En una silla de ruedas (5 page)

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Authors: Carmen Lyra

—Aquí cuento lo que mi corazón sintió allá en el hospital cuando oí acercarse tu silla. Desde entonces sus ruedas, al rodar, no producen en mi oído un ruido sino una música de tristeza, de alegría… en ella estás tú, Sergio; en ella está Canducha con su corazón de oro; en ella está Merceditas con su ternura dulce; en ella está Gracia, con sus alegres risas; allí está tu madre, tan linda y graciosa. ¿Comprendes, Sergio? Tal vez no comprendas… No importa, más tarde comprenderás lo que todos vosotros habéis sido para mí.

Las clases comenzaron. Miguel dio al niño su violín, un antiguo violín hecho con maderas cortadas en los Alpes de su país. Entonces Sergio tenía siete años. Al poco tiempo Miguel estaba orgulloso y admirado de su discípulo. Por sobre la música el corazón de Sergio podía corretear con la alegría de un niño sano sobre un campo en primavera. Y no solamente corretear, sino volar. Dentro de su cuerpo, condenado al recogimiento, su corazón estuvo encerrado como entre un capullo hasta el día en que la armonía de los sonidos vino a ponerle alas. Las notas negras sembradas en los pentagramas fueron para su espíritu como unos guijarros que indicaban la senda que conducía hacia un palacio encantado.

Si la silla de Sergio hubiese seguido por la vida empujada dulcemente por estos cariños, su existencia habría sido una tristeza tranquila y su historia habría terminado aquí. Pero las fuerzas que mueven a los hombres pareciera que no saben distinguir entre unas piernas y unas ruedas y trataron a Sergio con mucha crueldad como si hubiese sido un ser fuerte. Y fueron sucesos adversos a su tranquilidad, los que tiraron de su silla de ruedas y la llevaron por esos mundos de Dios.

La familia y las amistades de Cinta, se mostraron muy contentas cuando Juan Pablo Esquivel pidió su mano, porque pensaban y decían que había hecho un buen matrimonio. Sus amigas sentían, al considerar su suerte, un sí es no es de envidia. Él era un comerciante acomodado. Probablemente ella se casó sin amarlo, por tratarse de un magnífico partido. La figura de Juan Pablo Esquivel era vulgarota y poco agradable, pero iba bien vestido y esto y las comodidades que él le ofrecía fueron suficientes para aquel cerebro de pajarillo que jamás se detenía durante dos segundos en el mismo asunto.

El pensamiento de este hombre siempre engolfado en números no se preocupaba por la vida de los sentimientos de su mujer. Así pues, no era afectuoso y su amor a los suyos se manifestaba rodeándolos de comodidades materiales. Era de los hombres convencidos de que a una mujer le basta, para ser dichosa, con tener su despensa bien surtida y sus armarios repletos de ropa.

Después de que nació Merceditas, Juan Pablo compró una hacienda de bananos en la Línea a donde no quiso llevarse a su familia pretextando la insalubridad del clima. Venía de tarde en tarde a su hogar y cada semana escribía a Cinta una tarjeta con frases de molde, sin una inflexión de ternura. Un día ella supo que su marido vivía en la finca con una mujer con quien también tenía hijos. Al principio la noticia la apenó. Después su juventud y su ligereza arrancaron sin trabajo de su corazón esta espina. Cinta se dedicó a sus chiquillos, sobre todo a Sergio.

Hacían una vida tranquila, en una casita rodeada de jardines y árboles en las afueras de la ciudad.

Los niños y Cinta acabaron por acostumbrarse a la indiferencia de Juan Pablo. Gracia era la única que se le acercaba cuando venía. Las caricias que hacía a sus hijos no tenían nada de ternura, eran secas y no les pasaban de la piel.

