En una silla de ruedas (10 page)

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Authors: Carmen Lyra

Tres días después llaman a la puerta. Los toques son precipitados… Alguien sale y una voz desconocida dice: Avisan del colegio que la niñita Mercedes Esquivel, acaba de morir.

Gracia y yo estamos abrazados en el rincón de una blanca capilla. A nuestro lado están Miguel y Mama Canducha; por allí anda también la tía Concha. Por las grandes ventanas penetra una luz azulada. En el centro, entre muchas flores, reposa Merceditas. Una voz femenina canta y el órgano la acompaña.

Estoy otra vez en mi cuarto que encuentro más vasto y frío que antes. Sobre la cómoda, la lamparilla de aceite con su luz mortecina e inquieta, y en torno mío, las sombras de los grandes muebles me acompañan con su pavoroso silencio.

El dolor ha escarbado en mi ser y ha llegado hasta la entraña de la amargura. Ahora sí que ya nunca faltará una lágrima en mis ojos, porque la herida llegó hasta donde está la fuente inagotable del llanto.

Por primera vez la idea de la muerte penetró en mí, frente al cadáver de mi hermanita. La tranquila indiferencia de su rostro, me colmó de desesperación. Mi corazón, sediento de ternura, vio perderse entre la tierra su voz cariñosa, sus manos tibias. Me parece que voy a comprender de un momento a otro la sensación producida por las notas del pentagrama cuyo misterio no puedo sondear. Lo que esta nota que llaman muerte, encierra, anonada mi espíritu. En mí lo desconocido: pero tras este muro no florecen rosas ni hay pinos melodiosos. Del otro lado está Merceditas, no la Merceditas inmóvil de la capilla sino la muchachilla que se apoyaba en mi hombro y prestaba a mis piernas su dulce calor. La llamo e imagino que sus manecitas se tienden hacia mí …Recuerdo cuando yo le decía: "Mamita, buscá un cabito de caña para el carbunclo…". Y Merceditas iba y me traía el cabito de caña con sus pequeñas manos calurosas. Me pongo a murmurar con ternura: "Mamita… mamita".

Pero en esta noche de infinita desolación, a la hora en que el silencio se escucha más, mi cuello siente el cariño de los bracitos de Ana y mis sollozos no han volado solos por el helado ambiente de mi cuarto.

Lo que Sergio no supo nunca, fue que sus hermanas vivieron en aquel recinto rodeadas de un piadoso frío. Tras ellas llegó la murmuración y monjitas y estudiantas andaban comentando que la madre de aquellas dos niñas había abandonado esposo e hijos por irse con un hombre. Las inocentes colegialas rumiaban con fruición en los rincones aquel acontecimiento, mientras escudriñaban con mirada curiosa a Gracia y a Merceditas; algunas hasta les hicieron preguntas recargadas de malicia (los padres de estas muchachas de hogares honorables, se habrían asustado de los conocimientos de sus hijas sobre el sexto mandamiento). Por su lado, las buenas religiosas, hacían la señal de la cruz sobre su frente sin mácula, cada vez que el pensamiento de la madre de las dos niñas, venía a sacudir sobre su cabeza sus alas pecadoras.

Las patitas descalzas de Ana María fueron las compañeras inseparables de las ruedas de mi silla.

A pesar de haber vivido la niña sus primeros años en un hospicio de huérfanos en donde generalmente la caridad, más que una madre amorosa como la quería San Vicente de Paul, era maestra que enseña a los niños el camino de la humillación, Ana María era una criatura sin complejos de inferioridad, ¡quién sabe qué prodigios realizó su voluntad para defenderse! Lo cierto es que ni la caridad del hospicio ni los aires protectores de doña Concha lograron acabar con la fuerza interna de la chiquilla. El caso es que Ana María se metía por todas partes como Pedro por su casa y conseguía —sin proponérselo— que la tomaran en cuenta.

Durante los años que de niño pasara yo en la casona de San Francisco, en los primeros días de cada verano, Ana María no dejaba quieta mi silla de ruedas, a pesar de los sermones y castigos de la tía. Cuando comenzaban a pasar las carretas llenas de café maduro, rumbo al beneficio de Tournon —casa francesa establecida desde hacía mucho tiempo en Costa Rica— Ana María se ponía en funcia; llevaba a su amigo a los cafetales de los alrededores a ver cómo las cogedoras iban llegando con sus canastos llenos de fruta a vaciarlos en las carretas; o bien se dirigían a los patios del beneficio que se extendía al norte de la ciudad, del otro lado del Río Torres. La niña era amiga de los peones, de Tomás Quesada y hasta de musiu Amon, un francés de cara adusta y grandes bigotes, ante cuya presencia todo el mundo temblaba.

