Esperando noticias

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

 

Hay momentos imposibles de olvidar, y aunque hayan pasado treinta años desde entonces, Joanna aun recuerda el sendero en el campo y la tarde de verano en que un hombre de repente se acercó a su madre y a sus hermanos y acabó con la vida de toda la familia. Ella, una niña de seis años, consiguió huir y ahora es una mujer que intenta llevar una vida apacible con su marido y su hijo. Mientras Joanna trabaja, el bebé se queda al cuidado de Reggie, una adolescente que ya ha aprendido a bregar con el dolor.

Las cosas parecen transcurrir de la mejor de las maneras, hasta que un buen día el pasado vuelve para presentar factura: Joanna y el niño desaparecen sin dejar rastro y quien se ve involucrado en la investigación de este extraño caso es Jackson Brodie, un hombre adorablemente imperfecto que trabaja como detective y siempre acaba confundiendo profesión y vida privada.

Los caprichos del destino van a unir a Joanna, a Reggie, a Brodie y a la inspectora Monroe en un juego fascinante, que rompe los límites de la novela de género y nos muestra la fuerza de una escritura donde el talento está en los detalles.

Kate Atkinson

Esperando noticias

Subtítulo

ePUB v1.0

lamirona
26.03.13

Título original:
When Will There Be Good News?

Kate Atkinson, 2008.

Traducción: Patricia Antón

Diseño/retoque portada: Nuria Zaragoza

Editor original: lamirona (v1.0)

ePub base v2.1

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PRIMERA PARTE
En el pasado
La siega

El calor que desprendía el asfalto parecía quedar atrapado entre los densos setos que descollaban sobre sus cabezas como almenas.

—Es agobiante —comentó la madre. También ellos se sentían atrapados—. Como el laberinto de Hampton Court, ¿os acordáis?

—Sí —contestó Jessica.

—No —respondió Joanna.

—Tú eras solo un bebé —dijo la madre—. Como Joseph ahora.

Jessica tenía ocho años, y Joanna, seis.

La estrecha carretera (siempre la llamaban «la vereda») serpenteaba de un lado a otro, de forma que no se veía qué había más allá. Tenían que llevar al perro de la correa y permanecer cerca de los setos por si un coche «salía de la nada». Jessica era la mayor, de modo que era quien siempre sujetaba la correa del perro. Pasaba mucho tiempo adiestrándolo: «¡Aquí!», «¡Siéntate!», «¡Ven!». Mamá decía que ojalá Jessica fuera tan obediente como el perro. Jessica era la que siempre estaba al mando. La madre le decía a Joanna: «Es bueno tener una opinión propia. Deberías hacerte valer, pensar por ti misma», pero Joanna no quería pensar por sí misma.

El autobús los dejó en la carretera principal y continuó su ruta. Bajar del autobús fue «un número». Mamá cogió a Joseph bajo el brazo como un paquete y con la otra mano forcejeó para abrir la moderna sillita de paseo. Jessica y Joanna compartieron la tarea de bajar la compra del autobús. El perro se ocupó de sí mismo. «Nadie echa nunca una mano —decía la madre—. ¿Os habéis fijado?» Sí, se habían fijado.

—La jodida idílica visión del campo de vuestro padre —añadió cuando el autobús se alejó en medio de una bruma azul de humo y calor, y luego soltó de manera automática—: Vosotros no digáis tacos. La única que tiene permitido decir tacos soy yo.

Ahora ya no tenían coche. Su padre («el muy cabrón») se había largado en él. Papá escribía libros, «novelas». Había cogido una de la estantería para mostrársela a Joanna; señaló su fotografía en la contraportada y dijo: «Este soy yo», pero a ella no le estaba permitido leerla, pese a que ya leía bien. («Todavía no, algún día. Escribo para adultos, me temo. —Rió—. Hay cosas ahí dentro que…, bueno…»)

Su padre se llamaba Howard Mason y la madre, Gabrielle. A veces la gente se entusiasmaba y decía con una sonrisa «¿De verdad es usted Howard Mason?». (Otras veces, sin sonreír, «Conque es usted Howard Mason», que no era lo mismo, aunque Joanna no sabía muy bien por qué.)

