Esperando noticias (4 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

La propia Reggie estuvo en posesión, por poco tiempo, de un MacBook con el que Billy apareció la Navidad anterior. No había entrado en una tienda a comprarlo, ni mucho menos, el concepto de venta al por menor era ajeno a Billy. Le había propuesto pasar la Navidad con ella juntos («nuestras primeras navidades sin mamá»). Incluso preparó un pavo, y hasta flambeó el pudin con brandy, pero Billy no llegó más que al discurso de la reina y dijo que tenía que «hacer algo».

—¿Qué? —quiso saber Reggie—. ¿Qué puedes tener que hacer el día de Navidad?

Billy se encogió de hombros y respondió:

—Esto y aquello.

Reggie pasó el resto del día con el señor Hussain y su familia, que celebraban una Navidad sorprendentemente victoriana. Un mes después, Billy entró en casa cuando ella no estaba y se llevó el MacBook porque, obviamente, tampoco entendía el concepto de regalo.

Y había que reconocer que las bibliotecas y los cibercafés eran mejores que el piso vacío. «Ah, un lugar limpio y bien iluminado», comentó la señorita MacDonald. Ese era el título de un relato de Hemingway que le había hecho leer («Un texto fundamental», insistió), aunque no estuviera en el plan de estudios del bachillerato superior, de modo que Reggie protestó: «¿No sería mejor que leyera algo que sí lo estuviera?, sssssñorita MacDonald?». Alargaba siempre la «s», como si fuera una avispa furiosa (que, por otra parte, era una descripción bastante buena de su carácter).

La señorita MacDonald insistía en que había que leer también sobre «el contexto de las lecturas obligatorias» («¿Quieres ser una chica culta o no?»). De hecho, casi siempre parecía más volcada en ese contexto que en las lecturas en sí. La idea de la señorita MacDonald de documentarse sobre el contexto de una lectura era comparable a coger un avión y comprobar hasta qué punto podías alejarte de ella. La vida es demasiado corta, habría protestado Reggie, solo que probablemente no era un buen argumento para esgrimir ante una mujer moribunda. Había elegido
Grandes esperanzas
y
La señora Dalloway
como lecturas obligatorias, y le parecía suficiente con documentarse sobre Dickens y Virginia Woolf (esto es, con leer toda su
oeuvre
, como insistía en llamarla la señorita MacDonald), incluidas sus cartas, diarios y biografías, sin desviarse por la carretera secundaria de los relatos de Hemingway. Pero cualquier resistencia era inútil.

La señorita MacDonald le había prestado casi todas las novelas de Dickens y las demás las compró en tiendas de beneficencia. Le gustaba Dickens; sus libros estaban llenos de valientes huérfanos abandonados que luchaban por abrirse camino en el mundo. Ella conocía demasiado bien esa senda. También estaba leyendo
Noche de Reyes
. Reggie y Viola, huérfanas de la tormenta.

La señorita MacDonald había sido profesora de literatura clásica; de hecho, había sido la profesora de clásicas de Reggie en la espantosa escuela pija a la que iba antes, y ahora le daba clases para que pudiera sacarse el bachillerato superior. La capacitación académica de la señorita MacDonald para darle clases de literatura inglesa se basaba en su afirmación de que había leído todos los libros que se habían escrito. Reggie no lo ponía en duda, pues las pruebas estaban por todas partes en la casa vergonzosamente desordenada de la señorita MacDonald. Podría haber abierto una sucursal de una biblioteca (o provocado un incendio doméstico espectacular) con la cantidad de libros que tenía amontonados por doquier. Poseía asimismo todos y cada uno de los clásicos de la colección Loeb que se habían publicado, en rojo los latinos y en verde los griegos, centenares de ellos apretujándose en su estantería. Odas y epodas, églogas y epigramas. Todo.

Se preguntaba qué sería de todos aquellos preciosos clásicos de Loeb cuando la señorita MacDonald muriese. Suponía que no sería muy educado pedírselos.

Las clases no eran exactamente gratis porque, a cambio, Reggie siempre andaba haciendo recados para la señorita MacDonald, como recogerle recetas y comprarle medias en los British Home Stores, crema de manos en Boots, y «esos pastelillos de cerdo que tienen en Marks and Spencer». Era muy específica con respecto a las tiendas en que una debía comprar. A Reggie le parecía que a una persona a las puertas de la muerte en realidad no debería preocuparle tanto de dónde salían los pastelillos de cerdo. Probablemente, con un poco de esfuerzo, la propia señorita MacDonald podría haberse agenciado esas cosas por sí misma, puesto que aún tenía su coche, un Saxo azul que conducía como lo habría hecho un chimpancé excitable y miope, acelerando cuando debería frenar, frenando cuando debería acelerar, transitando despacio por una vía rápida, y rápido por un carril lento; más como si estuviera en el simulador de una sala recreativa que en una calle real.

