–¿Dónde vivirá esa gente? –me preguntaba.
Mi curiosidad había de satisfacerse en breve. Doblando hacia la izquierda la fila de literas siguió los riscosos costados del cráter por espacio como de una media milla o quizá menos, y se detuvo. Viendo que mi padre adoptivo, el viejo Billali, salía de la suya hice lo mismo yo, así como Leo y Job. Entonces vi que nuestro mísero compañero, el árabe, Mahomet, yacía de fuerzas exhausto, tirado en el suelo. Le habían obligado a venir andando todo el viaje, y como ya estaba literalmente postrado cuando nos sorprendieron en el canal, su condición, ahora era en verdad lastimosa.
Observando en torno nuestro, vimos que el lugar donde habíamos parado era una especie de plataforma colocada ante la boca de una gran caverna y que sobre ella amontonados, se encontraban todos los contenidos del ballenero, el mástil, la vela y los remos inclusive. También, agrupados allí, vimos a los hombres de nuestro séquito y otros muchos parecidos a ellos. Todos eran altos y bien formados, aunque muy variable el color de su piel, pues algunos eran tan claros como los chinos, y otros tan prietos como Mahomet. No tenían más traje que la piel de leopardo ceñida a la cintura ni más armas, que unas enormes lanzas.
Las mujeres que allí también había gastaban en vez de piel de leopardo, una de gamuza bermeja así como la del
oribè,
pero más obscura. Eran estas hembras de muy agradable presencia en general; tenían grandes ojos negros, facciones muy correctas y una espesísima mata de cabellos obscuros, no de lanas como los negros, sino flotantes y suaves y de todos los matices intermedios entre el color negro y el castaño. Algunas, muy pocas por cierto, llevaban un vestido amarillento de lino, parecido al de Billali, pero más que como un vestido propiamente dicho, llevábanlo cual distintivo de su rango social. No tenían ellas por lo demás, el aspecto del rostro adusto como los varones pues que a veces no muy a menudo, sonreían.
Apenas pusimos el pie en tierra ellas nos rodearon examinándonos con curiosidad, pero sin demostrar precipitación. La alta estatura y atléticas formas de Leo, y su hermoso rostro de perfil griego, les llamó evidentemente la atención, y cuando él con mucha política se quitó su casco blanco para saludarlas descubriendo su rizado cabello de oro, corrió entre ellas un murmullo de admiración.
Ni paró en esto la cosa pues una de ellas la más hermosa de las jóvenes sin duda que llevaba traje y tenía el cabello de color castaño, púsose a examinarlo bien desde los pies a la cabeza y luego, adelantándose de un modo que hubiera sido muy agradable a no ser tan determinado, lo echó tranquilamente el brazo en tomo al cuello, y lo besó en los labios.
Di un gran suspiro, esperando ver a Leo alanceado, en el acto, y Job exclamó:
–¡Descocada!... vamos, ¡no lo entiendo!...
Aunque, de pronto, Leo pareció un poco asombrado, observando luego que habíamos llegado a un país en que seguían las costumbres de los primitivos cristianos, devolvió muy deliberadamente su beso y abrazó a la bella muchacha
Suspiré otra vez temiendo lo que sucedería pero, para mí gran asombro, aunque, algunas de las jóvenes dieron señales de disgusto, las mujeres de más edad y los hombres sólo se sonrieron un poco. Cuando pude enterarme después de las costumbres de este pueblo extraordinario, quedó explicado el misterio. Resulta que en directa oposición con las costumbres de todos los demás pueblos salvajes de la tierra las mujeres de los amajáguers no sólo se hallan en el pie de la más perfecta igualdad con los hombres sino que tampoco están a ellos sujetas por lazo ninguno. La descendencia se computa únicamente por la línea materna y mientras que las personas se enorgullecen de una larga y superior ascendencia femenina no se cuidan, como nosotros en Europa de reconocer por padre a ningún hombre, aun cuando el parentesco masculino sea indubitable. En cada tribu, que ellos llaman «hogar» no existe, más que un sólo hombre a quien ellos llaman padre, y es éste su jefe inmediato. Por ejemplo, el viejo Billali era el padre, de esta tribu, que consistía de unos siete, mil individuos, y nadie más que él tenía allí ese título. Cuando una mujer se encaprichaba con un hombre, demostrábale públicamente su simpatía con un paso hacia delante y dándole un beso, tal como esta hermosa y vivaracha señorita llamada Ustane, había hecho con Leo. Si el hombre devolvía el beso era señal de que la aceptaba por compañera y el compromiso mutuo duraba hasta que cualquiera de los dos se aburriera de él.
Cuando se habían concluido las ceremonias osculatorias, y de paso diré que ninguna de las jóvenes quiso acariciarme a mí de este modo, aunque sí a Job, en torno de quien vi dando vueltas a una mujer, lo que causó cierta alarma a este hombre tan mesurado, acercósenos el anciano Billali, y con finos ademanes nos hizo entrar en la caverna. Así lo hicimos, seguidos por
miss
Ustane que se nos pegaba como una sombra a pesar de mis indirectas de que a nosotros nos gustaba mucho andar solos.