Mamá decía que su padre los había arrancado de raíz para plantarlos «en medio de la nada». «O en Devon, como lo suelen llamar», añadía papá. Él había dicho que necesitaba «espacio para escribir» y que sería bueno para todos estar «en contacto con la naturaleza». «¡Sin televisión!», añadió, como si eso fuese a gustarles.

Joanna aún echaba de menos el colegio y a sus amigas, a
Wonder Woman
y una casa en una calle desde la que podías ir andando a una tienda a comprar cómics de
Beano
y regaliz y elegir entre tres clases distintas de manzanas, en lugar de tener que recorrer una vereda y una carretera y coger dos autobuses y luego volver a hacer todo eso al revés.

Lo primero que hizo papá cuando se mudaron a Devon fue comprar seis gallinas rojas y una colmena llena de abejas. Se pasó todo el otoño cavando en el huerto de delante para que estuviese «listo para la primavera». Cuando llovía, el huerto se convertía en barro, y el barro acababa invadiendo la casa, lo encontraban hasta en las sábanas. Cuando llegó el invierno, un zorro se comió las gallinas sin que hubiesen puesto un solo huevo y las abejas murieron congeladas, algo insólito según su padre, que dijo que iba a poner todas esas cosas en el libro («la novela») que estaba escribiendo. «Bueno, eso lo arregla todo», comentó mamá.

Su padre escribía en la mesa de la cocina porque era la única habitación de la casa que estaba remotamente caliente, gracias a la enorme y temperamental caldera Aga, que, según su madre, iba a llevarla «a la tumba». «No tendré esa suerte», musitaba su padre. (El libro no marchaba bien.) Todos andaban pululando siempre a su alrededor, incluida mamá.

—Hueles a hollín —le dijo papá a mamá—. Y a repollo y a leche.

—Y tú hueles a fracaso —contestó ella.

Mamá solía oler a toda clase de cosas interesantes: a pintura y aguarrás y tabaco y al perfume Je Reviens, que papá llevaba comprándole desde que tenía diecisiete años y era una «colegiala católica», y que significaba «volveré» y era un mensaje para ella. Según papá, mamá era «una belleza», pero ella decía que era «una pintora», aunque no había pintado nada desde que se mudaron a Devon.

«En un matrimonio no hay sitio para dos talentos creativos», decía mamá con aquella forma tan suya de arquear las cejas mientras inhalaba el humo de los pequeños cigarrillos marrones que fumaba. Lo pronunciaba marcando mucho la «c» y la «r», como una extranjera. De niña había estado en sitios muy lejanos, y algún día los llevaría a esos lugares. Era de sangre caliente, decía, no un reptil como su padre. Mamá era lista, divertida y sorprendente, y no se parecía en nada a las madres de sus amigos. «Exótica», opinaba papá.

La discusión sobre quién olía a qué por lo visto no había acabado, porque mamá cogió una jarra de rayas azules y blancas del aparador y se la arrojó a papá, que estaba sentado a la mesa, mirando la máquina de escribir como si las palabras fueran a escribirse por sí solas si tenía la suficiente paciencia. La jarra le dio de lleno en la sien, y él soltó un alarido de sorpresa y dolor. A una velocidad que Joanna no pudo más que admirar, Jessica arrancó a Joseph de la trona, le dijo «Ven» a ella, y se fueron al piso de arriba, donde le hicieron cosquillas a Joseph en la cama de matrimonio que ambas compartían. En aquel dormitorio no había calefacción y sobre la cama se amontonaban edredones y viejos abrigos de su madre. Al final, los tres se quedaron dormidos, acurrucados en una mezcolanza de olores a humedad, naftalina y Je Reviens.