Reggie ya no acudía a la espantosa escuela pija porque hacía que se sintiera como un ratón en una casa de gatos. «Extraescolares, vacaciones y alimentación incomparables.» Había obtenido una beca a los doce años, pero no era la clase de escuela a la que una persona llegaba desde otro planeta sin otra cosa que su cerebro para recomendarla. Una persona que nunca parecía llevar los complementos del uniforme que debía, que nunca contaba con el equipo de deporte adecuado (que, en cualquier caso, era un desastre absoluto en deportes, con equipo adecuado o sin él), que nunca comprendía el lenguaje secreto de las jerarquías del colegio. Por no mencionar una persona que tenía un hermano mayor que a veces deambulaba ante las puertas de la escuela comiéndose con los ojos a las chicas de buena familia, con sus impecables cortes de pelo. Reggie sabía que Billy tenía tratos con algunos chicos (de buena familia, con cortes de pelo impecables, etcétera), chicos que, pese a estar destinados a seguir el código genético enroscado en sus venas y convertirse en abogados de los tribunales de Edimburgo, andaban consiguiendo drogas recreativas a través del hermano de Reggie Chase. Billy tenía la misma edad que ellos, pero era distinto en todos los demás sentidos.

Con lo que costaba la matrícula, podrían haberse comprado dos coches de lujo por curso; la beca de Reggie solo cubría una cuarta parte, y el ejército pagaba el resto. «Culpabilidad con retraso», decía su madre. Por desgracia, no había nadie para cubrir los extras, esos complementos del uniforme que ella nunca tenía, los libros, los viajes escolares, los impecables cortes de pelo. Su padre era soldado en el Regimiento Real escocés, pero Reggie no llegó a conocerlo. Su madre estaba embarazada de seis meses de ella cuando lo mataron en la guerra del Golfo, abatido por «fuego amigo». La mayoría de la gente ya estaba fuera del seno materno cuando se topaba por primera vez con la ironía, le dijo un día a la señorita MacDonald.

—Relegada a la historia —respondió la maestra.

—Bueno, todos lo estamos, señorita Mac.

Tanto su madre como ella tenían siempre varios trabajos a la vez. Aparte de su empleo en el supermercado, mamá planchaba para un par de pensiones, y Reggie trabajaba en la tienda del señor Hussain los domingos por la mañana. Incluso antes de dejar la escuela siempre había trabajado, repartiendo periódicos, en turnos de sábado y cosas por el estilo. Ponía a buen recaudo el dinero en su cuenta de ahorros, después de descontar hasta el último penique del pago del alquiler y las facturas, el móvil prepago y la tarjeta Topshop.

—Tus intentos de llevar la contabilidad doméstica son encomiables —decía la señorita MacDonald—. Una mujer debe saber cómo administrar el dinero.

Su madre era de Blairgowrie, y, al dejar la escuela, su primer empleo había sido en una fábrica de pollos, controlando una cadena de rosáceos bichos desplumados mientras eran sumergidos en agua hirviendo. Con eso había establecido un listón, porque, a partir de entonces, hiciera lo que hiciese, decía: «No es tan malo como la fábrica de pollos». Reggie suponía que la fábrica de pollos habría sido terrible, porque su madre había tenido algunos empleos de porquería en su vida. Le encantaba la carne —sándwiches de beicon, estofados, salchichas con patatas—, pero Reggie no la había visto nunca comer pollo, ni siquiera cuando el Hombre-que-vino-antes-de-Gary traía un cubo de esos del Kentucky Fried Chicken, y eso que el Hombre-que-vino-antes-de-Gary conseguía que mamá hiciera casi cualquier cosa. Pero comer pollo, no.

Pese a los aspectos académicos —diez calificaciones máximas en los exámenes del bachillerato elemental—, para Reggie supuso un verdadero alivio cuando falsificó una carta de su madre en la que decía que se mudaban a Australia y que la niña no volvería a la espantosa escuela pija tras las vacaciones de verano.

Mamá se había sentido muy orgullosa cuando obtuvo la beca («¡Tengo un genio de hija! ¡Yo!»), pero una vez que ella ya no estaba, no tenía mucho sentido. Y ya era bastante malo irse al colegio por las mañanas sin nadie a quien decirle adiós, pero volver a una casa vacía sin nadie a quien decirle hola era incluso peor. Jamás habría creído que dos palabras tan simples pudieran ser tan importantes.
Ave atque vale
.

La señorita MacDonald ya no iba a la espantosa escuela pija porque tenía un tumor creciéndole como un champiñón en el cerebro.

Reggie no pretendía ser egoísta ni nada parecido, pero confiaba en que la señorita MacDonald pudiese prepararla para los exámenes de bachillerato superior antes de que el tumor acabara de devorarle el cerebro. «Nada nuestra que estás en la Nada», solía decir la señorita MacDonald. En realidad, estaba bastante amargada. De una persona moribunda cabía esperar que se sintiera un poco resentida, pero la señorita MacDonald siempre había sido así; la enfermedad no la había vuelto una persona más agradable, e incluso ahora que tenía la religión, no rebosaba precisamente de caridad cristiana. Podía mostrarse bondadosa en los pormenores, pero no en general. Mamá había sido buena con todo el mundo, eso era lo que la salvaba; incluso cuando era una estúpida —con el Hombre-que-vino-antes-de-Gary o hasta con el propio Gary—, nunca perdía de vista ser buena. Sin embargo, la señorita MacDonald también tenía cosas que la salvaban: era buena con ella y adoraba a su perrita, y esas dos cosas contaban mucho en opinión de Reggie.

