En una silla de ruedas (13 page)

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Authors: Carmen Lyra

Sobre la Ana María nueva que Sergio tenía ante sus ojos, la juventud había puesto su gracia luminosa. Era casi linda, pero Sergio echaba de menos a la chiquilla descalza, revejida, trajeada de azul, que surgía de los rincones como un duende amigo, que le ceñía el cuello con sus brazos cariñosos cuando él más necesitaba sentir cerca a alguien que lo quisiera.

Otra vez la tía Concha y el tío José, con otras monomanías parecidas a las de las begonias y los pájaros. Otra vez los pisos encerados y el cuarto habitado durante la noche por grandes sombras que ya no daban miedo al muchacho. Allí estaba siempre el gran reloj con el tictac del enorme péndulo que no se cansaba de echar en la eternidad las gotas del tiempo que parecían volverse pesadas como de plomo dentro de la negra caja.

Ana María trataba a Sergio con la cariñosa devoción de antes. Allí estaban siempre sus manos listas a servirlo con tierna solicitud, pero el caso es que Sergio las sentía distantes.

Es que Ana María andaba enamorada. Lo conoció a bordo: era un costarricense que también regresaba a su país, después de haber estudiado en Europa. Se gustaron y se buscaron y ahora él venía todas las noches a hablar con ella a escondidas de los viejos, por las rejas de la ventana. Y la dicha de su amiga maltrató a Sergio. ¡Qué tonto era! Como no podía confiar a nadie este sentimiento extraño e inefable, lo confió a su violín y fue entonces cuando escribiera por primera vez las armonías escuchadas en su interior, su primera "romanza sin palabras": un trozo de música de esos que solo conmueven a la gente joven y romántica y que hacen estirar los labios despectivamente a los músicos viejos de gusto depurado.

Sergio atisbaba a la enamorada muchacha y observaba que se había hecho muy silenciosa. A veces la veía mirar y sonreír fijamente a la escoba con que barría o al ladrillo que bruñía, o quedar en éxtasis ante una pared.

—¿Qué hay Ana María, qué estás viendo? —le preguntaba.

Y ella sacudía la cabeza, parpadeaba como si despertara de un sueño y respondía con las mejillas encendidas:

—Nada, criatura, ¿qué querés que vea?

En otras ocasiones observaba cómo el rostro de la muchacha andaba apagado y sin la menor señal de camanances. La llamaba, la sentaba a sus pies y le acariciaba la cabeza. Y como si esto fuera una señal, comenzaban a asomar lágrimas, temblaban un instante en las pestañas y luego se echaban a rodar mejillas abajo.

A fuerza de mimos lograba arrancarle el secreto de su pena.

—Ay Sergio, es que anoche no vino.

Cuando la pena la invadía, Sergio la sentía muy cerca de sí; lo buscaba y le relataba sus congojas; la dicha la alejaba de él e iba a saborearse en los rincones en donde se refugiaba con telas, aguja, dedal e hilo …Pero Sergio la sorprendía con la aguja en alto, la tela abandonada en el regazo, los ojos fijos en el espacio y sonrisas y camanances…

Sergio, que se volvía filósofo, sacaba conclusiones: en el ser humano hay una marcada tendencia a disfrutar solo del placer y a compartir con los demás el dolor.

De noche, desde su lecho oía el murmullo de la conversación de los enamorados, sus risas, sus besos, sus silencios. Y la visión del amor apareció en su vida como una visión bella y luminosa cual una estrella lejana prendida del fondo de la noche. A sus ojos subieron las lágrimas más ardientes y en su corazón, la pena más embriagadora. Dentro de su ser vibraron melodías hasta entonces para él desconocidas.

Un día regresó Miguel. Hacía tiempos que Sergio no tenía noticias suyas. Ana María hizo investigaciones sobre el paradero del viejo, pero nadie daba razón del afilador.

Para la gente todos los afiladores son uno solo: "el afilador", "allí va el afilador".

¿Quién iba a echar de menos a un viejecillo de traje de panilla color castaño, poblado de remiendos, cubierta la cabeza con un casco, de barba rubia con reflejos plateados, entre la que asomaban sus ojos zarcos como florecitas azules entre el musgo seco? ¿Qué obligación tienen las personas ocupadas en enterarse de la vida de quien vuelve servibles sus instrumentos inutilizados por el uso? Por un momento saben que a la puerta de su casa un afilador saca filo a sus tijeras y cuchillos; quizá vean espigas de chispas detrás de la piedra de afilar. Sin pensar pagan monedas insignificantes por el trabajo realizado y el afilador queda echado en olvido.

Algunos niños fueron los que notaron la ausencia del viejito afilador cuya máquina tenía muchas cosas que les interesaba. Habían observado que la armazón de esta era de madera con adornos labrados y siempre muy limpia; llevaba una multitud de cajitas de esas en que vienen conservas, encontradas seguramente en la calle, a las que él puso tapas bruñidas y adornadas con sus manos y dentro de las que se hallaban, ordenados y relucientes, gran cantidad de instrumentitos. El silbato estaba guardado en un estuche en el cual la cuchilla dejó en relieve un gato que se afilaba las uñas en una rueda. Todas estas cosas insignificantes para la gente, hacían la dicha de los chiquillos y de los campesinos sencillos que gustaban acercarse a la máquina y fisgonear por todo. Él los dejaba hacer, les explicaba el servicio de cada cosa y a veces les regalaba juguetes hechos por sus manos.

Ahora Miguel volvía más viejo, con el cuerpo muy inclinado y entre la barba apenas si quedaba una que otra hebra rubia, pues casi todas se habían puesto blancas. A las preguntas de Sergio sobre su ausencia respondió, que había salido el día anterior del Asilo Chapuí, que enseguida había marchado a pie a Cartago a buscarlo; el señor Director le había dado hospitalidad en el Colegio y dinero para que regresara. Antes… él no sabía…

Sergio encontró en los ojos de Miguel algo desconcertante. Era como si en su mirada hubiese polvo de aquel país misterioso de donde regresaba.

Ana María se había convertido en una criatura taciturna. No había vuelto a reír con la escoba, ni a quedarse en éxtasis ante las paredes. Hacía tiempos que Sergio no escuchaba rumor de risas y besos, porque en la ventana no había citas. La muchacha había enflaquecido; de sus mejillas voló el polvillo rosado que esparce la juventud dichosa. Descuidó sus trajes, y su peinado no se levantaba triunfante sobre su cabeza sino que caía lánguido por su cuello curvado. Tampoco lloraba, y a menudo Sergio la sorprendió sentada, con las manos cruzadas sobre las rodillas, los ojos sombríos fijos en los ladrillos en otros días contemplados con sonrisas, Sergio ha adivinado la causa: es la ausencia del hombre a quien esta criatura primitiva, que había vivido casi aislada, amaba con todas las fuerzas de su cuerpo y de su espíritu.

Pobre Ana María que un día le dijera:

—¿Sabés cómo es para mí querer a Diego, Sergio? ¿Recordás aquel prisma que te di cuando era chiquilla? Pues es como si de pronto sintieras que te pusieran un prisma ante los ojos, pero no en los de la cara, sino en unos que se deben tener en el corazón… y todo se pone a brillar más, y uno quisiera reír hasta con las piedras. Parece como si alguien hubiera bañado la vida en ese color que tienen los campos cuando el sol está saliendo.

Un día se atrevió a preguntarle:

—Ana, ¿es que Diego está enfermo?

—No sé —le contestó con voz sombría.

Los meses transcurrieron en esa situación. Una noche, a altas horas, Sergio despierta sobresaltado. En la casa pasa algo insólito: se oyen carreras de la tía Concha y de las dos sirvientas y las toses fingidas del tío José cuando está preocupado. Llama y nadie acude a sus voces.