En su presencia, el ánimo de Sergio se encogía como las hojas de la adormidera al sentirse rozadas por algún objeto extraño. Siempre hablaba al chiquillo con una protección llena de lástima maltratadora… Algo así como esa sonrisa de condescendencia en los labios de un poderoso cuando mete la mano en su bolsillo en busca de la moneda para un mendigo. Tenía un modo de darle golpecitos en la cabeza acompañados de un "¡pobre hijo mío!". Y estas palabras caían en el corazón del niño cual si fueran una limosna no implorada.

Sergio dijo un día a Candelaria, al ver a su padre salir de la casa de regreso a la finca:

—¡Qué dicha! ¡Ya se va, yo no lo quiero!

La anciana le respondió cariñosa:

—Procure no sentir así, mi hijito, acuérdese de que es su padre.

¿No habéis pensado alguna vez, si en ese mismo instante, de algún punto de la Tierra otro ser humano, desconocido, sale con rumbo hacia vosotros para traeros felicidad o dolor?

Un día… en el mismo momento en que el niño rodeaba con sus brazos el cuello de su madre, de un puerto de Chile zarpaba un vapor que venía para Costa Rica. En él venía un ingeniero llamado Rafael Valencia, simpático y joven. Algún tiempo después de estar en el país, se fue a trabajar a la Línea del Atlántico, en la construcción de unos puentes. Allí conoció a Juan Pablo Esquivel y se hizo muy amigo suyo. Él fue el padrino de Merceditas. Más tarde se estableció en la capital y frecuentó la casa.

Rafael Valencia se enamoró de Cinta y la pobre mujer, joven y abandonada de su marido, no tuvo un corazón fuerte para resistir la tentación. Su pensamiento ligero como una pluma, no podía bajar al fondo de su conciencia a medir las consecuencias de su acto. Se dio entera al sentimiento nuevo que la embriagaba y la colmaba de dicha. Y las manecitas de sus hijos no la defendieron. Pero todo cuanto se diga en torno de este hecho, no pasa de ser mera suposición; lo cierto es que así ocurrió, sea por una causa o por otra.

Una noche se hallaba Sergio con Miguel en el "cuarto de las golondrinas". La habitación estaba a oscuras. El viejo cansado de narrarle cuentos se había dormido. El niño sentado cerca de la ventana se entretenía con el rumor de la acequia que atravesaba el jardín: él imaginaba que la voz del agua iba murmurando: —"Adiós, Sergio, Gracia y Merceditas…". Oyó pasos cerca y la voz de su madre y la de un hombre. Ah, era la voz del padrino.

Gracia y él llamaban a Rafael Valencia "padrino" por imitar a Merceditas. Tuvo intenciones de gritar: —Mamá, ajá, tanto que se ha estado en su paseo …Venga lléveme…

Pero luego pensó que se iba a quedar haciéndose el zorrito, para que ella lo buscara. Si lo llamaba, no le contestaría… El niño sonreía pensando en la broma que iba a dar a su madre.

Los vio pasar. El padrino la llevaba abrazada. Se detuvieron y la besó. Ella dijo:

—No, no, déjame, que viene Canducha…

En efecto, la anciana descendía las gradas del corredor. Venía en busca de Sergio.

El niño vio a su madre y al padrino esconderse entre la glorieta de flor de verano. Algo como una pena le apretó la garganta. Su pequeño corazón tuvo un deslumbramiento doloroso.

¿Qué pasó entre esta cabeza? ¿Comprendió? El caso es que cuando su silla empujada por Canducha pasó frente a la glorieta, no dijo nada ni después habló a nadie de "aquello".

También desde esa noche se mostró esquivo con Rafael Valencia, no volvió a llamarlo "padrino" y este nombre no fue sustituido por otro. En una ocasión en que Rafael quiso acariciarlo, le dijo irritado:

—No me gusta que usted me toque.

Cinta lo sorprendió muchas veces mirándola de un modo extraño… No podía precisar si era de dolor o de reproche.

Un día Cinta comprendió que iba a ser madre de un hijo de Rafael Valencia. Sabía que no podía engañar a su marido. Pensó irse al campo a un lugar retirado. Allí nacería la criatura, la confiaría a una campesina amiga suya después de un tiempo, ya en la ciudad, haría entrar a su hijo en casa como un recogido.

