Esperando noticias (16 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

—¿Conservó todas esas cosas, recortes de periódicos, artículos?

Joanna Hunter rió con aspereza.

—Tenía seis años. No tuve oportunidad de conservar nada.

En realidad, le correspondía hacer aquello al oficial de enlace familiar, pero resultó que le habían pasado la llamada a ella y cayó en la cuenta de que Joanna Hunter vivía muy cerca, solo un par de calles más allá, en su implacable gueto de clase media donde no había viviendas de protección oficial, ni pubs, ni vida nocturna de ninguna clase, y tampoco mucha vida diurna, dada la enorme proporción de jubilados y ancianos. Después de las ocho de la tarde, las calles estaban muertas, y la riqueza era evidente hasta donde alcanzaba la vista. Bienvenido al sueño. Vagamente, Louise sintió como si se hubiese unido al otro bando sin partir de hecho de un bando concreto. «Regocijaos de vuestra buena fortuna», decía Patrick, con una sabiduría más de galleta china de la suerte que zen.

—Solo por ponerte en antecedentes —le dijo por teléfono el tipo del AMCPP—, resulta que un prisionero recién puesto en libertad sabía que Decker iba a salir y vendió su historia a la prensa sensacionalista por veinte monedas de plata. Será una tormenta en un vaso de agua, pero ella debería saberlo por si la encuentran. Aparecerán por ahí buscándola, son mejores que nosotros encontrando gente.

Louise había estado vagamente al corriente del caso Mason, no hasta el último detalle, como parecía estarlo Karen, sino como un caso más en el listado de hombres que atacaban a mujeres y niños. Eran distintos de los que atacaban solo a mujeres, y diferentes asimismo de los ex maridos o compañeros que saltaban de precipicios y balcones con sus hijos, que llenaban el coche de gases del tubo de escape con los niños en el asiento de atrás, que los asfixiaban en sus camas, que corrían tras ellos hasta el último rincón de la casa con cuchillos y martillos y cuerdas de tender, todo ello sobre la base de que si ellos no podían tener consigo a sus hijos, entonces nadie iba a tenerlos, en especial sus madres.

Estos últimos eran los que aparecían sin ser invitados en la fiesta de cumpleaños temática de su hija, sobre el unicornio mágico, y le pegaban un tiro en la cabeza a su suegra mientras servía gelatina y helado en la cocina, luego daban caza a su cuñada como si fuera un ciervo y le disparaban también en la cabeza, delante de diez niñas de siete años que chillaban, una de las cuales era su propia hija. De hecho había tres niños Needler: Simone, Charlotte y Cameron. De diez, siete y cinco años. La niña del cumpleaños, Charlotte, recibió un culatazo de la pistola de su padre cuando trató de interponerse entre él y su tía Debbie. («Siempre ha sido una niñita valiente, nuestra Charlie», dijo Alison.) Debbie debió de comprender qué ocurría desde el instante en que el primer disparo resonó en la cocina, porque se llevó a las niñas al invernadero que había detrás de la casa, y cuando David Needler la apuntó con la pistola, trataba de protegerlas con su cuerpo, a las diez. Hasta el mismísimo final estuvo diciéndole a gritos que era un cabrón. Démosle una medalla a la tía Debbie.

Alison se encontraba en el piso de arriba, con Cameron, que estaba vomitando en el retrete por el exceso de dulces y de emoción, cuando su ex irrumpió en la casa llena de mujeres y niñas. La madre de Alison estaba muerta en el suelo de la cocina; su hermana, Debbie, yacía moribunda en el invernadero, con su propia hija de diez años enjugándole la sangre de la cabeza con servilletas del unicornio mágico. David Needler trató de llevarse a Simone, y una vecina, una de las madres de la fiesta, trató de impedírselo. En un día en que había pensado que su tarea más dura consistiría en sobrevivir a dos horas entre niñas de siete años histéricas, esa mujer acabó luchando por su vida después de que David Needler le descerrajara un tiro a quemarropa en el pecho. Perdió la batalla. Tres vidas, tres muertes, la misma cuenta total que Andrew Decker.

David Needler huyó sin ningún niño como trofeo. Al primer disparo, Alison Needler había agarrado a Cameron para esconderse con él en el armario del dormitorio.

Andrew Decker no destrozó su propia familia, destrozó la de otro. Destrozó la de Howard Mason. Los hombres como Decker eran inadaptados, solitarios; quizá simplemente no podían soportar ver que la gente tenía unas vidas que ellos nunca tendrían. Una madre y sus hijos, ¿no era ese el vínculo en el meollo de todo?

¿Esconderse o echar a correr? Louise confiaba en que ella opondría resistencia. Si estabas sola podías luchar, si estabas sola podías echar a correr. No podías hacer ninguna de las dos cosas cuando estabas con niños. Podías intentarlo. Gabrielle Mason lo había intentado: tenía las manos y los brazos llenos de heridas defensivas por tratar de evitar el cuchillo de Andrew Decker. Había luchado hasta la muerte protegiendo a sus pequeños. Démosle una medalla a Gabrielle Mason.

Louise había pasado por ello, había estado con Archie de pequeño en parques vacíos y solitarios estanques con patos, consciente de pronto del chiflado y sus andares desgarbados, de su mirada esquiva. No lo mires a los ojos. Camina deprisa y pásalo de largo, no atraigas su atención. En alguna parte, en algún sitio utópico, las mujeres caminaban sin miedo. A Louise le gustaría ver ese sitio, ya lo creo que sí.

Démosles medallas a todas las mujeres.

En la sala de estar de los Hunter había flores en un jarrón blanco y azul sobre una mesita. No, no eran simples flores, baratas y colocadas de cualquier manera, cultivadas en un invernadero en Kenia, sino esas cosas estilizadas y con ramitas salidas del propio jardín de los Hunter.

—Madreselva de invierno y sarcococa —explicó Joanna Hunter—. Las dos tienen un perfume delicioso. Es muy bonito tener flores en invierno.

Louise fingió interés. Sospechaba que ella era genéticamente incapaz de hacer crecer nada, que cultivar no estaba en su ADN mitocondrial. Samantha y Patrick habían «compartido la jardinería» en su antigua casa. Ahora, el nuevo y pequeño jardín de Patrick y ella era todo de césped, bordeado por unos cuantos aburridos arbustos y plantas perennes. Louise ni siquiera estaba muy segura de qué era un arbusto, pues la única vez que había estado en el jardín fue cuando organizaron una barbacoa de inauguración in extremis durante el veranillo de San Martín para la flor y nata del vecindario, incluidos dos peces gordos de la policía, un sheriff y un escritor de novela negra. Eso es Edimburgo.

La primera señora De Winter, Samantha, era de las que tienen mano para las plantas. «Guisantes de olor, tomates, cestas con enredaderas; adoraba el jardín», decía Patrick. Al parecer, era capaz de identificar un arbusto a cien pasos de distancia. La buena esposa.

—Preciosas —le dijo a Joanna Hunter, inhalando el aroma de la madreselva de invierno. No mentía. En efecto, eran preciosas. Joanna Hunter era preciosa, su casa era preciosa, el bebé era precioso. Todo en su vida era sencillamente precioso. Dejando aparte lo de que aniquilaran a toda su familia en la infancia.

—Nadie puede superar algo así —le había dicho a Patrick la noche anterior en la cama.

—No, pero puede intentarlo —respondió él.

—¿Quién te ha nombrado a ti la voz de la sabiduría? —le espetó Louise, pero solo mentalmente, porque el amor de un buen hombre no era algo que se debiera tirar a la basura como un pedazo de papel; ni siquiera ella era tan bruta para no darse cuenta de eso.

Joanna Hunter fue al piso de arriba y volvió a bajar con una fotografía en blanco y negro en un marco sencillo. Se la tendió en silencio. Una mujer y tres niños: Gabrielle, Jessica, Joanna, Joseph. Era una foto con pretensiones artísticas («La tomó mi padre»), un primer plano de todas las caras juntas; Jessica con una sonrisa tímida, Joanna con una sonrisa feliz, el bebé tan solo un bebé. Gabrielle era una belleza, eso era indiscutible. No sonreía.

—No la tengo expuesta —explicó Joanna Hunter—. No podría soportar verlos todos los días. La saco de vez en cuando, y luego vuelvo a guardarla.

Howard Mason se había casado varias veces después de que su esposa fuera asesinada. ¿Cómo se habían sentido las esposas siguientes con respecto a su predecesora muerta? La primera esposa, Gabrielle: guapa, con talento, madre de tres niños, y encima asesinada, un acto imposible de imitar. La segunda esposa, Martina, se suicidó; Howard Mason se había divorciado de la tercera, la China (todo el mundo la llamaba así); la cuarta había sufrido alguna clase de accidente espantoso: cayó escaleras abajo o se prendió fuego, Louise no conseguía acordarse. Había una quinta en alguna parte…, una mujer latinoamericana que sobrevivió a su marido. No le sorprendería que hubiese una decapitación en algún lugar. Desde luego, había que pensárselo dos veces antes de decirle «Sí, quiero» a Howard Mason. De forma inesperada, le vino a la cabeza un poema de Browning, «Mi última duquesa». Pensar en él le produjo un escalofrío.

Con el paso del tiempo, Howard Mason se había vuelto más famoso por sus esposas muertas que por el talento literario que pudiera poseer. Louise no había leído ninguna de sus novelas, era anterior a su época, aunque tras su encuentro del día anterior con Joanna Hunter había buscado sus libros en Amazon, pero por lo visto estaban descatalogados. Se podría pensar que, después de los asesinatos, hubiese adquirido cierta mala fama que estimulara las ventas, pero en lugar de eso se había convertido en una especie de paria. Podía estar muerto y pasado de moda además de descatalogado, pero seguía viviendo en internet, el fantasma en la máquina.

Quiso la suerte que, de camino a casa, Louise se detuviera en la librería Oxfam de Morningside Road y, para su sorpresa, encontrara allí un ejemplar de segunda mano de la primera y más famosa novela de Howard Mason,
El tendero
. La leyó casi entera esa misma noche, en la cama.

