Read En una silla de ruedas Online
Authors: Carmen Lyra
Sergio dijo:
—Venga Miguel vamos al "cuarto de las golondrinas".
Cuando entraron, se quedó intrigado al ver la caja de su violín colgada de la pared al lado de su hatillo.
Sergio le tomó una mano y con voz temblorosa le dijo:
—Este es su cuarto, Miguel. Nosotros se lo arreglamos. Mamá hizo traer su violín y su ropa.
Miguel se sentó y todos vieron cómo le temblaban las manos apoyadas en el bordón.
Sergio continuó:
—¿Se queda, Miguel? Todos queremos que viva aquí con nosotros. ¿Verdad, mamá?
Y Canducha dijo:
—Es triste, don Miguel, vivir así, como un grano de maíz perdido o como los zopilotes que pasan la noche en el primer palo que encuentran. Ya ve, yo era así como usté, un ser solo, pero un día entré en esta casa y si ahora me sacaran me matarían, porque aquí sembré el corazón que ha echado raíces hasta entre la tinaja de la cocina. Vea, don Miguel, yo me imagino que el alma tiene como el cuerpo su sangre, que es el modo de sentir. Y pa’ que lo sepa, uno tiene su familia no en los que cargan entre su cuerpo la misma sangre, sino en los que cargan entre el alma los mismos sentimientos.
Miguel contestó sencillamente con voz emocionada:
—Bueno, me quedo. Y que Dios os lo pague.
La llegada de Miguel señaló una nueva era en aquella casa. Flotó en su interior desde entonces un bienestar más pronunciado. Sus moradores sentían como si se movieran en un ambiente más cómodo. Entre las manos de Miguel y las de Candelaria, todo prosperaba y relumbraba de limpio. El jardín no volvió a tener malas hierbas y los árboles frutales y las plantas de adorno producían maravillosamente desde que Miguel pusiera en ellos sus dedos sabios. Los conejos y las palomas tuvieron casas más cómodas e higiénicas. Durante la estación de las lluvias Canducha no tuvo la mortificación de ver caer una gotera. En fin, Miguel ayudaba a todos, les prestaba mil pequeños servicios, insignificantes y humildes, cuyo efecto en los corazones que lo rodeaban era el mismo que producen esas pequeñas gotas cuya caída constante en un lugar acaba por abrir un hueco, aún cuando ese lugar sea una piedra. Candelaria decía que era su mano derecha.
Para Sergio, Miguel era algo admirable: todo lo sabía el viejo y para todo encontraba un camino. Su boca era un tesoro de canciones y de cuentos. ¡Cuánto soñaba el niño escuchando a Miguel cantar en su lengua extranjera! ¡Cuán misterioso y admirable era Miguel ensartando aquellas palabras que sonaban tan extrañas, en hilos de música de ritmo melancólico! Sus bolsillos eran arsenales de cosas que los demás despreciaban y tiraban por inútiles y que Miguel recogía: pedazos de madera, de hierro, de alambre, retazos de cáñamo, cajas de fósforos vacías. Todo esto era transformado por sus manos en cestitas, en carritos, en maromeros y en otros juguetes que él salía a vender, colocados en una vara. Los más bonitos eran para los niños de la casa. Logró ahorrar algún dinerillo con el cual pudo construirse una máquina de afilar planeada por él mismo: la pintó de colores alegres, con unos letreros en negro que decían: "se afilan tijeras, cuchillos y serruchos". Las ruedas eran unas lindas ruedas de madera labradas artísticamente, en cuyos aros había un perro que corría tras unos conejillos. Los cacharritos para el agua y otros menesteres estaban bien bruñidos y relucían de limpios. Con ella se iba muchos días desde buena mañana, acompañado por Tiliche, el perrito de la casa que se había convertido en su amigo inseparable. Ya en la puerta sacaba de su silbato aquella escala de sonidos que subía y bajaba y que despertaba a Sergio. Miguel sabía que al niño le gustaba mucho oírla. A menudo Sergio le pedía prestado el instrumento y se extasiaba largos ratos pasando por sus labios la boca de los tubos para que brotaran esas escalas que en la imaginación del niño eran chispitas que subían y bajaban como si corrieran persiguiendo algo misterioso e inefable.
