En una silla de ruedas (14 page)

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Authors: Carmen Lyra

Es alta noche. Sergio no puede dormir porque el pensamiento de Ana María, que ha sido despedida de la casa, lo intranquiliza. Ha intercedido por ella con la tía Concha, pero en vano: si se deshiciera del niño, tal vez podría quedarse, pero con él, no. Sería una incomodidad y además la cara se le asaría de vergüenza. ¡Qué dirían! Que era una consentidora; y no, ella quería levantar siempre su frente alta en todas partes. Que nadie tuviera que tachar nada a Concepción de Rodríguez.

Sergio ha logrado que le den hospitalidad una semana más, mientras consigue en donde refugiarse con el niño. Además, ha enviado a Miguel a empeñarle un vestido en el monte de piedad, para poder ayudar a su amiga con algún dinero.

Miguel también desea servirla, pero no tiene nada que vender ni empeñar: ignora el paradero de su máquina de afilar, todo su haber. Piensa en el violín… mas, eso será lo último de que se desharán. Es verano, la época de los grandes vientos, y una hoja que mira girar Miguel en su rama, le sugiere una idea: con poco dinero compra cartón y papeles de colores y hace juguetes propios para el tiempo: molinos de viento, veletas, hélices, papalotes, barquitos y carros con velas y sale a venderlos prendidos en el extremo de una vara. Al poco rato los chiquillos corren tras él y a la hora, todos los ha vendido. Con la ganancia emprende el negocio más en grande; no ha vuelto a dormir de noche, elaborando los juguetes y en esa mañana ha llegado con 25 colones que ha entregado a Sergio para Ana María. El violín se ha salvado.

La única persona a quien ella puede volver los ojos es a una mujer sirvienta en otro tiempo de la casa, buena como un pedazo de pan blanco, quien siempre le demostrara gran afecto. Es una pobre viuda con 4 hijos, que vive sabe Dios cómo en un pequeño caserío en las faldas del Barba. Ana María le ha escrito pidiéndole hospitalidad: le promete no ser una carga sino una ayuda. La contestación ha venido y nadie ha reparado en los borrones, en las letras del tamaño de una bellota, ni en la sintaxis irreverente, sino en el generoso pensamiento que brilla entre todo eso como una perla entre una hojarasca: "Que se venga Ana María. La casa es un huevito, mas para ellos será un placer encogerse y dejarle un campo, y donde come uno, comen dos: frijoles, plátano y bebida, Dios primero, no le faltará".

Y la pobre carta escrita fuera del reino de la gramática, agujereó, como una estrella, la oscuridad de estas almas ansiosas y fue más preciosa para ellas que si les hubieran ofrecido todas las grandes obras clásicas de la tierra.

El reloj ha dado la una. Se oye un ruido, y la figura de Ana María surge de un rincón, como hace muchos años, pero ahora ella no es el duendecillo, que este viene en sus brazos.

—¿Estás loca Ana María? ¿Qué venís a hacer con tu hijo? ¿No ves que se puede resfriar? —exclama Sergio al verla.

—Venimos a decirte adiós, Sergio. No se resfriará, viene bien envuelto. Nos iremos temprano para tener tiempo de tomar el tren de ocho. Y como no me animaré a entrar delante de tus tíos, he venido ahora. Quiero salir mañana sin que me vean.

Sergio toma al niño en sus brazos y lo estrecha emocionado contra su pecho.

—¿Querría Sergio ser su padrino? Me gustaría que se llamara Sergio como vos.

—Sí, seré su padrino porque nadie en el mundo lo querrá como yo. Temo traerle mala suerte. Ojalá sea un Sergio dichoso. Y sobre la cabecita —capullo de esperanza— se abrazan y lloran.

—¿Te acordás, Ana María, cuando recién llegado yo a esta casa, venías a media noche a consolarme? Has sido muy buena conmigo, Ana… Cuida mucho a mi ahijado que también es mi sobrino. Recordá que somos hermanos. ¿Verdad que nunca lo abandonarás? Júrame que jamás por nada ni nadie en el mundo lo abandonarás.

