En una silla de ruedas (9 page)

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Authors: Carmen Lyra

—¿Y el mar, Miguel, cómo es el mar? —le preguntaba yo.

Miguel trataba de pintarnos el mar con sus olas, con aquella ola capitana que venía delante de las otras como el pastor que guía el rebaño. Hablaba de las playas blancas, llenas de conchas y caracoles, de la fosforescencia que se encendía de noche entre el agua; de las palmeras que se mecían con el viento; de los grandes barcos amarrados al muelle como unos enormes elefantes.

¡Ah, qué ganas sentíamos Ana María y yo de conocer el mar! Decía Miguel que era tan grande como el cielo y que en él los barcos se iban haciendo chiquititos… y se iban hundiendo… Primero no se veía sino el penacho de humo de la gran chimenea que se había hecho del tamaño de un cigarro …Luego nada… ¿Queríamos saber cómo sonaba el mar? No teníamos nada más que ponernos en la oreja el gran caracol de interior nacarado que nos había traído…

—¿Oyes Sergio? —me decía.

Y yo oía: ¡Oooooh! ¡Aaaaah!

—¿Cuándo podríamos ir a conocer el mar?

—Algún día te llevaré, hijo —me decía Miguel.

Siempre la música del afilador despertó en mí visiones que revoloteaban como golondrinas sobre grandes olas que venían de muy lejos, pero de muy lejos… Caracoles, conchas como rosas diminutas, periquitos verdes con su copete amarillo, pequeñas sortijas de carey y pequeños peces que venían brincando y riendo sobre la espuma de la ola capitana.

Entre los recuerdos de aquella época, guardo el de una anciana llamada "ña Joaquina", recuerdo que se mueve en un marco de rezos, cantos y música.

Ña Joaquina era una mujer ya entrada en años, de esas que llaman "viejas contentas", y cuando pienso en ella todo danza sobre un fondo de malicioso misterio. La veo ir y venir chasqueando su falda de zaraza clara y sus fustanes blancos adornados con bordados, falda y fustanes tan almidonados que se paraban solos y parecían globos inflados. Ña Joaquina me sonríe al través del tiempo, con su sonrisa que iluminaba su cara arrugada. Era una sonrisa que hacía juego con las florecillas de vivos colores y con las peinetas de carey incrustadas de oro con que adornaba su cabello canoso.

Habitaba la viejecita con su sexto o sétimo marido, en una casita vecina del puente del río Torres, camino hacia San Francisco de Guadalupe. La casita estaba encalada de blanco, adornada con listas color azul prusia. Frente a ella un jardincillo florecido de chinas y miramelindos, oloroso a albahaca, romero y ruda. De la calle que quedaba en alto —casi al nivel del techo— se veía el tejado de tejas de barro cubiertas de musgos y líquenes.

El santo de la devoción de ña Joaquina era San Rafael Arcángel y cada 24 de octubre lo celebraba con un rosario con música y repartición de mistela de leches, rosquitos repotillos, etc. Esta fiesta iluminaba nuestra fantasía infantil como con estrellitas de colores. Desde la víspera del día de San Rafael, no salíamos Ana y yo de la casa de ña Joaquina y metíamos la nariz en cada uno de los preparativos. Eramos los primeros en llegar el 24 de octubre y nos situábamos frente al altar a admirar la obra artística salida de las manos de ña Joaquina y de sus vecinas más allegadas; blancas cortinas de encaje en la pared a la que adosaban una mesa cubierta con una colcha de seda amarilla y el conjunto sembrado de ramos de papel dorado; en grandes flores, varas de azucenas y rosas artificiales; en los candeleros de cobre bien bruñido, largas candelas de cera con su llamita de oro en el extremo. Y en medio de tantas glorias, el Arcángel San Rafael con su capa de peregrino adornada con la consabida concha que servía a los viajeros para beber agua. Llevaba de la mano al joven Tobías que traía un pez plateado bajo el brazo. Era una tosca escultura de madera, obra de algún ingenuo imaginero criollo. Las vestiduras de San Rafael y de Tobías estaban pintadas con esmaltes de colores chillones.