Generalmente en las noches, sobre todo en las noches de lluvia, mientras Cinta se entretenía acicalándose ante el espejo o leyendo sus novelas, se reunían todos los demás en la gran cocina. Mama Canducha amasaba o enrollaba cigarrillos o bien confeccionaba para los chiquillos alguna golosina como maíz reventado en miel. Los granos se esponjaban en el comal y al esponjarse parecían azahares abiertos. Miguel les narraba cuentos o aventuras de su vida mientras labraba algún juguete. Las llamas crepitaban en el hogar y afuera la lluvia y el viento dejaban caer su inclemencia. Miguel les contaba, por ejemplo, que había nacido en una tierra muy lejana, muy lejana, llamada El Tirol, al otro lado del mar. Su pueblo estaba a orillas de un río inmenso por donde se deslizaba gran número de barcas. Las casas tenían muchas ventanas y como estaban pintadas de verde, amarillo y azul, parecían muy alegres. Y las gentes del pueblo no se vestían como los campesinos de Costa Rica, pues allá usaban unos vestidos pintorescos y alegres como las casas. En su pueblo los trajes de los hombres llevaban adornos verdes y en el sombrero una pluma de águila. Él en su juventud fue muy alegre; la gente de su tierra era bulliciosa y alegre. Le habría gustado que los niños presenciaran las danzas de su país. A veces se quedaba en suspenso, silencioso y con los ojos puestos en los leños que ardían. Cuando volvía de su ensimismamiento les decía que entre las llamas había vuelto a ver escenas muy lejanas: él era un niño y en torno de la gran chimenea de la cocina, allá en su casa paterna, estaban reunidas muchas gentes: su madre y sus hermanas mayores, bordaban; él y su hermanita, a la que llamaban Sava, estaban sentados cerca de un pastor de su padre, un muchacho hermoso y robusto que cantaba aires del Tirol, acompañándose con la cítara. Sus hermanos labraban en madera de pino los célebres juguetes de su país. ¿Qué habría sido de su hermanita Sava tan linda y tan alegre? Tenía una cara fresca y la risa estaba siempre picoteando en su boca como un pajarillo en una cereza madura. Por eso él gustaba oír reír a Gracia. Guardaba en su pensamiento la memoria de Sava tal cual la viera la última vez, con su delantalito blanco y su sombrero oscuro diciéndole adiós con su pañuelo. Le parecía oír su voz temblorosa gritarle desde una colina: "¡Qué Dios te guíe, hermano!". Después fue estudiante, un mal estudiante, porque casi todo su tiempo lo dedicaba al violín. Un maestro célebre de su país le dio lecciones. Más adelante había una época de su vida que se perdía en algo oscuro y confuso como una noche de muy larga duración. Peregrinó mucho. Un día se encontró en Costa Rica y allí estaba todavía. ¿Qué habría sido de los suyos? Si su hermana Sava no había muerto tenía que ser ya una anciana como él. ¿Qué habría sido de la risa que anidaba en su boca? Seguramente que había volado huyendo del frío de la vejez.
Sucedió que Miguel, en los primeros meses, estaba días sin llegar a la casa. Cinta y Canducha averiguaron que se embriagaba. Como Cinta se mostrara recelosa y hablara de despedirlo, la anciana le dijo:
—Espere, hija, que todavía no tenemos queja de su conducta en casa. Y mire, pueda ser que en Miguel lo que haya sea deseo de emborrachar esa cabanga que a veces se le monta sobre el corazón. Además, no creo que venga nunca a faltarnos, pues quiere mucho a Sergio y sabe que le daría un gran dolor si se dejara ver en ese estado.