—¡No seas tonto, Sergio! —y coge a su hijo de los brazos de él y lo estrecha anhelante contra su seno—. De solo oír decir eso, me estremezco. No volvás a repetirlo, Sergio, adiós.

—Adiós, Ana María, no dejés de escribirme.

El escalofrío que produce el abandono recorre su cuerpo. Se deja caer y llora como lloran los que no esperan consuelo. Muy lejos en el tiempo, quedó la chiquilla encantadora e inocente que venía a rodearle el cuello con sus brazos y a llorar con él. Solo escucha el péndulo que no se cansa de arrojar segundos en la boca de la eternidad.

Miguel ha venido al día siguiente muy temprano, ha acomodado a Sergio en su silla y lo ha acomodado cerca de la ventana; luego se ha ido a ayudar a Ana María. Por fin salen: Ana María arrebujada en un manto negro bajo el cual abriga a su hijo y tras ella, Miguel encorvado, con la maleta de los viajeros a la espalda. Ella se acerca a la reja, descubre al niño y le habla como si fuera comprendida: dígale adiós a su padrino y dígale también que su madre lo enseñará a quererlo sobre todas las cosas. Al decir esto, sonríe y llora. Introduce la mano por los barrotes y Sergio la estrecha.

Cuando a las ocho oye el pito del tren que parte, tiende las manos en aquella dirección y murmura: ¡Adiós!

La vida en esta casa después de la partida de Ana María, se le hacía insoportable a Sergio. Escribió a su padre suplicándole que lo mandara al Hospicio de Incurables. Alegaba que sin Ana María, que era quien cuidaba de él, su presencia más bien constituía una verdadera carga para la tía Concha. Esta tenía de sobra con sus propias enfermedades y con el reumatismo del tío Nacho.

La tía Concha no se hizo de rogar y ella misma puso en juego la influencia de sus relaciones con damas católicas metidas en ajetreos de beneficencia, para que su sobrino fuese admitido en el Hospicio de Incurables, mediante una pensión. También consiguió que Mama Canducha pudiese vivir con Sergio.

Era Domingo de Resurrección. La luz de un sol de abril caldeaba el polvo de los caminos y cabrillaba entre la yerba seca de los potreros. Por sobre los picos azules de las montañas asomaban las nubes oscuras precursoras de la estación lluviosa. Las campanas de los templos que habían muerto con Nuestro Señor el Viernes Santo, habían resucitado con Él esa mañana de Pascua florida y su música volaba sobre los campos con místico regocijo mezclada con el aroma de los tuetes en flor. Las filas de casas de los lados del camino tenían un aspecto de ingenua alegría con sus paredes encaladas de blanco, azul o rosado y con sus jardincillos en donde no faltaba la alegría de las hojas rojas de las pastoras ni el morado de los últimos ramilletes de guarias del verano. Pasaban grupos de campesinos que iban a la ciudad dejando tras sí el rumor de sus ropas engomadas y de sus pies descalzos.

En este domingo se celebra un turno de los que acostumbran hacer los vecinos para recolectar fondos con qué terminar el templo. Habían levantado, en la pequeña plaza, chinamos dentro de los que se movía una turba de mujeres cuya charla hacía pensar en un gallinero. Se las veía trajinar con canastas llenas de tamales, platones con gallinas compuestas, y el aire brillante de la mañana estaba poblado por el humo de las fogatas, olor de guisos, voces de mujeres y gritos de chiquillos. De rato en rato la música metálica y parrandera de la filarmonía de Guadalupe, contratada para la fiesta, dominaba con su barullo los demás ruidos.

Como en anteriores ocasiones, Miguel conducía la silla a su nuevo destino. La silla emprendió el camino del Hospicio de Incurables y dejó atrás el bullicio del turno.

Sergio hacía de sus ojos y de sus oídos, una esponja que absorbía todo cuanto miraba y oía, para guardarlo dentro de sí. Nada era indiferente a ese espíritu tendido como una red fija, atento a lo que la corriente de la vida dejara entre sus mallas.

No marchaba desolado a su destino, como en aquellas otras veces en que la silla arrumbara hacia una nueva habitación. No esperaba placeres, pero al recordar que con él vivirían su violín y Mama Canducha, experimentaba una sensación de bienestar. Iba preparado a habitar al lado de muchas miserias. Cuando pensaba en esto, se decía que aliviaría todas aquellas que pudiera.