A ella le parecía que la señorita MacDonald tenía suerte al haber dispuesto de mucho tiempo para hacerse a la idea de que se estaba muriendo. A Reggie no le gustaba pensar que podías andar por ahí más contenta que unas pascuas y al instante siguiente haber dejado simplemente de existir. Al salir de una habitación, al subirte a un taxi. Zambullirte en las aguas frescas y azules de una piscina y no volver a salir jamás. «Nada y después nada.»

—¿Entrevistó a muchas chicas para este trabajo? —le preguntó a la doctora Hunter.

—Sí, a montones —respondió la doctora.

—Miente fatal, doctora Hunter.

La doctora se ruborizó y rió.

—Es verdad, ya lo sé. Ni siquiera puedo jugar al mentiroso. —Y añadió—: Pero contigo tuve un buen presentimiento.

—Bueno, siempre hay que hacer caso a los presentimientos, doctora Hunter —concluyó Reggie.

Aunque en realidad no lo creía, porque su madre había hecho caso a sus presentimientos cuando se fue de vacaciones con Gary y mira qué había ocurrido. Y los presentimientos de Billy rara vez lo llevaban a buen puerto. Podía ser un retaco, pero era un retaco violento.

—Puedes tutearme y llamarme Jo —dijo la doctora.

La doctora Hunter decía que le había costado mucho volver al trabajo y que si de ella dependiera se habría quedado en casa.

Reggie le preguntó por qué no dependía de ella. Pues porque el negocio de Neil pasaba por «un gran bache», explicó la doctora. (Se había llevado «un chasco» y ciertas cosas habían quedado «en nada».) Siempre que hablaba del negocio del señor Hunter, la doctora entrecerraba los ojos como si tratara de distinguir los detalles de algo que se encontraba muy lejos.

Cuando estaba en la consulta, la doctora Hunter llamaba a casa constantemente para asegurarse de que el bebé estuviera bien. Le gustaba hablar con él y mantenía largas conversaciones unilaterales mientras, al otro lado de la línea, el bebé trataba de comerse el teléfono. Reggie oía decir a la doctora: «Hola, garbancito mío, ¿lo estás pasando bien?» y «Mami no tardará en llegar a casa, pórtate bien con Reggie». O muchas veces le recitaba trozos de poemas y cancioncillas infantiles, parecía conocer centenares y siempre andaba soltando estrofas de repente: «Cinco lobitos tiene la loba» o «Estaba el señor don Gato». Muchas de las que sabía eran típicamente inglesas y a Reggie le resultaban extrañas, pues se había criado con canciones tradicionales escocesas.

Si el bebé estaba dormido cuando llamaba, la doctora le pedía que le pasara a la perra.

—He olvidado mencionarte algo —comentó la doctora al final de la entrevista, por llamarla de algún modo, y Reggie pensó: «Uy, el bebé tiene dos cabezas, la casa está al borde de un precipicio, su marido es un psicópata chiflado», pero lo que dijo fue—: Tenemos una perra. ¿Te gustan los perros?

—Me chiflan. Los adoro. De verdad, se lo juro.

Aunque la perra no pudiese hablar, parecía comprender el contenido de las conversaciones telefónicas («Hola, cachorrita mía, ¿cómo está hoy mi preciosa?») mejor que el bebé, y escuchaba atentamente la voz de la doctora mientras ella sostenía el auricular contra su oreja.

La primera vez que vio a
Sadie
, Reggie se había alarmado; era un enorme pastor alemán hembra, con pinta de estar vigilando un solar en construcción.

—A Neil le preocupaba cómo reaccionaría la perra cuando llegase el bebé —comentó la doctora—. Pero pondría mi vida en sus manos, y la del bebé también. Hace más tiempo que conozco a
Sadie
que a cualquiera con excepción de Neil. De niña tuve un perro, pero murió, y entonces mi padre no me dejó tener otro. Ahora él también está muerto, de modo que eso lo demuestra todo.

Reggie no supo muy bien qué demostraba exactamente.

—Lamento su pérdida —dijo, como decían en las series policíacas de televisión.

Lo había dicho por el perro, pero la doctora Hunter entendió que se refería a su padre.

—No tienes por qué —contestó—. Vivió mucho más de lo que le tocaba. Y llámame Jo.

La doctora Hunter sentía verdadera pasión por los perros.


Laika
—prosiguió—, el primer perro que mandaron al espacio, murió de calor y estrés al cabo de unas cuantas horas. La habían rescatado de una perrera. Debió de pensar que iría a parar a una casa, a una familia, y en cambio la mandaron a la muerte más solitaria del mundo. Qué triste.

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