En estas ausencias de Miguel, el niño se ponía triste. Le inquietaba la idea de que a su amigo le pudiera ocurrir alguna desgracia. En una ocasión en que Miguel estuvo una semana sin dejarse ver, Sergio se acongojó mucho y Candelaria, para tranquilizarlo, cogió su rebozo y se fue a buscarlo por las pulperías. Por fin lo encontró por el mercado y cuando al viejo le pasó la borrachera ella lo sermoneó, le hizo reflexiones sobre la salud del niño que podía enfermar del sufrimiento. Hace varias noches —le dijo— que casi no duerme, pues lo atormenta la idea de que tal vez usted esté enfermo en alguna parte.
Desde entonces Miguel no volvió a ausentarse.
Para el 7 de diciembre, Miguel se ganaba sus reales en la elaboración de juegos pirotécnicos, en lo cual era muy hábil. Los niños salían gananciosos de aquella actividad porque los mejores soles, volcanes, cohetes y cachiflines eran para ellos.
Desde semanas antes de esta fiesta tradicional dedicada a la Purísima Concepción, comenzaba Miguel a llevar a la casa haces de caña brava y a disponer sobre su gran mesa de trabajo rollos de mecate de cabuya, paquetes y potes llenos de sustancias de nombres que sonaban extraños a los oídos de los niños. Mientras Miguel manipulaba en todas aquellas cosas, Sergio y sus hermanitas no se separaban de la mesa ni quitaban los ojos de los movimientos del viejo; todo lo preguntaban y en todo metían la nariz. Mama Canducha se asomaba a cada rato porque consideraba peligroso que estuvieran cerca de la pólvora. Miguel la tranquilizaba asegurándole que allí no había nada peligroso.
—A la mano de Dios —decía ella alejándose sin atreverse a insistir al ver a Sergio muy entretenido.
Miguel les explicaba con infinita paciencia que la mezcla de clorato de bario y de la goma laca al encenderse daría una luz verde y plata y que otras mezclas darían el color rojo o el azul o el violeta y el blanco; que el secreto para que los soles giraran con soltura era tal y tal. "Mirad, voy a hacer unos cachiflines más traviesos que Gracia y veréis, niños, cómo salen huyendo Canducha y doña Jacinta". Sus manos hábiles, que todo lo sabían hacer, cogían un carrizo de caña hueca, le arrollaban mecate de cabuya, llenaban el agujero con una mezcla de tierra, salitre, flor de azufre y carbón de cedro y con gran cuidado colocaba la aguja con su redondelito de cuero que era el alma del artefacto.
—¿Cuántas días faltan para el 7 de diciembre? —preguntaban impacientes los niños.
Por fin llegaba el 7 de diciembre y ese día los chiquillos no se separaban de los armazones de caña brava en espera de la puesta del sol. Sergio sabía cuáles de estos guardaban el polvo negro que estallaría en las maravillosas cabelleras de oro que correrían desatadas a través de la oscuridad y cuáles las que contenían la limadura que estallaría en lluvia de estrellitas locas. Con ojos inquietos seguían la marcha del sol. ¡Qué sol más perezoso y cuán lento caminaba!
Apenas el sol se ocultaba, se iban al jardín con otros niños de la vecindad. Comenzaban por los triquitraques, cuyo estallido esperaban con la respiración en suspenso; seguían los cachiflines que, en efecto, hacían huir a Mama Canducha y saltar a aquellos piececillos. Y cuando la oscuridad envolvía el jardín, encendían los soles que giraban vertiginosos en un poste y en cuyo fuego los niños metían la mano sin quemarse. Sergio era el encargado de encender las candelitas que daban la luz roja o verde o violeta o azul que transformaba el jardín en un sitio de encantamiento. Miguel daba fuego a los cohetes que subían hacia las estrellas y que estallaban cuando parecía que chocaban contra la bóveda negra del cielo, formando así unos ramilletes de flores brillantes que se marchitaban en la altura. El ambiente estaba lleno de estallidos de pólvora, de chispas, de gritos de gozo, de risas de niños.