El edificio de los incurables está situado en un lugar elevado y pintoresco, rodeado de jardines y cafetales: en torno de sus dependencias, potreros y campos cultivados, y a lo lejos, la ciudad, cuyos tejados brillaban en aquel momento bajo un sol rojo por el humo de las quemas.

Encontró muy agradable su cuartito por el cual anduvieran ya las amantes manos de Mama Canducha. Era una pieza de madera adosada a una de las alas del edificio, habitada en otro tiempo por el jardinero y cuyas paredes y techos desaparecían bajo el dosel formado por un jazmín trepador, que ponía por todas partes sus estrellitas blancas y perfumadas. Por la ventana se divisaban los prados, la hondonada por donde corre el Torres y muy distante la ciudad. Por entre un grupo de cipreses asomaban las torres de la iglesia de San Francisco y Sergio las saludó con la mano. ¡Ah! ¡No lo abandonaban! Y se prometió que cada día sus ojos les harían una visita. De un clavo pendía el violín dentro de su caja negra y de otro su estuche del atril. Allí estaba su cofre y su estante lleno de papeles de música y con unos cuantos libros. La pared estaba adornada con fotografías de su madre, de sus hermanos, de Ana María y las reproducciones de los retratos de Beethoven, de Haydn, el predilecto de Miguel, y de otros músicos famosos. Y en un rincón, su cama bien arreglada. Mama Canducha andaba todavía dando el último toque a cada objeto. Sergio miró en torno suyo y casi se sintió alegre.

Un día recibió esta carta de Ana María:

Mi querido hermano Sergio: No te escribí apenas llegué porque he tenido a mi muchachito muy enfermo más de ocho días. A Dios gracias, ya está bueno. ¡Estuve más afligida! Creí que se me iba a morir.

La pobre Rosa y sus hijos nos han recibido como no habrían recibido al presidente. Es una gente muy buena y su pobreza que tiene tantas ternuras para mi hijo y para mí, se parece a la choza en donde me han recibido; la niña Concha diría que es miserable, pero yo sé que es limpia y está llena de hendijas por donde el sol sabe meter sus dedos tibios y dorados, y que escapan, quién sabe por qué milagro a los de la lluvia, tan fríos y desconsoladores.

Vieras cómo me pastorean todos a Sergio. Apenas llora lo cogen y no saben qué hacer con él. Tal vez eso es educarlo mal. Pero es que da lástima dejarlo llorar, cuando uno sabe que poniéndolo en los brazos se queda tranquilo. ¡Verdad que es mejor no dejarlo llorar!

Yo procuro ayudar a Rosa en todo cuanto puedo. Ahora aprendo a tejer canastos. El hijo mayor de Rosa sube a la montaña y nos trae el bejuco. Es muy duro y a mí me sangran las manos, pero ya me acostumbraré.

El sábado irá Jesús a vender lo que hemos hecho al mercado de Heredia y como ya van a comenzar las cogidas de café, esperamos que se vendan bien.

He aconsejado a los hijos de Rosa que rieguen por el pueblo la nueva de que yo sé coser. Recuerdo que a ti te gustaban los vestidos que hice para mí y para la niña Concha. El año que vivimos en París, aprendí a coser y a hacer sombreros con una francesita hija de la dueña del hotel en donde habitábamos.

A ratos me desconsuelo, pero me pongo a ver a mi hijo y el valor me vuelve. Siempre tengo en la memoria tus palabras, de que ya que lo llamé a este mundo, debo ser su guía y su protección.

La casita de Rosa queda en una altura. Al frente tiene un jardín que es un juguete, lleno de chinas de colores, de miramelindos y con dos palitos de uruca que tiene siempre todo oloroso a fiesta. De noche, así que se duerme Sergio, me voy a sentar al corredor, desde donde se ven las luces de San José. ¿Sabes que parece la ciudad de noche? Un gusano de fuego. Y pienso que entre esas luces estás tú, Sergio, y está Miguel, y me consuelo. Me da tristeza pensar que en el invierno no podré verlas. Dice Rosa que entonces casi siempre el valle está cubierto de nubes.

Escríbeme, cuidado me olvidas. Tus cartas y mi hijito serán mi única distracción. Dame bastantes consejos mi querido hermano.

Abraza a Miguel en mi nombre. Mi hijito les manda muchos besos, yo te abrazo mi querido hermano,

Ana María

4

Si yo espero, el sepulcro es mi casa
:

en las tinieblas hice mi cama
.

A la huesa dije: mi padre eres tú
:

a los gusanos: mi madre y mi hermano
.

¿Dónde pues estará ahora mi esperanza?

Y
mi esperanza, ¿quién la verá?

Libro de Job. Cap. XVII 13-14-15

¡Cuántas miserias en torno suyo! ¡Cuánta carne mártir y resignada!

A Sergio le hacía el efecto esta mansión, de un panal en donde se escuchaba el incesante zumbido de las abejas que fabricaban el dolor y no la miel. Aquella parecía la morada de Job, el gran rebelde paciente de la Biblia, ya increpando a Dios y "maldiciendo su día", ya rascándose sus llagas con una teja, sin quejarse. Allí la risa era algo que solo servía para hacer resaltar las muecas impresas por la deformidad o la pena.

A ratos se imaginaba en el planeta de los estropeados: ciegos, mancos, hombres sin nariz, sin piernas, que se arrastraban con los muñones de los muslos protegidos por un cuero grueso, o que caminaban golpeando el suelo con una pierna de palo o con las muletas. Había un mozo alto, fornido que de repente caía con un ataque y se ponía a rebotar como una pelota de hule, con la boca contraída por una mueca diabólica y cubierta de espumarajos. Un hombre ya canoso, chiquito, de ojos saltones, con el busto desarrollado y con las piernas apenas de media vara, sentado en un carro de juguete fabricado por él mismo y que él mismo podía manejar. Era inteligente y risueño y gustaba burlarse de sí.

—Campo al automóvil de Marín —gritaba a los grupos de compañeros que encontraba en los corredores—. ¿Vamos a pasear del brazo, esta noche a la retreta?" —decía al mocetón de los ataques. Sin embargo, Sergio lo sorprendió un día escondido llorando entre un zacatal. Un muchacho sin nariz, con las manos y los pies muy hinchados, que nunca dejaba de comprar lotería, con la esperanza de tener dinero con qué comprarse una nueva nariz. Había un mozo de treinta años con el aspecto de una pelota de manteca vestido con una bata de mujer. Un adolescente ciego de nacimiento, acostado en una carretilla, tan descarnado, que se le veía la calavera; las piernas eran delgadas como un dedo y al mirar por sus ojos abiertos, se creía asomarse a una casa deshabitada por la noche.

En el ala derecha del edificio, se movía una tropa femenina compuesta de viejecillas locas, paralíticas, mudas, ciegas, y de muchachas deformes, cuya juventud no hacía sino poner de manifiesto su repulsiva fealdad. Había una, cara de ardilla, el pelo cortado al rape y su rostro lo dejaba a uno en la duda del sexo a que pertenecía. Caminaba de un modo fantástico, culebreando las piernas y aleteando los brazos. Una güechita con la cabeza llena de cintajos de colores y de peinetas; en el corpiño de su vestido traía prendido cientos de alfileres, medallas de latón, imperdibles; tenía un cerebro de urraca y apenas llegaba una visita, acudía a pedirle con su vocecilla atiplada cualquier cosa brillante que trajera encima. Había otra, muy joven y robusta, morena de carne fresca, con las mejillas en flor y los ojos negros franjeados de pestañas largas y rizadas; tenía las piernas tan endebles, que a lo mejor caía y era preciso ayudarla a levantarse. Siempre estaba viéndose los dedos y riendo con una risa estúpida, llena de saliva que salpicaba cuanto tenía cerca de sí. La que más impresionaba a Sergio, era una muchacha muy gorda, con una desmesurada cabeza que balanceaba sin cesar con el ritmo de un péndulo. Cada mañana, al sacarlo Mama Canducha de su cuarto, la veía sentada en una banca, moviendo su gran cabeza, y él imaginaba oír el tac tac producido por este péndulo humano.

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