¡Qué emociones más brillantes, más alegres, despertaba en nuestro ánimo esta fiesta a San Rafael Arcángel! Era como si a nuestro alrededor tintinearan miles de campanitas de plata al menor movimiento de nuestra fantasía. ¡Con cuánta felicidad oíamos la orquesta compuesta por un violín, un acordeón, una guitarra y la flauta de Chico Beltrán, muchacho músico medio ciego que se complacía pasando la boca por el instrumento como si estuviera comiendo frutas muy dulces y perfumadas! Los instrumentos acompañaban las Avemarías y las letanías del rosario que salían cantadas por la voz gangosa del rezador como monjes alegres que se escaparan a un baile: "Turris ebúmas", "Fidelis arca", "Estela matutinae". Todos respondíamos cantando también:

—Ora pro nobis.

Pero nosotros teníamos nuestras dudas con respecto a ña Joaquina; habíamos leído la Historia Sagrada que el joven Tobías, protegido del Arcángel San Rafael, se había casado con una mujer llamada Sara y en la novela que rezaba ña Joaquina habíamos leído el siguiente verso:

"Siete maridos miró

Sara con sus propios ojos,

que fueron siete despojos

del diablo que los mató".

Ña Joaquína nos contaba que los maridos de Sara habían sido muertos por un demonio llamado "el demonio Asmodeo". ¿Por qué había matado este demonio Asmodeo a los maridos de ña Joaquina? ¡Qué embrollo se nos hacían maridos de Sara y ña Joaquina! ¿Tendrían algo que ver entre sí, Tobías el mancebo del Evangelio Apócrifo y Goyo el sétimo marido de ña Joaquina? ¿De dónde procedía la devoción de ña Joaquina por el Arcángel Rafael? Recuerdo que nos cogía "mal de risa" cuando imaginábamos a Goyo vestido con una túnica corta, las piernas desnudas y un pez plateado bajo el brazo. O al mancebo Tobías, con el sombrero de pita y los zapatones amarillos de Goyo, que chillaban al caminar su dueño. Pero lo trágico para Ana María y para mí, era cuando nos cogía tarde en casa de ña Joaquina y creíamos ver asomar entre las sombras del camino, los ojos de brasa y los cuernos y el rabo de fuego del demonio Asmodeo que tal vez andaba rondando a Goyo y a ña Joaquina.

Cada mañana, al despertar, pienso que tengo mi violín, que vivo al lado de Ana María y que Miguel vendrá a verme y a darme la lección. Él dice que estoy muy adelantado. Ya puedo interpretar composiciones de música célebre y debo de hacerlo bien, porque cuando Miguel me escucha sonríe con una sonrisa que él saca a relucir solamente cuando algo le agrada mucho. Tiene una gran veneración por un compositor llamado Haydn. Me cuenta Miguel que vivió en un país vecino del suyo, en donde la gente es apasionada por la música. Allí los labradores cantan al guiar el arado y las niñas al llenar los cántaros en la fuente. Haydn era hijo de un constructor de carros, tocador de arpa al oído y de una mujer que era una buena cantora. Por la noche, formaban coros, rodeados de sus hijos. Sentado en un banco, en un rincón de la humilde casa, el chiquillo escuchaba esta música y unía al coro su vocecita infantil. El violín del maestro de escuela, le sugirió la idea de construirse uno, y con los desechos de las maderas de su padre se fabricó un instrumento semejante, y en las veladas acompañó a sus padres imitando los movimientos del maestro de escuela. Después pasó muchas dificultades, pero cuenta Miguel que llegó un día en que los reyes lo llamaron a su lado. En esa época era una gran cosa que los reyes lo llamaran a uno a distraer los ocios de los señores de la Corte. Miguel pasa largos ratos tocando música de Haydn. En el "cuartito de las golondrinas", dentro de un marco primorosamente trabajado por su cuchilla, tenía el retrato del músico croata.

Entre las corcheas, fusas y semifusas escritas en las páginas que estudio diariamente olvido mi tristeza. Son para mí como la cruz de Ana María, pues nadie diría al ver su apariencia insignificante que encierran una maravilla. El arco de mi violín las abre, aplico el oído y percibo el sonido allí encerrado. Son notas que me deslumbran los oídos… Sé que son hermosas, pero no puedo precisar su forma. No sé por qué estas me son más queridas. Las hay que se unen en forma de un camino que se pierde en el horizonte. ¿Adónde llevará? Encuentro trozos que me ofrecen el mismo misterioso encanto que había tras la tapia de una calle solitaria por la cual solía llevarme Miguel en las tardes: era un muro elevado de piedra cubierto de musgo, adornado en el interior por rosales trepadores; sobre él asomaban su follaje armonioso unos pinos y macizos de caña de bambú. Al pasar, llegaban aromas de rosas, de reinas de la noche y rumores que invitaban a soñar y a desear lo nunca sentido. Jamás he podido dar forma a las fantasías que se me ocurrían frente a esta tapia, tras la cual mi imaginación ponía lo misterioso, lo desconocido, lo inefable.

Mis hermanitas vienen a verme dos veces al mes. Tintín cuenta ahora sus pensamientos sin ponerles música: su risa tampoco suena lo mismo que antes. La matica de alegría de que hablara Mama Canducha, se ha marchitado y sus racimos de carcajadas son menos granados y han perdido su encendido color.

Merceditas está muy enferma. Tiene el color pálido y al acariciar sus manos las encuentro frías; no se tibian por más que yo las beso y las estrecho. Gracia dice que se alimenta como un pájaro. Cuando viene, nadie la separa de mi lado. Apoya su cabeza en mi hombro y así permanece hasta que Gracia da la señal de partida. Les he contado de mi amistad con Ana María y que yo la quiero mucho. A la siguiente visita. Merceditas le ha traído su muñeca Luna con su cama y su gran caja de vestidos.

Ahora voy a la escuela. Antes no iba porque en casa mamá y Gracia me enseñaban letras y números. Ana María es la que me lleva a la escuela que no queda lejos de la casa, y estoy contento porque allí todos me tratan con cariño. Mi maestra es joven, bajita y gorda y todos la queremos mucho. Al reír enseña unos dientes muy blancos y sus manos están llenas de hoyuelos. El día en que comenzaron las lecciones no había uno que no deseara irse con ella. Cuando se enoja, frunce el ceño y los labios, pero luego se pone a reír y todos armamos una gran algazara. He visto a mis compañeros llevarle flores; ella se las coloca en el pecho, en la cabeza y en el cinturón. Yo también quisiera llevarle flores y se lo cuento a Ana María. Ya sabemos que en las magníficas rosas de la tía Concha no hay que pensar.

Ana María se ha puesto a hacerme un ramillete con flores de santalucía, helechos y delicadas espigas de zacate cogidas de los paredones y de las orillas del camino. Lo amarró con una cintita que cogió a las escondidas, del costurero de mi tía. Me lo entrega diciendo: —¿Verdá que no está feo? Es para tu maestra, Sergio. ¡Qué perfume tienen las llores de santalucía!

Encontré que era un lindo ramillete: las florecillas color violeta conservaban entre los estambres gotitas de sereno y despedían un aroma delicado. Se lo di emocionado a mi maestra quien lo tomó y lo colocó gentilmente en su pecho. Luego me acarició la cabeza y me dijo: "¡Qué lindo su ramito, Sergio! Es el más bonito de cuantos me han traído este año".