En las tardes de verano, Miguel llevaba a Sergio a pasear por los alrededores de la ciudad. Gustaba el viejo de buscar los sitios solitarios. Sentábanse a la vera de los caminos y Miguel decía: "Mira el camino, Sergio, pero míralo bien". Después cruzaba los manos sobre las rodillas y se quedaba ensimismado, con los ojos puestos en la faja polvorienta que iba a perderse en lo desconocido envuelta en la melancolía del crepúsculo. Solían descansar en una eminencia, a ver irse la tarde. Hasta ellos llegaba el rumor de la ciudad y el ruido cansado de las carretas que volvían del trabajo. Los árboles ponían la fantasía de su follaje, sobre el fondo luminoso del poniente y por el este comenzaba a caer sobre el cielo el rocío de las estrellas. De rato en rato el viejo suspiraba.
Otras veces se iban a la orilla de un antiguo estanque, un gran depósito de agua que servía en los veranos para mover las máquinas del beneficio de café, al norte de la ciudad. Estaba rodeado de jaúles, cipreses y sauces. Era un sitio poco frecuentado. Miguel envolvía a Sergio en sus pieles y lo acomodaba sobre el zacate; luego se tumbaba a su lado.
Las golondrinas atravesaban el encanto de la tarde y volaban sobre el agua dormida. Cuando el crepúsculo era dorado, se ponía el agua de color miel, las golondrinas mojaban la punta de sus alas y al remontarse dejaban caer gotas que parecían abejas de oro. Las ramas de los sauces cosquilleaban el agua que se estremecía. Los cipreses altos, oscuros y terminados en punta parecían husos de donde salían los hilos que tejía el silencio maravilloso que envolvía este lugar. Entre la hierba habían gusanillos de luz. Al cabo de un rato, comenzaban los oídos a percibir la vocecita de un hilo de agua que se deslizaba por aquella quietud como por sobre un lecho de terciopelo; los grillos abrían en la tranquilidad agujeros diminutos con su estridular dulce y palpitante. Sergio pensaba al escucharlos y al mirar cintilar las estrellas por los vanos abiertos entre el ramaje de unos árboles que era como si las estrellas lejanas, al moverse, produjeran esta música. Se adormecía y las estrellas inquietas y la vibración de los grillos se confundían en su imaginación. Luego, al avanzar las sombras, los sapos principiaban su serenata; el niño pensaba que el estanque era un tambor sobre el cual los sapos redoblaban.
En una ocasión, al regresar de su paseo, el anciano tomó su violín.
—Oye Sergio, mi violín va a contarte lo que sentía en el estanque, cuando las golondrinas pasaban sobre el agua y el canto de los grillos, de los sapos y de la acequia ponían un ligero temblor en el silencio que nos envolvía. Luego te contaré del camino perfumado por esa flor que Ilamaís tuete, por donde iba solamente el ruido de una carreta y sobre el que brillaban las estrellas.
Esto se lo dijo en el "cuarto de las golondrinas", en donde no había más luz que la de la luna, que se filtraba por la ventana abierta encortinada de verde y rosa por los ramos de la
bellísima
. El niño cerró los ojos y tuvo la ilusión de que la claridad plateada del jardín salía de una fuentecilla que brotaba del violín de su amigo. Al terminar, callaron, pero al dirigirse a la casa, el chiquillo habló con voz emocionada:
—Miguel, ¿por qué no me enseña usted a tocar violín?
La silla se detuvo y con el corazón lleno de dulce contento hicieron los planes de cómo y cuándo comenzarían las lecciones.
Una mañana Sergio vio entrar a su amigo con un rollo de papel. Se encerró en su cuarto y hasta muy tarde de la noche lo oyeron tocar violín. Al día siguiente llevó al niño unas páginas de música. El título decía: "La silla de ruedas de mi amigo", un paciente y delicado trabajo hecho con tintas de colores. Miguel le dijo: