Ella (22 page)

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Authors: H. Rider Haggard

Tags: #Aventura, Fantástico, Clásico, Romántico

—Holly mío, no puede ser lo que pides. Si yo fuese misericordiosa para estos lobos, vuestra vida no estaría segura entre ellos un solo día. Tú no los conoces. Son tigres lamedores de sangre, y aun ahora sedientos están de vuestras vidas. ¿Cómo crees tú que yo rijo a este pueblo? No tengo más que un regimiento de guardias para llevar a cabo mis órdenes; de modo que no es por la fuerza que me impongo, sino por el terror. No, los hombres esos morirán, y morirán corro he dicho... y volviéndose de súbito al jefe de la guardia dijo en árabe y voz alta:

—¡Ya he pronunciado mi sentencia... que se cumpla!

LAS TUMBAS DE KOR

Hizo Ayesha un movimiento con la mano después que se llevaron los prisioneros, y la multitud se volvió y empezó a moverse a rastra como una dispersa manada de ovejas. Cuando estuvo a una buena distancia de la plataforma todos se pusieron de pie, y andando entonces se marcharon dejándonos solos a la reina y a mí, con los mudos de ambos sexos y unos cuantos guardias, porque, la mayor parte de éstos se habían ido con los míseros condenados.

Pareciéndome buena esta oportunidad, le supliqué a
Ella
que viniera a ver a Leo, informándole de su gravedad; mas no quiso, diciendo que de seguro, no moriría sino a la noche porque los atacados de esa fiebre no acababan generalmente sino al anochecer o al amanecer. Y también me dijo que era conveniente dejar que la fiebre se gastase por sí propia antes de que ella interviniese en la cura. Disponíame yo a irme también, cuando me dijo que la siguiera porque quería hablarme y mostrarme las maravillas de la caverna.

Demasiado prendido estaba yo en las redes de su fatal fascinación para negarme a lo que me ordenase, aun cuando hubiera querido hacerlo, que no quería. Levantóse pues
Ella
de su asiento, y haciéndole algunas señas a los mudos, bajó de la meseta. Cuatro de las muchachas tomaron unas lámparas y se colocaron dos delante y dos detrás de nosotros, y todos los demás de su séquito se marcharon.

—Verás ahora Holly, algunas cosas peregrinas de estos, lugares —me dijo. —Contempla esta gran caverna ¿Viste nunca ninguna igual? Fue labrada sin embargo, y muchas otras parecidas, por la mano de la raza extinta que habitó en una época la ciudad que está en ruinas en la llanura. Debió haber sido un gran pueblo ese de Kor, pero como los egipcios pensaba mucho más en los muertos que en los vivos... ¿Cuántos hombres te parece que se necesitarían, trabajando durante cuántos años, para abrir esta caverna y todas las galerías que contiene?

—¡Miles de miles!

—Así es ¡oh, Holly! Este pueblo era ya antiguo antes de que los egipcios existieran. Algo puedo leer de sus inscripciones porque al fin he descubierto la clave... y mira: ésta es una de las últimas cavernas que labraron.

Volvióse hacia el muro que estaba detrás de ella y le hizo señal a las mudas para que alzaran sus lámparas.

Esculpida sobre la meseta velase la imagen de un anciano sentado en tina silla con una varita de marfil en la mano. Pude notar que sus facciones se parecían muchísimo a las del hombre que se estaba embalsamando en las esculturas de la sala donde comíamos. Bajo la silla —que, diré de pasada tenía la misma forma que la ocupada por Ayesha para el acto de justicia, —se veía una corta inscripción en los caracteres a que ya he hecho referencia pero de los que no guardo la memoria bastante para reproducirlos gráficamente. Parecíanse mucho a los chinos. Ayesha empezó a traducirlos con cierta dificultad y vacilación. Decían así:

«En el año cuatro mil doscientos, cincuenta y nueve de la fundación de la imperial ciudad de Kor, fue concluida esta caverna (ó lugar de descanso, por Tisno, rey de Kor, habiendo trabajado en ella el pueblo y sus esclavos durante tres generaciones para que fuese el sepulcro de los ciudadanos, distinguidos que nazcan luego. Que la bendición del Cielo que está sobre el Cielo descanse en su obra y haga profundo y dichoso el sueño del Tisno, cuyas facciones grabadas están arriba hasta el día del despertar; así como el sueño de sus servidores y el de todos los de su raza que, surgiendo después de él, hayan también empero, de bajar tanto sus cabezas»

—Ya ves Holly, cómo este pueblo fundó la ciudad, cuyas ruinas ocupan la llanura cercana cuatro mil años antes de que se concluyeran estas cavernas. Y, sin embargo, cuando yo la vi por vez primera hace dos mil años, la encontró exactamente igual a como está hoy. ¡Juzga pues cuán antigua no será! Sígueme ahora, y yo te enseñaré de qué modo cayó la gran ciudad cuando le llegó su hora.

Ella
anduvo hasta el centro de la nave y se paró en un lugar en que se veía una piedra redonda colocada en un agujero del piso, como de dos pies de diámetro, para cerrarlo por completo, y que me hizo recordar las placas abovedadas de hierro con que en las aceras londinenses se tapan los huecos hechos para el carbón.

—¿Ves esto? —me preguntó. —¿Qué te figuras tú que es eso?

—No sé —contesté; —no puedo saberlo.

Dirigióse
Ella
entonces hacia el lado izquierdo de la nave, según se miraba a la entrada é hizo señal otra vez a las mudas de alzar las lámparas.

En el muro vi pintada en rojo una inscripción de caracteres parecidos a los que estaban esculpidos, bajo la figura de Tisno, rey de Kor. La figura se conservaba bastante bien para que se pudiera leer, y así descifró Ayesha la escritura.

«Yo, Junis, sacerdote, del Gran Templo de Kor, escribo esto sobre la peña en el año cuatro mil ochocientos tres de la fundación de Kor. ¡Kor ha caído! Ya no habrá más grandiosas fiestas en sus palacios; ya no más dominará al mundo, ni sus barcos saldrán a comerciar con toda la tierra ¡Kor ha caído! Y sus obras gigantescas, y todas sus ciudades y todos los puertos que hizo, y los canales que cayó, serán abandonados al lobo, al buho, al silvestre cisne, y a los bárbaros que después vengan. Veinticinco lunas hace que una nube cernióse sobre Kor y las cien ciudades de Kor, y de la nube brotó una pestilencia que mató a su pueblo, a los ancianos y jóvenes y no perdonó a nadie... Unos y otros se ennegrecían y morían luego: los jóvenes y los viejos, los ricos y los pobres los hombres y las mujeres el príncipe y el esclavo. El contagio mató y mató incesantemente, de día y de noche y los que se salvaban de él, perecían de hambre. Y ya no más, se pudieron conservar los cuerpos de los hijos de Kor, conforme a les antiguos ritos, por el gran número; de los muertos, y por lo tanto fueron lanzados en la gran cima bajo la nave, por la apertura que está en ella. Entonces y al fin, el resto de este gran pueblo, lumbrera del mundo, fuese a la costa embarcóse y navegó al Norte, y ahora yo, el sacerdote, Junis, soy quien esto escribo, último superviviente de esta gran ciudad de hombres aunque no sé si hay aún quien esté vivo en las demás ciudades. Esto lo escribo destrozando el corazón antes de morir, porque Kor la imperial ya no existe, y porque no hay quien en su templo adore, y porque sus palacios, todos están vacíos, y sus príncipes y mercaderes y hermosas hembras han desaparecido de la haz de la tierra»

Di un profundo suspiro de asombro. La desolación absoluta que se expresaba en la patética escritura era abrumadora. Era terrible esta concepción del solitario superviviente de un pueblo poderoso que contaba su suerte antes de hundirse él también en la tiniebla ¿Cuál no sería la emoción de aquel anciano, cuando en lúgubre y terrífica soledad, a la luz de una lámpara que apenas alumbraría corto trecho de la negrura en pocas líneas desordenadas trazaba la historia de la muerte de su nación sobre el muro de la caverna? ¡Qué asunto para el moralista para el pintor, para cualquiera que, lo medite!...

Seguí entonces a Ayesha que penetró por un pasadizo lateral, y bajamos por una larga escalera metida dentro de un pozo de mina ventilado por extraños taladros que iban a dar no sé adónde y nos detuvimos a una profundidad que no sería menor de sesenta pies bajo el piso de la nave. Terminó de pronto el pasadizo de la escalera. Ella se detuvo haciéndole seña a las mudas que levantasen las lámparas, y contemplé entonces un cuadro que, no es probable que vuelva a contemplar en mi vida. Nos encontrábamos colocados en una enorme cavidad, o más bien en el borde de la cavidad, porque el fondo quedaba a nuestros pies no sé a qué profundidad, y estábamos, parados en una como cornisa o balcón del muro. Según mis cálculos el seno o cavidad subterránea sería de un tamaño como el espacio comprendido bajo el domo de la Catedral de San Pablo, en Londres.

Cuando las lámparas se levantaron, vi que me hallaba nada menos que ante un osario o fosa inmensa literalmente, lleno de miles de esqueletos humanos amontonados en una sola gigantesca pirámide formada por el deslizamiento de los cuerpos desde el vértice, conforme iban cayendo desde un solo punto colocado en el centro de la bóveda. No puede concebirse nada más aterrador que esta masa confusa de les restos de un pueblo muerto, y hacíalo espantoso, aún el hecho de que, en ese ambiente tan seco, muchos cuerpos se habían desecado conservando la piel, y ahora, fijados en todas las posiciones imaginables lo miraban a uno de entre los montones de blancos huesos, con su horrible aspecto de grotescas caricaturas de la humanidad.

Lancé, al descubrir esto, una exclamación de asombro, y retumbando los ecos de mi voz en el abovedado recinto, conmovieron una calavera que había estado milagrosamente, en báscula cerca del vértice de la pilada durante miles de años... y abajo vino rodando, rebotando alegremente hacia donde estábamos, trayendo detrás, por supuesto, una avalancha de huesos, hasta que, al fin, todo el espacio se colmó con su movimiento de un castañeteo lúgubre, como si los esqueletos se estuvieran alzando para recibirnos.

—¡Vámonos —exclamé; —ya he visto bastante!.. ¿Estos son los cadáveres de los que murieron de la gran epidemia supongo? —pregunté cuando nos retirábamos.

—Sí, porque, en tiempos normales los hijos de Kor embalsamaban siempre a sus muertes como los egipcios; pero su arte era más perfecto. Los egipcios extraían el cerebro, y las vísceras, mientras qué los de Kor procedían inyectando fluidos en las arterias, con lo que alcanzaban a todo el cuerpo. Mas, aguarda va lo verás ahora —exclamó deteniéndose a la ventura ante una de las pequeñas entradas, que se abrían sobre el pasadizo por el que íbamos, en tanto que hacía seña a las mudas para que alumbrasen.

Penetramos en un ensanche de mina parecido al que me sirvió de dormitorio en la caverna de Billali, sólo que había dos lechos o losas en él. Sobre ellas yacían unios cuerpos cubiertos de sábanas de lino amarillento, encima de las cuales se había posado en el curso de los siglos un polvo finísimo é impalpable pero no en la cantidad que uno podría figurarse porque en estas cavernas, labradas tan adentro en roca tan durísima, no había material ninguno que pudiera hacerse polvo. Alrededor de los cuerpos, sobre las losas y en el suelo, había varías vasijas, pintadas; pero vi pocas ornamentaciones esculpidas en los ensanches de milla de las tumbas.

—Levanta el paño, Holly —me dijo
Ella
. Puse en el lienzo; la mano, pero la retiró al punto. Parecióme que iba a cometer un acto sacrílego. Sentíame a la verdad, abrumado por lo solemne del recinto y por la apariencia de la muerte que ante mí tenía. Rióse ella un poco de mis temores y levantó el paño con su propia mano, dejando ver otro paño, más fino debajo, que directamente cubría el cuerpo yacente sobre el banco de piedra. También levantó el segundo paño, y entonces después de miles de años pudieron contemplar de nuevo ojos humanos las facciones de aquellos cadáveres helados.

Una mujer como de treinta años de edad, o quizá un poco menos, y que era hermosa fue lo que vimos, sosteniendo con el brazo contra su pecho a un niñito. Asombraba la conservación de sus tranquilas facciones tan bien formadas, y contrastaba la negrura de sus cejas delicadas y luengas pestañas, con la ebúrnea blancura del rostro. Allí tendida con su traje, blanco, sobre el cual se derramaba la larga mata de su cabellera tan obscura que, daba azulosos reflejos a la luz de las lámparas, estaba la dama de Kor durmiendo con su hijo, el postrero, larguísimo sueño; y tan dulce y tan tremendo al mismo tiempo, era el espectáculo, que lo confieso sin avergonzarme las lágrimas se me saltaron. Vime transportado, a través, del obscuro, abismo del tiempo, al tranquilo hogar de Kor, la Imperial, donde esta señora reinaba llena de alegría y de hermosura y donde murió, llevándose consigo, al morir, a su postrer nacido niño... y allí las veía yacentes a esas blancas reliquias de una olvidada historia humana hablándome al alma más, elocuentemente que no hacerlo podría ninguna narración escrita por habilísima pluma

Con mano reverente, volví a colocar los sudarios alzados, suspirando al pensar en el designio del Eterno, que había hecho abrirse esas bellas flores sólo para que fuesen depositadas en un sepulcro y me dirigí entonces al lecho opuesto y lo descubrí con piadosa mano. Era el cadáver de un hombre ya maduro, de larga barba gris, también vestido de blanco, probablemente el esposo de la dama que, después de sobrevivirla durante algunos años, vino, a dormir al fin, una vez más, y para siempre, a su lado.

Salimos de esta tumba y entramos en otras. Ocuparía muchas páginas, la descripción de lo que en ellas vi. Todas estaban ocupadas, porque los quinientos y pico de años transcurridos entre la conclusión de estas catacumbas y la destrucción del pueblo, hablan bastado, evidentemente, para ello, por grandes é innumerables que fuesen los sepulcros; y todos, parecían intactos desde el día en que se llenaron.

—¿Ya habrás visto, bastante, extranjero, huésped mío? —me dijo al fin Ayesha. —¿ó quieres ver más maravillas de estas tumbas, que son las salas de mi palacio?... Si quieres te conducirá donde está tendido el poderoso Tisno, el mejor de los reyes de Kor, en cuyos días se terminaron las obras de esta mina yacente con una pompa que parece burlar a la nada y obligar a las vanas sombrar, de lo pasado a rendir homenaje ante su esculpida vanidad.

—Bastante he visto, ¡oh, reina! —respondí. —Mi débil pecho está abrumado por la presión de esta muerte que contemplo. ¡Floja es la mortalidad y se quebranta aprisa por el sentimiento de la compañía que en su fin le espera! ... Sácame de estos lugares ¡oh, Ayesha!

LA BALANZA SE INCLINA

En pocos minutos, siguiendo las lámparas de las mudas que, por llevarlas separadas del cuerpo como si fueran vasijas llenas, de agua parecían en la obscuridad de los pasadizos flotar solas en el aire, llegamos a una escalera por la que subimos, entrando al fin en la antecámara que Billali había cruzado en cuatro pies la víspera. Allí quise despedirme de la reina mas ella no lo permitió.

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