Apenas di algunos pasos dentro de la caverna comprendí que no era ésta obra de la Naturaleza sino del hombre. Tendría unos cien pasos de profundidad por cincuenta de anchura y su gran elevación de puntal nos hizo recordar las catedrales. A los lados, a cada doce o quince pasos, había unos pasadizos que, según calculé, conducían a cuevas o habitaciones menores. Como a unos cincuenta pies de la entrada precisamente donde el interior empezaba a obscurecer, ardía una hoguera que lanzaba grandes sombras sobre las obscuras paredes. Ante ella se detuvo Billali, y nos rogó que tomáramos asiento diciendo que nos iban a traer alimentos, y nosotros nos sentamos a esperarlos sobre unas pieles que nos echaron en el suelo. Inmediatamente vinieron unas muchachas trayéndonos en platos y vasijas de barro cocido la colación, que consistió en cabra asada leche y Mazorcas de maíz cocidas. Casi muertos estábamos de hambre, y paréceme que nunca comí con más apetito que aquella vez; efectivamente, devoramos cuanto por delante nos pusieron.
Cuando hubimos concluido, la buena refacción nuestro grave huésped Billali, que nos había estado observando en silencio, se levantó y nos dirigió la palabra. Díjonos que lo que sucedía era una cosa muy rara; que nadie había oído hablar nunca de que extranjeros blancos hubiésen venido en ningún tiempo al país habitado por el Pueblo de las Rocas; que algunas veces muy pocas, sí, habían venido negros, sabiéndose por ellos que existían hombres de piel más clara que la suya que andaban sobre la mar navegando en barcos, mas no había memoria de que hubiesen llegado nunca hasta allí; que se nos había visto tirando del bote en el canal, y francamente nos confesó que había dado órdenes para destruirnos, sabiendo que no era permitido que ningún extranjero penetrase en el país; pero que, en esto, había llegado un mandato, de
Quien debe ser obedecida
disponiendo que no se atentase a nuestras vidas y que se nos trajera al lugar donde estábamos.
—Perdóname padre mío, que te interrumpa pero ¿cómo pudo
Quien debe ser obedecida
saber nuestra llegada si habita más lejos de aquí?...
Miró en torno suyo Billali, y viendo que estábamos solos porque la damisela Ustane se había marchado en cuanto él empezó a hablas me contestó con cierta sorna:
—¿En tu país no hay nadie, que pueda ver sin ojos y oír sin orejas?... No me hagas más preguntas...
Ella
lo supo.
Encogíme de hombros con esto, y él siguió diciendo que no se habían recibido más instrucciones sobre nuestra suerte, y que por eso, él iba a ir a preguntárselas a
Quien debe ser obedecida a
quien también se decía en obsequio a la brevedad
Hiya
o
Ella
que era la reina y mucho más aún, de los amajáguers.
Preguntéle que cuánto tiempo estaría ausente, y él me contestó que, si viajaba constantemente las noches y los días, estaría de vuelta a los cinco, ya que había muchas millas de pantano entre el lugar donde estábamos nosotros y en el que se hallaba
Ella.
Nos aseguró, sin embargo, que todo se arreglaría para que lo pasáramos bien durante, su ausencia y que como le habíamos sido simpáticos a él personalmente, se alegraría de que la respuesta de
Ella
fuese favorable para la continuación de nuestra existencia por más que no quería ocultarnos que lo dudaba mucho, porque todos los extranjeros que, habían llegado a este país durante la vida de su abuela y de su madre, y de la suya propia habían sido ejecutados sin piedad y de tal modo, que, él no nos lo diría para no aterrarnos, y que siempre había sido de orden de
Ella
si no estaba equivocado. Ella al menos, nunca dijo que, no se matase a alguno.
—Mas ¿cómo puede ser eso? —exclamé. —Eres padre mío, un hombre anciano, y el tiempo de que hablas ocupa a tres generaciones por lo menos... ¿cómo pues pudo
Ella
haber ordenado la muerte de nadie al comenzar la vida de tu abuela cuando no es posible que aun hubiera nacido?...
Sonrióse otra vez, con su peculiar modo, é inclinándose profundamente, se marchó sin contestarnos nada más, y en efecto, durante los cinco días siguientes no lo volvimos a ver.
Cuando se despidió el Padre pusímonos entonces nosotros a considerar nuestra situación y a discutirla No estaba yo muy tranquilo a fe. No me placían mucho esos cuentos sobre
Quien debe ser obedecida o
sobre
Ella
para ser más breve, que tan implacablemente ordenaba el sacrificio de los extranjeros. Leo, aunque estaba tan inquieto como yo, se consolaba sosteniendo con aire triunfante que esa
Ella
era sin duda la persona a quien se refería la inscripción del tiesto y la carta de su padre, en prueba de lo cual repetía lo dicho por Billali acerca de su edad y poderío. No estaba yo, tan agobiado por las circunstancias, en disposición de contradecir proposiciones tan absurdas, y convidé a todos a que, saliéramos a darnos un baño de que muy necesidades estábamos.