Escribió a su marido diciéndole que estaba enferma y que se iba al campo con los niños. Desgraciadamente para estos días, a Juan Pablo se le presentó un comprador para su finca. La venta significaba un negocio espléndido. Así pues, contestó a Cinta que dejara su viaje para más adelante porque pensaba regresar a la capital en donde se establecería con un negocio.

Al mismo tiempo, Rafael Valencia era llamado del Perú a trabajar en la dirección de unas minas. Propuso a Cinta que se fuese con él y Cinta, encontrándose en un callejón sin salida, saltó sobre el tierno vallado que en torno a su corazón formaban Gracia, Sergio y Merceditas.

De muy lejos, de un punto hacia el meridión de la América del Sur salió un día y en el mismo instante en que Sergio rodeaba con sus brazos, riente y cariñoso, el cuello de su madre, la persona que impulsaría su silla de ruedas por otra senda que no se parecía a aquella por la cual hasta entonces lo habían llevado las manos amorosas de Canducha, de Cinta, de sus hermanitas y de Miguel.

Ha pasado el tiempo…

¡Cuántos años han transcurrido desde aquellos días! —se dice Sergio a sí mismo abriendo su memoria frente a una ventana llena de luz o en la oscuridad de la noche cuando está solo y todos duermen:

Nada de lo pasado se ha perdido. Recorro estos recuerdos, como si recorriera una galería de cuadros pintados por sí mismo. Nada se ha borrado. Aquí están las figuras moviéndose entre el claroscuro, las luces y las sombras que dejara en el lienzo el pincel del pintor; detalles que pasaran desapercibidos para la suspicacia infantil, resaltan ahora llenos de vigor. El tiempo al correr los ha tocado con su pátina de melancolía y resignación.

Me detengo como si yo no fuera Sergio, ante cada uno de los Sergios sentados en su silla de ruedas. Es una larga fila, comienza una mañana en que el techo que cubría mi vida se derrumbó, y la fila se pierde en lo desconocido. Cada uno de estos Sergios me parece una de las cuentecillas de vidrio de un collar, engarzadas en un hilo de tristeza. A veces sobre alguna de ellas la luz de una ilusión se quiebra y enciende sonrisas irisadas. ¿Cómo serán las que faltan por ensartar?

Sergio sigue recordando y meditando:

Es en la sala de mi casa, en el rincón favorito. Mamá cose a la luz de la lámpara. Sobre la mesa hay un florero semejante a un tallo fino de cristal, en él hay una rosa encarnada que corté en la mañana para mamá. He apoyado mi frente en su hombro; a mis pies, Merceditas se entretiene en recortar los grabados de un figurín. Mis manos acarician su cabecita. Gracia estudia su lección de piano. En el gran espejo del fondo, se repite la escena. La luz se irisa en los biseles y la rodea de un encanto inestable: allí estoy yo sentado en mi silla: me sonrío a mí mismo… Siento simpatía y compasión por este muchacho pálido que no puede caminar. Le hago una seña amistosa con la mano y él me contesta con otra. Me parece que dentro del espejo hay otro mundo, en donde el ambiente es más luminoso. Aquella es mamá. Con el pensamiento repito esta palabra: "mamá" y tengo la revelación de todo cuanto ella significa en mi vida. Mi frente está apoyada en su hombro y su respiración me mece… Sigo repitiendo dentro de mí, "Mamá, mamá…".

¿Y Merceditas? Veo su perfil gracioso, inclinado, atentos los ojos a un papel que sus manos recortan con las tijeronas de mama Canducha. El esfuerzo la ha hecho sacar la puntita de su lengua. Sobre la espalda caen sus dos trenzas que dan a su figura ese aire que mi hermanita tiene, lleno de sencillez y tranquilidad. Por la mano que tengo apoyada en su cabeza sube una dulzura tibia que me calienta como un rayo de sol. Merceditas siempre está a mi lado: calladita y servicial, atenta a mis palabras y a mis miradas, poniendo cerca de mis piernas el calor de su cuerpo.