La esposa de musiu Amon era una dama muy linda, costarricense, que habitaba en la casa grande de la eminencia, la cual dominaba los patios del beneficio, una casa muy hermosa rodeada de jardines, con unos muebles severos, grandes cortinajes y espesas alfombras. Ana María me llevó a curiosear y a meter la nariz en salones y cocina. Creíamos que así eran los castillos de los reyes de mis libros de cuentos. Tratábamos siempre de encontrarnos con la linda dama en el camino que bordea los patios en donde se secaba el café. Vestía ella unos trajes de seda y encaje de colores claros, cuya larga falda levantaba con coquetería con su mano enguantada. Se protegía del sol con una sombrilla adornada con vuelos de tul, y usaba unos sombreros con plumas que agitaba el viento. Se cubría el rostro con un fino velo, a través del cual veíamos brillar sus ojos y sus labios. Solía acompañarla un niño muy guapo con traje de marinero y rizos rubios que le caían sobre los hombros. Era su hijo y se llamaba Eloy. Ana María decía que tal vez era un príncipe.

A veces Ana María jugaba a que ella era la linda dama, esposa de musiu Amon, y que Sergio era musiu Amon. Con pelo de maíz le armaba los bigotazos. La chiquilla se ponía una falda de Chepa la lavandera o de Engracia la cocinera, unos botines viejos de la tía Concha; con un pedazo viejo de tela brillante se hacía un sombrero que adornaba con flor de caña para imitar las plumas de avestruz; se cubría la cara con un pedazo de cortina de encaje que era el velillo del sombrero; unos calcetines inservibles del tío José eran los guantes y una gran hoja de higuerilla, el parasol. Al caminar se arremangaba la falda con gesto melindroso, movía la cabeza de adelante para atrás con el fin de que se le agitaran las plumas del sombrero, como se le agitaban a la linda dama, y dando saltitos como un pájaro se acercaba a mí, que en ese instante dejaba de ser musiu Amon, me acariciaba la mejilla con su mano enguantada y con aire protector me decía: "¿Cómo está mi hijito?".

Pero la persona que más admiraban los niños era a Rafael Vargas, un hermoso campesino que hacía pensar en un gran caballero, no obstante que iba descalzo y en camisa. Nosotros imaginábamos que era un rey que andaba disfrazado y que había venido a pasearse por los dominios de la casa Tournon. Usaba Rafael Vargas un sombrero de pita muy fino, camisa de suave franela, pañuelo de seda al cuello y una banda roja en la cintura, de hilos de seda trenzados. Era un hombrazo de unos dos metros de altura, amplio pecho y espaldas poderosas: cabello rubio, ojos azules de mirada dulce y unos grandes bigotes rubios. ¿Por qué iba descalzo? Tal vez para sentir mejor la tierra de donde había salido y a la que tendría que volver. Cuando Ana y yo lo mirábamos caminar con aquellos sus grandes pies descalzos, limpios y fuertes, pensábamos que no había otro hombre como Rafael Vargas que pisara el suelo con tanta seguridad. Parecía que iba adueñándose de la tierra con sus plantas recias. Cuando pasaba a nuestro lado nos hacía cariños con sus manazas y sentíamos que sus dedos se le volvían de seda para tocarnos la cabeza. Nos esponjábamos de gusto y era como si nos cobijara la sombra grata y amplia del gran mango del potrero.

Recorríamos los patios del beneficio sin que nadie nos molestara. Peones y patrones nos contemplaban con ternura y simpatía, a mí quizás por verme en una silla de ruedas y a Ana María por su cara maliciosa, su naricilla respingada y sus graciosos camanances. Ibamos a ver lavar el café en los grandes chancadores y comentábamos el hecho de que fuera el café de la roja baya lo que ponía tan hedionda el agua del río. Veíamos cómo se iban poniendo negras las rojas frutas maduras y al grano despojarse de la cáscara para quedar envueltos en la membrana tostada que reberberaba en los patios como si fuera de oro. Veíamos el ir y venir atareado de los peones que parecían hormigas afanadas, revolcaban los montones de café con sus palas y luego los cobijaban con los enormes manteados; más tarde llevaban el grano a las máquinas a que le quitaran la última envoltura y lo clasificaran. ¡Nosotros sí que conocíamos bien el beneficio del café!

Siempre estuvo presente en el mundo de sonidos que poblaban mi imaginación, el canto de la gran rueda que en los veranos se echaba a dar vueltas del otro lado del Torres y sonaba como si miles de personas hablaran, charlaran, rieran y cantaran. Yo sabía que la canción monótona de la rueda del beneficio era familiar a los oídos de todos los vecinos.

En la ribera izquierda del Torres se levantaba el edificio de madera en donde se escogía el café y se alistaba para la exportación. Las escogedoras, casi todas campesinas de Tibás, eran muy amables con nosotros. Los peones subían mi silla al segundo piso y Ana María me paseaba por los grandes salones con sus hileras de bancas y mesas. Nunca he olvidado los murmullos y sonidos que producía todo aquel trajín: los golpecitos de las manos de las trabajadoras en la mesas, al escoger el café; el del chorro del grano escogido que se escurría hasta los cajones que eran la medida que debía llenar; el de los cajones al ser vaciados en la gran tolva; el de las correas, poleas y ruedas de las máquinas, el de la charla y risas de las mujeres y entre todo aquel ruido, la canción que entonaba la voz fresca de alguna muchacha; así debía sonar el canto de un pájaro entre el tupido follaje de un bosque cuando cae un aguacero y hace sol.

A veces Ana María se escurría conmigo hasta el pequeño parque que quedaba detrás de la "Escogida", como llamaban el edificio en donde se limpiaba el café de los granos negros. Por el parque se paseaba el pavorreal, aquel pavorreal que durante muchos años lanzó su graznido en el ambiente pacífico del barrio Amón. Nos encantaba verlo desplegar su cola que nos recordaba las irisaciones que florecían dentro del prisma de cristal de Ana María. Pero el objeto principal de Ana, era ir a robar de los pesebres de la caballeriza, cabitos de caña de los que habían sido cortados en la máquina de picar pasto. Se llenaba el delantal y salía triunfante con su pequeño hurto, a convidarme. En más de una ocasión fuimos sorprendidos por el encargado de la caballeriza, un viejecillo renco de mirada bondadosa. Se hacía el tonto o nos amenazaba con un dedo inofensivo: "Ajá, ajá, ¿robándose la caña de los caballos? Si los ve musiu Amon les da con la faja".

En las tardes me llevaba a Ana María al gran montón de cáscaras secas que habían sido quitadas de los granos de café. El montón quedaba en un bajo, y los chiquillos que allí acudían a jugar se arrojaban desde un alto paredón. Se dejaban ir como se dejan ir revoloteando los comemaíces desde el tejado a la calle. Abrían los brazos como alas y entre gritos y carcajadas caían en el montón de broza negra y amarilla. Ana María se olvidaba de mí, se embriagaba con aquellos saltos y carreras que yo contemplaba desde la inmovilidad de mi silla.

En la "Escogida" teníamos una amiga, una muchacha que se llamaba Pastora. Ella era la que con otra compañera cerraba con una costura la boca de los sacos de gangoche llenos de café ya limpio y los dejaban listos para ser enviados al extranjero. A nosotros nos parecía que Pastora era muy linda: delgada, fina, con una cabeza pequeña muy bien formada. Tenía el cabello rizado, de color castaño con reflejos dorados y se lo peinaba en dos trenzas que arreglaba ya como una corona, ya como un atado sobre la nuca. Entre las trenzas se ponía un lacito de cinta azul o una flor roja y estos adornos le lucían mucho. Era de camisa, y Pastora decía que nunca se metería a pañolón. El pueblo consideraba en ese entonces que ponerse blusa y pañolón era como ascender un peldaño en la escala zoológica. Las camisas de Pastora eran de blanco cambray; las usaba muy engomadas y bien aplanchadas, con unas mangas cortas y bombachas y unas golas erizadas de vuelitos. El escote se lo cubría con pañuelos de seda auténtica, hilada por los gusanitos de la China o de la Provenza, unos pañuelos muy bonitos y muy alegres que hacían tornasoles como la cola del pavorreal. En el cuello usaba un cintillo negro con un pequeño relicario de oro cuya tapa abría Ana María para ver detrás del vidrio un ricito rubio. Pastora nos contó que era de un muchachito que se le había muerto. Era bella Pastora cuando pasaba contoneándose, arrastrando su larga falda de merino color café maduro con su camisa llena de vuelitos y su rebozo de seda amarillo paja con bordados blancos. Ana decía que le daba la impresión de una mariposa.

Pastora vivía sola en una casita en San Francisco. Era una casita encalada de rosado con una ventana; detrás de la vidriera veía una cortina de gasa blanca, inmaculada, recogida con lazos de cinta rosada. Un día me llevó Ana María a que curioseáramos a través de los vidrios, y vimos una cama cubierta por una colcha azul y sobre el tablero de una mesa redonda, un florero lleno de guarias, todo muy limpio.

En una ocasión oímos decir en la pulpería, que Pastora era "la querida" de fulano. Lo dijeron en un tono vulgar que percibió por nuestra sensibilidad de niños.

—¿Qué es eso, Sergio? ¿Por qué dicen que Pastora es la querida de…? —me preguntó Ana.

—No sé —me apresuré a contestar. Yo había oído a la tía Concha con el cuento de que "Cinta era la querida de Rafael Valencia…".

Al correr de los años, cuando yo me he hecho grande, me ha gustado rumiar el recuerdo de los tiempos en que veía a Pastora y a su compañera cerrando con una costura los sacos de yute, que un peón llenaba de grano limpio en la boca de la gran tolva. Volví a sentir el olor peculiar de los sacos de yute y el del café pergamino. Allí cerca, un peón marcaba los sacos vacíos, con unas letras negras: "H. TOURNON Y CIA. BURDEOS". Cosían afanosas las mujeres, sentadas en los sacos repletos de grano tibio, con un gran agujón enhebrado de cáñamo; en la mano llevaban un cuero que se ajustaban con una faja, el cual tenía un redondel de metal con el que empujaban la aguja. Levantaban muy alto el brazo, y al verlas de lejos parecía que estaban diciendo adiós. Cargaban luego los peones los sacos en las carretas pintadas de colores vivos, tiradas por yuntas de bueyes gordos y bien cuidados. Las largas filas de carretas iban con su carga de café, dando trancos, camino de la estación del Atlántico.

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