Indicámosle nuestro deseo a un hombre de mediana edad y de aire grave, aun entre tan graves gentes que había quedado para atendernos, al parecer, en la ausencia del Padre, y luego salimos afuera de la caverna después de prender nuestras pipas. Encontramos en el exterior reunida en la plataforma a una verdadera multitud de personas que, evidentemente, esperaban nuestra salida para contemplarnos. Pero al vernos fumar empezaron a escurrirse por todos lados, diciendo que éramos grandes brujos. Nada en verdad, les llamaba tanto la atención como el vemos fumar, ni aun nuestras armas de fuego. Condujéronnos a un arroyo y allí nos bañamos en paz, aunque, algunas mujeres y entre ellas Ustane, demostraban deseo de seguirnos hasta allí.
Acabando de darnos el deliciosísimo baño, vimos que el sol se ponía y ya estaba todo obscuro cuando volvimos á entrar en la gran caverna. Encentrárnosla llena de gente, reunida en torno de grandes fuegos que habían prendido en muchas partes que despachaba su comida vespertina a la luz cárdena de las hogueras y de varias lámparas colgantes de las paredes. Estas lámparas eran de barro cocido, de hechura bastante, grosera y de muchas formas, algunas no faltas de gracia Las mayores eran grandes vasijas de barro encarnado llenas de sebo fundido y clarificado; en él se hundía por mecha un junco que pasaba por un agujero abierto en la tapa de madera. Esto, por supuesto, era fastidiosísimo, ya que había que cuidar que la mecha al quemarse no se hundiera pues que no había medio de sacarla fuera luego. Las lámparas portátiles más pequeñas temían la mecha fabricada de la médula o corazón de una palmera o del tallo de una bellísima variedad del helecho. Esta mecha sobresalía de un agujero redondo en la extremidad de la lámpara al que se adaptaba un agudo pedazo de madera que servía para pincharla y sacarla más cada vez que daba señales de quemarse muy abajo.
Contemplando a estas gentes tan hurañas estuvimos mientras comían, hasta que al fin nos aburrirnos de ello, y de ver pasar las gigantescas sombras en las rocosas, paredes por lo que le preguntó a nuestro guardián, si no sería conveniente que, nos dijera dónde debíamos acostamos para dormir.
Lavantóse sin decir palabra y tomándome, políticamente de la mano, adelantóse con una lámpara portátil en la otra por uno de los pasadizos estrechos que ya noté antes y que se abrían a los lados. Este pasadizo tendría como cinco pasos de profundidad, al cabo de los cuales se ensanchaba de súbito formando, una pequeña cueva o habitación, como de ocho pies cúbicos, labrada en la peña viva. A un lado de la habitación había una losa de piedra alzada como tres pues del suelo y de todo el largo de la pieza en la forma en que están las literas, del camarote de un barco; allí me dijo el hombre que habría yo de dormir.
Aquella cuevecita cúbica no tenía ventana ni respiradero ninguno más que el pasadizo, ni ningún mueble y observándola con atención, me figuro que, aquello debía de haber servido de sepulcro para los muertos, antes que de dormitorio, para vivos, en lo que no me equivoqué tampoco como se verá más adelante. La losa aquella estaba dispuesta para recibir un cadáver. Confieso que el descubrimiento me hizo estremecer a pesar mío; pero, habiéndome hecho el cargo de que tenía que dormir en alguna parte, dominé mi emoción como pude y volví de nuevo a la caverna principal a buscar mi manta y las demás cosas que necesitaba y que estaban allí con todo lo demás, que nos habían sacado del bote, y cargado desde el canal.
Allí me encontré a Job que había sido llevado a un cuarto parecido al mío, y que se había negado absolutamente a dormir en él. Decía que prefería estar muerto de veras y enterrado en la bóveda de ladrillos de su abuelo, a quedarse allí solo por la noche. Suplicóme que lo dejara dormir conmigo, si no tenía inconveniente; a lo que accedí con mucho gusto.
Pasóse, sin embargo, la noche de un modo bastante confortable aunque yo tuve la pesadilla de que me enterraban vivo. Por la madrugada nos despertaron grandes trompetazos, producidos, según me informó luego, por un joven amajáguer que soplaba en el colmillo de un elefante colocado a ese mismo efecto en un agujero del muro de su cuarto.
Obedientes a la llamada nos levantamos y fuimos a lavarnos al arroyo; después de lo cual nos sirvieron el almuerzo. Durante éste, una mujer algo jamona ya se adelantó, y abrazó y besó a Job públicamente. Como impulsado, por un resorte, púsose él de pie y le dio un empujón a la mujer alegre comadre de más de treinta años, apartándola lejos de sí.