgo a los que quisieron matarte. Dispénsame si mi lenguaje griego vacila como un hombre cojo. Mi lengua está entorpecida ¡tanto ha que no la escuchaba!...

Inclinéme con respeto y subiendo a la plataforma me senté a sus pies.

—¿Cómo dormiste, Holly mío? —preguntóme.

—Mal, ¡oh Ayesha!... —respondí con toda sinceridad, con el íntimo temor de que sabría quizá cómo habría empleado la noche.

—¡Así es! —dijo riendo un poco. —Tampoco yo pude dormir bien. Tuve sueños anoche y yo creo que, tú fuiste la causa de que los tuviese Holly.

—Y ¿qué soñaste, Ayesha? —pregunté como con indiferencia

—Soñé —dijo rápidamente, —con alguien que odio y con alguien que amo... Cambiando de lengua entonces díjole en árabe al jefe de su guardia:

—Conduce a esos hombres ante mi.

Inclinóse profundamente el jefe, porque éste y su guardia habían permanecido de pie, y se marchó luego con sus subordinados por el pasadizo de la derecha.

Siguió luego un momento de silencio.
Ella
reposó su velada cabeza sobre la mano, pareciendo sumida en sus pensamientos, mientras que delante estaba la multitud tendida sobre sus vientres meneando un tantico las cabezas para contemplarnos un poco con sólo un ojo. Parecía que, como su reina se presentaba tan pocas veces en público, estaban dispuestos a sufrir estos inconvenientes y aun a arrostrar más graves peligros, por tener la ocasión de verla o de ver más bien sus ropas; que ninguno de los que allí estaban menos yo, le había visto nunca el rostro. Notáronse, al fin, ciertos reflejos de luz y se oyó el paso de los hombres por el pasadizo, hasta que desembocaron en la gran nave los guardias con los presos, que serían unos veinte o más, y en cuyas fisonomías luchaba la natural expresión de feroz indiferencia con la gran inquietud que, sin duda abrigaban a su salvaje corazón. Dispuestos fueron en una fila frente a la plataforma o iban a arrojarse al suelo como los demás espectadores cuando
Ella
se lo impidió.

—¡No! —dijo con su voz dulcísima; —quedad de pie, os ruego. Quizá pronto estaréis aburridos de yacer echados... —y se rió melódicamente.

Vi correr una ondulación de terror por la fila de los míseros condenados, y, por malvados que fuesen los compadecí. Algunos minutos pasaron, quizá fueron dos o tres sin que nada nuevo ocurriese y durante cuyo tiempo
Ella
parecía que los iba examinando despacio y curiosamente uno por uno, a juzgar por el movimiento de su cabeza porque sus ojos no se podían ver, por supuesto, y después se dirigió a mí hablándome con tono tranquilo y formal:

—¡Oh, tú, huésped mío! conocido en tu propio país por el nombre de Espinoso Árbol, ¿reconoces a esos hombres?

—Sí, ¡oh reina! los reconozco a casi todos.

Los reos me lanzaron una rabiosa mirada.

—Pues relata ahora aquí la historia que ya conozco.

Precisado a ello, hice entonces tan brevemente como pude la narración de la fiesta antropófaga y de la frustrada tortura de nuestro infeliz criado, que fue recibida en silencio por los espectadores por los acusados mismos y por
Ella.
Cuando hube acabado de hablas
Ella
llamó por su nombre a Billali para que confirmara mi relato, lo que hizo el anciano sin levantarse del suelo. Y no se recibieron más pruebas.

Entonces
Ella
habló con una fría y clara entonación, y muy distinta de la que le era usual, y por cierto, que una de las cosas más, notables de esta criatura extraordinaria era la maravillosa facultad que tenía de adaptar su entonación de voz a la necesidad de los momentos; y dijo:

—Ya lo habéis oído, hijos rebeldes. ¿Qué tenéis ahora que alegar para que mi venganza no caiga sobre vosotros?

Por un instante, hubo silencio; pero rompiólo al fin uno de los reos, un individuo de amplio y hermoso pecho, de edad mediana y bien marcadas facciones cuya mirada era de gavilán. El cual dijo que las órdenes recibidas se redujeron a que no se tocase a los hombres blancos, sin que se mentase al criado negro, y que a ello instigados por una mujer que había muerto en la refriega trataron de envasijarlo, conforme a la antigua y honorable costumbre del país, con el fin de comérselo a su tiempo. En cuanto al ataque que nos habían hecho, dijo que fue en un rapto de repentina furia y que se arrepentían hondamente de ello. Y concluyó suplicando con humildad que se les hiciera misericordia o que se les desterrase a los pantanos, para que en ellos muriesen o viviesen según su fortuna; pero en la cara se le conocía que no tenla esperanza ninguna de perdón.

Hubo otra pausa luego, y reinó el más profundo silencio en el vasto antro que, iluminado como estaba par las chisporroteantes lámparas que producían intervalos de claridad en la constante sombra ofrecía el más fantástico aspecto, aun en un país tan fantástico. Allí, sentada en su bárbaro trono conmigo a sus pies estaba la rebozada mujer blanca cuyo poderío tremebundo la circundaba como un halo. Y jamás vi lucir su apariencia embozada tan terrible como eh aquellos momentos en que estaba reconcentrándose para la venganza.

Esta cayó por fin.

Empezó a hablar en voz baja, que se fue robusteciendo por grados hasta que todo el espacio quedó vibrante por ella.

—Perros y sierpes —dijo, —comedores de carne humana dos cosas habéis hecho: primera habéis atacado a estos extranjeros, que eran hombres blancos, y quisisteis matar a su criado, y por esto sólo merecéis la muerte. Pero no es esto todo. Osasteis desobedecerme. ¿No os envié mis órdenes por Billali, mi criado y vuestro padre? ¿No se os había enseñado desde la infancia que la ley dé Hiya es una ley eterna, y que perece el que la quebrante en un ápice o tilde? ¿Y no sabéis que es ley mi menor palabra? ¿No os han enseriado esto vuestros padres desde antes de que pudisteis hablar?... Bien que lo sabéis vosotros, ¡ah, malvados! Pero sois perversos todos... perversos hasta la médula y la maldad burbuja en vosotros como el aire de las fuentes en la primavera. Y ahora, pues, que hicisteis esto, porque habéis tratado de matar a esos hombres que eran mis huéspedes y más aún porque habéis osado desobedecer mi orden os condeno a este castigo: Que seáis conducidos a la caverna de la tortura y entregados a los torturadores para que desahoguen en vosotros su capricho, y que al caer el sol de mañana los que de entre vosotros existáis aún, seáis muertos por la vasija como quisisteis matar vosotros al criado de éste mi huésped.

Cesó de hablar y un ligero, murmullo de horror circuló por la inmensa y poblada nave. Las víctimas, apenas se hicieron cargo del gran horror de su sentencia, perdieron su nativo estoicismo y se arrojaron al suelo llorando e implorando misericordia de un modo que espantaba el contemplarlo. Yo me volví a Ayesha y le supliqué que los perdonara ó, al menos, que atenuara su terrible pena. Mas era ella de dureza diamantina.

Hablóme en griego otra vez, y en verdad que, aunque siempre he sido reputado por bastante, buen helenista tenía cierta dificultad en entenderla sobre todo por razón de la prosodia. Ayesha es claro, ponía el acento a la usanza de sus contemporáneos, y nosotros no tenemos más que, la pronunciación moderna y una tradición insuficiente para guiarnos en cuanto a la articulación. He aquí lo que contestó a mis ruegos:

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