Al despertar, Joanna vio a Jessica recostada sobre las almohadas, con guantes, unas orejeras y uno de los abrigos de la cama cubriéndola como una tienda de campaña. Estaba leyendo un libro a la luz de una linterna.

—Se ha ido la luz —dijo, sin apartar la vista del libro.

Del otro lado de la pared les llegaban los horribles ruidos de animal que significaban que sus padres volvían a ser amigos. En silencio, Jessica le ofreció a Joanna las orejeras para que no los oyera.

Cuando por fin llegó la primavera, en lugar de plantar un huerto, su padre regresó a Londres a vivir con «su otra mujer», lo que supuso una gran sorpresa para Joanna y Jessica, pero no para su madre, por lo visto. La otra mujer de papá se llamaba Martina, «la poetisa»; mamá escupía esa palabra como si fuera un insulto. A veces se refería a esa otra mujer (la poetisa) con unas palabrotas tan horribles que cuando se atrevían a decírselas en susurros bajo las sábanas (zorra-hijadeputa-fulana-poetisa) flotaban como veneno en el aire.

Aunque ahora que el matrimonio estaba formado por una sola persona, su madre seguía sin pintar.

Avanzaron en fila de a uno vereda arriba, en «fila india», como decía mamá. Las bolsas de plástico de la compra colgaban de las asas de la sillita, que, si su madre hubiese soltado, habría caído hacia atrás y se habría volcado.

—Debemos de parecer refugiados —comentó, y añadió con tono alegre—: Pero no hay que desanimarse. —Iban a mudarse de nuevo a la ciudad a finales del verano, «a tiempo para el colegio».

—Gracias a Dios —exclamó Jessica, con el mismo tono con que lo decía siempre su madre.

Joseph estaba dormido en la sillita, con la boca abierta y un leve estertor en el pecho, porque no conseguía quitarse de encima un resfriado de verano. Estaba tan acalorado que mamá lo dejó desnudo, solo con el pañal, y Jessica le sopló en las pequeñas costillas para refrescar su cuerpecito, hasta que mamá le advirtió:

—No lo despiertes.

El aire trajo un intenso olor a estiércol y a hierba mojada y perifollo, que se le metió a Joanna en la nariz y la hizo estornudar.

—Mala suerte —dijo su madre—, has heredado mis alergias.

El cabello oscuro y la piel clara de mamá habían ido a parar a su «precioso» Joseph, los ojos verdes y las «manos de pintora», a Jessica. A ella le tocaron las alergias. Mala suerte. Además, Joseph y su madre cumplían años el mismo día, aunque Joseph aún no había cumplido ninguno. Su primer cumpleaños sería al cabo de una semana. «Ese es un cumpleaños especial», dijo mamá. Joanna pensaba que todos los cumpleaños eran especiales.

Su madre llevaba el vestido favorito de Joanna, azul con un estampado de fresas rojas. Mamá decía que ya era viejo y que el verano siguiente, si Joanna quería, lo cortaría para hacerle algo a ella. Joanna veía moverse los músculos de las bronceadas piernas de su madre al empujar la sillita. Era una mujer fuerte. Su padre decía que era «feroz». A Joanna le gustaba esa palabra. Jessica también era feroz. Joseph no era nada todavía. Solo un bebé, gordo y feliz. Le gustaban la avena y el plátano machacado, y el móvil de pajaritos de papel que su madre le había hecho y que colgaba sobre su cuna. Le gustaba que sus hermanas le hiciesen cosquillas. Le gustaban sus hermanas.

Joanna sentía el sudor correrle por la espalda. El raído vestido de algodón se le pegaba a la piel. Era un vestido heredado de Jessica. «Pobres pero honradas», bromeaba su madre. Su boca grande se torcía hacia abajo cuando reía, de forma que nunca parecía contenta, ni siquiera cuando lo estaba. Todo lo que Joanna tenía era heredado de Jessica. Daba la sensación de que, sin Jessica, Joanna no existiría. Joanna llenaba los espacios que Jessica iba dejando atrás al crecer.

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