—¿Sabía escribir? —le preguntó Patrick.

Estaba leyendo alguna clase de abstrusa revista médica. (¿Debería mostrar ella más interés por su profesión? Él siempre se mostraba interesado por la suya.)

—Sí, sabía escribir, pero es muy de su época. Debió de parecer muy vanguardista entonces, pero es como muy…, no sé, norteño.

Howard Mason había escrito
El tendero
cuando aún estaba verde, antes de que su vida se volviera de
grand guignol
, antes de ser padre de tres hijos, antes de casarse con Gabrielle Ascher, guapa, lista y rica, con una casa cómoda y un temperamento alegre, que perdió esos tres últimos atributos en el instante en que firmó en el registro matrimonial en Gretna Green a los diecisiete años. ¿Fue Howard Mason una elección tan terrible que los padres sintieron que debían desheredarla? ¿Qué ocurrió después de la muerte de Gabrielle, se convirtió Joanna Mason en una rica huerfanita? Preguntas, preguntas. Louise se estaba obsesionando con Joanna Hunter. Había estado al borde de lo incognoscible, en un lugar al que nadie elegiría ir, y había regresado. Eso le confería un misterioso poder que Louise envidiaba.

Andrew Decker había sido, sorpresa, sorpresa, un prisionero modélico. Había ayudado a llevar la biblioteca, trabajado en la tienda Braille, traduciendo libros a ese lenguaje, restaurado sillas de ruedas, todo ello muy encomiable. A veces, Louise añoraba los días en que a los prisioneros se les hacía caminar interminablemente en cintas corredoras o girar manivelas. Pedófilos, asesinos, violadores…, ¿de verdad tenían que estar haciendo libros? Si de ella dependiera, los sacrificaría a todos, aunque obviamente no era esa la clase de opinión que expresaba en voz alta en las reuniones de la división. («¿Has sido siempre una fascista?», le preguntó Patrick entre risas. «Bastante», contestó ella.)

Andrew Decker se había sacado el título de bachillerato superior, se había licenciado en filosofía (por supuesto) por la universidad a distancia, no había mostrado indicios de desearle ningún mal a nadie. Vale. Y treinta años antes había asesinado a una familia cuando, según sus compañeros de trabajo, era «un tipo corriente». Sí, pensaba Louise, había que andarse con cuidado con los tipos corrientes. David Needler era corriente. Decker solo tenía cincuenta años, podían quedarle otros veinte de tipo corriente. Aun así, había que verle el lado bueno a la cosa: tenía una licenciatura en filosofía.

—Al menos ha cumplido toda la sentencia —dijo Joanna Hunter—. Supongo que ya es algo.

Pero en realidad no lo era, y las dos lo sabían.

—Es posible que me marche —añadió Joanna Hunter—, que desaparezca un tiempo, solo hasta que pase todo el revuelo.

—Buena idea.

En Livingston, Alison Needler estaba sitiada: permanecía el día entero dentro de casa, cada vez más pálida, y solo se aventuraba a salir para llevar a los niños al colegio. Los llevaba andando porque estaba convencida de que David Needler colocaría algún dispositivo en el coche y los haría volar a todos por los aires. David Needler era topógrafo y en principio no sabía gran cosa de explosivos, pero Louise suponía que, una vez que la paranoia se aloja en tu cerebro, cuesta bastante sacarla de ahí. Por otro lado, quién habría esperado que David Needler tuviese una pistola o supiera cómo dispararla.

Louise no sabía qué hacía Alison Needler todo el día; hacía las compras por internet y decía que estaba «demasiado alterada» para machacar la alfombra ante un vídeo de gimnasia o sentarse tranquilamente a hacer una colcha de retales (dos de las varias sugerencias de una asistente social). Siempre que Louise iba a la casa, estaba inmaculada, de modo que sospechaba que Alison dedicaba mucho tiempo a limpiar. El televisor solía estar encendido y no había ni rastro de libros; decía que antes le gustaba leer pero que ahora no podía concentrarse. Louise se acordaba de la casa de los Needler en Trinity: una buena casa, de piedra y semiadosada, con grandes jardines delante y detrás; el de delante, perfecto para que un hombre se inmolara en él.

Alison Needler tenía dos cerraduras en cada ventana y tres en las puertas trasera y delantera, además de cerrojos. Contaba con un sistema de seguridad con timbres y silbidos, un botón de alarma, un móvil conectado directamente con emergencias, y sus hijos llevaban alarmas personales colgadas del cuello cuando no estaban encerrados en el colegio.

La habían trasladado a una vivienda protegida, pero Alison nunca estaría a salvo. Si Louise fuera Alison Needler, se conseguiría un perro grande. Uno muy, muy grande. Si fuera Alison Needler, se cambiaría el nombre, se teñiría el pelo, se mudaría muy lejos, a las Highlands, a Inglaterra, a Francia, al Polo Norte. No se quedaría en una casa protegida en Livingston, esperando a que el lobo grande y malo apareciera y la echara abajo soplando.

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