Ya sé dónde queda el Perú. Lo pregunté a la maestra y ella trajo el globo terrestre y me mostró la situación de Costa Rica y la del Perú. Me explicó que cada milímetro en el globo representa en la realidad, cientos de kilómetros. Para llegar allí hay que embarcarse y navegar unos cuantos días. Ah cuán lejos de mí está entonces mamá…

Como en el globo estuviera el Perú representado por un parchón rosado, durante mucho tiempo, al pensar en mamá, la he imaginado paseándose por un campo color rosa.

Hace diez meses que salimos de casa. Las vacaciones han llegado y he dicho adiós a mi maestra y a mis compañeros. Al sacarme Ana María de la escuela, yo tenía un nudo en la garganta. En la ventana de mi sala de clases estaban la maestra y mis amigos diciéndome adiós con la mano.

He aquí las cartas que me han escrito mis hermanitas:

Sergio, hermanito querido, ya estamos en vacaciones y todas las compañeras se han marchado, pero como nosotras no tenemos adónde ir, papá ha conseguido que nos quedemos en el colegio. Hace poco llegó una monja francesa, madre Estefana; es buena con nosotras y quiere mucho a Merceditas. ¡Vieras qué linda y joven es! Yo le agradezco que sea cariñosa con Merceditas porque esto pone contenta a nuestra hermana. Me da mucha pena Merceditas; siempre tan callada y tan pálida; le gusta sentarse en el jardín, en los regueritos de sol y así se está horas con la cabeza inclinada como un pajarillo enfermo. ¡Ay, Sergio! ¿Por qué se fue mamá? Hay unas monjas que se quedan viéndonos, nos dan palmaditas y dicen: "¡Pobrecitas…!". A mí eso no me gusta.

Esta mañana nos estuvimos en la azotea, desde donde se divisa todo San José. Pasaron volando unas palomas, tal vez eran las tuyas. Vimos también las torres de la iglesia de San Francisco y pensamos que allí cerquita vivís. ¿Has de creer que ya las queremos pues nos parece que tienen algo tuyo? Cada mañana vamos a subir a la azotea a verlas: no lo olvidés y vos también para que allí se junten nuestras miradas. Y adiviná lo que vimos: la palmera alta del jardín de nuestra casa. La movía el viento e inclinaba hacia nosotros su cabeza como llamándonos. ¿Quién vivirá ahora allí? ¿Quién será ahora el dueño de los conejitos y de las palomas? ¿Qué rumbo habrá cogido tu gatita Pascuala? No le perdono a la tía Concha que no te permitiera llevártela. Seguro lo hizo por temor de que se comiera los pájaros del tío José …Yo pienso que es mejor comerse los pájaros que dejarlos ciegos.

Una de estas noches soñé que estábamos jugando de comidita en la glorieta de flor de verano y que mamá estaba en el corredor.

Ahora podremos ir a verte más a menudo.

Te mando muchos besos.

Tintín.

Hermanito de mi alma: Yo no te escribo tanto como Gracia, porque tengo mucho frío. Vos sabés que no sé escribir lo que siento, pero también sabés que no hay un minuto que no piense en vos. No te cuento lo de la madre Estefanía ni lo de la azotea porque Gracia se me adelantó. Vieras qué silencio hay ahora en el colegio. Es como después de que llueve un gran aguacero y escampa, cuando todo se queda callado. Me dio mucha tristeza ver irse a mis compañeras a vacaciones. ¡Qué alegres iban! La calle estaba llena de sus risas. Pero como nosotras no tenemos casa nos quedamos en el colegio. Si ves a Mama Canducha le decís que le mando muchos besos. También a Miguel.

Pronto iremos a estarnos un buen rato con vos y con Ana María. Yo siempre estoy con vos, hermanito.

Merceditas.

Pero el domingo transcurrió y mis hermanitas no llegaron. El lunes supliqué a Miguel que fuera a informarse de ellas al colegio y Miguel vino con la noticia de que Merceditas estaba enferma con fiebre muy alta. Desde ese momento en el interior de mi cabeza zumbó un pensamiento que sonaba como un abejorro negro al revolotear dentro de una pieza.

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