Quiero agacharme para besarla, pero me deja inmóvil el temor de que el encanto que me invade mientras miro la escena en el espejo, se rompa.

Allí está también mi hermanita "Tintín" estudiando su lección de piano. Solo miro su espalda cubierta con el hermoso manto de sus rizos oscuros. Qué alegre es mi hermanita Gracia y qué bien el apodo que le hemos puesto: "Tintín, Tintín". Mama Canducha dijo un día que Tatica Dios había sembrado en su corazón una mata de alegría que echaba ramos de carcajadas por su boca. Cuánto la quiero. Si mis piernas sirvieran me acercaría en puntillas y le metería una pajita dentro de una oreja para oírla gritar y reírse. Creo ver el estremecimiento de sus colochos e irrumpo en una carcajada. El encanto se ha roto, Merceditas levanta sus ojos y me mira interrogadora. Al verme reír, ríe también. Mamá dice:

—¿Estás loco Sergio?

El reloj de bronce de la consola da las ocho. Muchas veces en mi vida he soñado que lo oigo dar las horas con su voz musical. Sobre él había un peregrino de barba dorada, con su morral a la espalda y apoyado en un bordón.

Mamá se pone inquieta. A cada rato deja la costura y suspira. Mi cabeza ha vuelto a descansar en su hombro y se resiente de esta inquietud. Oímos pasos en el jardín y ella abandona bruscamente el asiento, sin cuidarse de mi frente que se golpea en la madera del respaldo. Me quejo, pero ni el ruido seco del golpe, ni mi lamento, la hacen detenerse. Yo comprendo, es que "aquel hombre", viene. Merceditas deja su pasatiempo, se acerca y acaricia con su mano mi frente dolorida.

Mamá entra con "aquel hombre", llama a Candelaria para que me lleve y manda a las niñas a acostarse. Mama Canducha me lleva en sus brazos aun cuando ya soy muy grande. ¡Qué bienestar he hallado entre ellos! Como me siente temblar de frío ha ido a calentar mi camisa de dormir. Al ponérmela me llega el perfume de la chirraca. Es que las manos de mi viejita echaron entre las brasas que calentaron mi ropa, astillitas de chirraca para que oliera bien. Me quedo contemplándola, vuelve el encanto que me invadió ante el espejo. Mama Canducha está sentada al borde de mi cama y me pone a rezar "El Bendito". Yo repito maquinalmente la oración, y la miro: su rostro moreno surcado de arrugas y rodeado por el pañuelo de colores que le pasa por la nuca debajo de las trenzas y se anuda sobre la frente, el cabello negro y lustroso, ¡es tan… querido para mí…! No me puedo contener, la abrazo y le doy muchos besos. Ella complacida me dice:

—Tenga fundamento, mi muchachito. Me arropa bien y hace la señal de la cruz sobre mi cabeza.

No puedo dormir. El viento del verano ha vuelto: pasa y apila con fuerza los árboles del jardín y hace temblar las puertas y las ventanas. Mama Canducha había dicho en la mañana al oír el viento: "Ya rompieron los Nortes". Los Nortes son los vientos que comienzan a soplar con fuerza en noviembre. Me duele el golpe que me di en la frente y pienso que mamá no me quiere. Ni siquiera me volvió a ver cuando me golpeé… Un nudo me aprieta la garganta. Por la puerta abierta entra a hacerme compañía el murmullo de la respiración de mis hermanitas que duermen en la pieza contigua.

Muy tarde en la noche entra mamá. Se acerca en puntillas, y creyéndome dormido, se inclina sobre mí y me besa. La oigo sollozar. Una lágrima me cae en la frente. Rodeo su cabeza con mis brazos y la atraigo hacia mí… Todo el resentimiento se ha desvanecido. Le pregunto ansioso:

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