De pronto la señora entra, se deja caer en una silla y prorrumpe en sollozos. La zozobra de Sergio llega al colmo.

—Por Dios, tía Concha, ¿qué pasa?

Entre convulsiones ella contesta:

—¡Ay Sergio, he albergado en mi pecho una víbora!

—Tía Concha ¡Una víbora! ¿La ha mordido?

Sergio es ingenuo y ha tomado el decir de su tía al pie de la letra. Quisiera arrojarse del lecho e ir en auxilio de ella.

El llanto de un niño recién nacido llega a sus oídos… El ama de la casa solloza con más fuerza.

—¡Dios mío! ¡Y lo que debo oír en mi propia casa! Que Dios le dé a una paciencia. ¿Hasta visto como nos paga Ana María? ¿No ves que acaba de tener un hijo?

Los gritos del recién nacido pueblan la oscuridad de la noche. Son desaforados y nada los calma: dijérase que ponen a prueba la paciencia de la tía Concha, quien al oírlos se yergue en actitud trágica:

—¡Y decir que la he paseado por Europa! ¡Has criado un cuervo Concepción, que te saca ahora los ojos!

Ya más tranquilo, Sergio se burla: ¡El cacareado paso por Europa de Ana María, eternamente prendida de las faldas de aquella vieja enferma e impertinente!

Al día siguiente, la niña Concha envía recado muy temprano a su íntima amiga la niña Queta Alvarado, vieja doncella altamente estimada por ella, porque pertenece a una de las familias de más campanillas en el país. Quiere pedirle un consejo luminoso en el oscuro camino en que la ha metido la conducta de Ana María. Así lo ha dicho al ver entrar a su mentor con faldas.

Toda la mañana la han pasado las dos señoras en conferencia en la sala de fúnebres muebles, y Sergio desde el corredor ha oído varias veces a su tía hablar del Hospicio de Huérfanos "de donde sacara a esta ingrata criatura para tratarla como a una hija" y "del viaje por Europa". Por fin la niña Queta Alvarado se levanta y con dignidad episcopal se dirige al cuarto de la pecadora.

Llega Miguel y aun cuando la tía Concha lo ha mirado siempre despectiva, lo acoge para narrar nuevamente la tremenda desventura. El viejo escucha en silencio; al cabo de una hora cuando ella termina el relato con los episodios del Hospicio de Huérfanos y del viaje por Europa, replica con tranquilidad:

—No hay que asustarse, señora, esos arranques son muy naturales en la gente joven. Lo que hay que hacer es no despreciar a esta muchacha, ni abrumarla, sino ayudarle para que no coja un mal camino. ¿A usted no le parece muy natural que sus rosales den rosas y su vaca alazana críos? Y a ellos los bendice nada más que Dios.

La niña Concha levanta el grito al cielo:

—¡Qué ocurrencia! ¿Cómo va a ser lo mismo una mata o un animal que un cristiano con uso de razón? ¡Cómo se ve que de veras que a Miguel le faltan todos los tornillos!

Miguel va a buscar a Sergio y le dice:

—¡Has de creer que las mujeres jóvenes y sanas como Ana María, son lo mismo que flores para mí! En cada flor que encuentro, veo la promesa de un fruto y en cada mujer fresca y sana, la promesa de un hijo.

Sergio ha esperado todo el día que Ana María lo llame, pero esto no sucede. Ya en la tarde, cansado de aguardar, suplica a una de las sirvientas que le pregunte si puede ir a verla. Ella consiente y Engracia lo lleva. Está muy pálida. A su lado, con los puños apretados bajo la cara, duerme su hijito tan enrollado en los pañales que parece un puro.

Al ver a Sergio, Ana María llora. Él pide que le coloquen al niño en los brazos y se pone a mecerlo con torpe ternura.

—¿Por qué llora, Ana María?

—Tardabas tanto en venir Sergio… creí que tú también estarías enojado… ¡cómo ya no tengo honra!…

—Esperaba que me llamaras. ¡Vieras cuánto deseaba conocer a tu hijito! ¡Qué bonito es, Ana María! ¡Mira cómo aprieta los puños!

La voz de Sergio resume honda ternura. La llama Anita, busca las palabras más cariñosas para hablarle. Ana María siente que puede acurrucarse dentro de este acento cálido y de la mano que le acaricia la cabeza, como un pájaro adherido dentro del calor de un nido.

Ella deja de llorar y se incorpora a medias para contemplar a su hijo. Sergio pasa su mano por la cabeza de Ana María.

—¿Verdad que nunca lo abandonarás, Ana María?

—¡Abandonarlo! ¡Ah, eso sí que no! —y aprieta al niño como para librarlo de un peligro.

Ana María hace confidencias a Sergio, en voz muy baja: Diego no volvió desde que supo que iba a ser madre. Le dolía mucho pensar que Diego fuera un hombre que le tenía miedo a la responsabilidad de sus actos. Ella no lo quiso llamar nunca. Hacía poco que él le había escrito diciéndole que no podía casarse con ella, porque sus padres eran muy orgullosos y su madre se moriría al pensar que su hijo se casara con una mujer de humilde condición. Además, estaba tan joven, que el matrimonio podía entorpecerle su carrera. Entre la carta venían unos cientos de colones que ella le devolvió sin decirle nada. Ya no quería a Diego. Era como si una mano brutal le hubiera arrancado de cuajo este cariño tan hondo que al salir de su ser le dejaba un vacío muy grande.

La niña Concha hablaba de obligar al que había deshonrado a Ana María a casarse con ella. Pero Ana María prefería que la mataran. Luego, cuando la tía Concha y la niña Queta Alvarado supieron de quién se trataba, no insistieron, porque comprendían "perfectamente" que el hijo de una familia distinguida no podía casarse con una muchacha sacada del Hospicio de Huérfanos, que no se sabía ni de quién era hija. La moral del matrimonio para estas buenas señoras, era muy clara: los ricos con los ricos y los pobres con los pobres. ¡Qué era eso de que un caballero se rebajara a casarse con una mujer de humilde condición!

Eso sí, la niña Concha y la niña Queta hablaban de "regalar" el niño a una señora casada que no tenía hijos y que deseaba recoger una criatura. Pero ni Ana María ni Sergio hicieron caso de las disparatadas y prudentes ideas de las respetables damas, que gustaban de repetir con énfasis las frases de los novelones que leían o las del último sermón que habían oído en la iglesia. Además, Sergio había observado que sus tíos no veían un milímetro bajo la piel… ¡ellos sabían de begonias, de rosas que se venden a peseta cada una y de yigüirros y chorchas, pero de sentimientos!… si acaso habrán oído la palabra.

Para él, Ana María era la misma, o mejor dicho no, porque ahora tendría que hacer un lugar más grande entre el corazón para acomodar junto a ella a su chiquillo. ¿Por qué la niña Queta Alvarado le aconsejaba darlo? Esto sí sería para su razón quedar sin honra. Y en adelante no pensaría en Ana María, sin imaginarla con su hijo en el regazo. Ya que lo había llamado a la vida, debía ser su guía y su protección. Haría las veces del padre que se excusaba de cumplir con su obligación.

Cuánto hizo pensar a Sergio eso de que el nacimiento del chacalincillo de Ana María hubiese sido la causa de lloros e imprecaciones de la tía Concha, del ceño adusto en el pasmado tío José, de los cuchicheos y malicias de las criadas y del escándalo que se pintó en la boca bigotuda de la niña Queta Alvarado, quien empleaba sus ternuras en vestir el Dulce Nombre de la Iglesia del Carmen y en consentir a un perro castrado que ella con su propia mano alimentaba con sopitas y que dormía en un almohadón de raso, que ella misma le bordara con gran primor.

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