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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

La pelota rodó hacia él. La cogió y sonrió a Nathan de oreja a oreja.

—¿Es tuya esta pelota, hijo?

Nathan asintió con timidez y él le tendió la pelota, atrayéndolo hacia sí. En cuanto lo tuvo a su alcance, le devolvió la pelota con una mano mientras con la otra le tocaba la cabeza, fingiendo revolverle el cabello. El crío saltó hacia atrás como si se hubiese quemado. La niña de primaria cogió la pelota y se llevó a Nathan a rastras, mirando furibunda por encima del hombro. Varias mujeres, madres y profesoras, se volvieron para mirarlo, pero él estaba estudiando el mapa, fingiendo indiferencia ante lo que ocurría a su alrededor.

Una de las madres se le acercó con una sonrisa radiante y educada en el rostro, y le preguntó:

—¿Puedo ayudarlo? —Cuando en realidad lo que quería decir era «Si pretende hacerle daño a alguno de estos niños, lo haré papilla con mis propias manos».

—Disculpe —respondió él, desplegando todo su encanto. A veces, ese encanto lo sorprendía incluso a él mismo—. Me he perdido.

A las mujeres les parecía increíble que un tipo admitiera que se había perdido, y de inmediato derrochaban simpatía. («Hacen falta veinticinco millones de espermatozoides para fertilizar un óvulo —solía decir su esposa— porque solo uno de ellos se detendrá a preguntar el camino.»)

Se encogió de hombros, desamparado.

—Estoy buscando la catarata.

—Es por ahí —contestó la mujer, señalando detrás de él.

—Ah —repuso—, creo que he estado mirando el mapa al revés. Bueno, gracias —añadió, y se alejó a buen paso sendero abajo, hacia la catarata, antes de que la mujer pudiese decir nada más.

Tendría que quedarse por allí unos diez minutos. Sería demasiado sospechoso que volviera directamente al Discovery.

La cascada era bonita, con la piedra caliza y el musgo. Los árboles, negros y esqueléticos, y las aguas, marrones y turbias, parecían crecidas, pero a lo mejor siempre estaban así. Por allí decían de la catarata que era una «fuerza» de la naturaleza, una buena forma de designarla. Una fuerza incontenible. El agua siempre encontraba un camino, acababa por vencer sobre lo que fuera. Piedra, papel, tijera, agua. Que la fuerza te acompañe. Volvió a consultar su caro reloj. Si no lo hubiera dejado, se habría fumado un cigarrillo. No le importaría tomarse una copa. Quedarte plantado ante una catarata durante diez minutos sin fumar ni beber, sin nada que hacer, puede desestabilizarte bastante, porque te quedas a solas con tus pensamientos.

Rebuscó en su bolsillo hasta dar con la bolsita de plástico que había llevado consigo. Con cuidado, dejó caer el pelo en ella, la cerró con un clip de plástico y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Hasta ese momento, había estado aferrando entre los dedos el fino filamento negro que había arrancado de la cabeza del niño. Asunto concluido.

Ya habían pasado los diez minutos. Caminó deprisa de regreso al Discovery cubierto de barro. Si no surgían problemas, al cabo de una hora estaría en Northallerton, donde cogería el tren de vuelta a Londres. Se deshizo del mapa dejándolo en un banco, un obsequio inesperado para alguien que prefiriera desplazarse andando. Jackson Brodie volvió a subir entonces a su vehículo y puso en marcha el motor. Solo había un sitio donde deseara estar. En casa. Se largaba de allí.

Vida y aventuras de Reggie Chase, con una crónica veraz de las fortunas y desventuras, florecimientos y caídas, y de la historia completa de la familia Chase

Reggie metió una cucharada de alguna clase de puré de verduras en la boca del bebé. Menos mal que estaba atado a la trona, porque, de vez en cuando, estiraba brazos y piernas y trataba de lanzarse al vacío como una estrella de mar suicida. «No puede controlar la alegría —le había dicho a Reggie la doctora Hunter, riendo—. La comida lo pone muy contento.» El bebé no tenía manías, y eso que el puré («de boniato y aguacate») olía a calcetines sucios y tenía aspecto de diarrea de perro. Toda la comida del bebé era orgánica y casera: la propia doctora Hunter la preparaba para luego triturarla y congelarla en pequeñas tarrinas de plástico, de modo que Reggie solo tenía que descongelarla y calentarla en el microondas. El bebé tenía un año y la doctora todavía le daba de mamar cuando volvía del trabajo. «Proporciona muchos beneficios para la salud a largo plazo —decía, para añadir cuando Reggie apartaba la vista avergonzada—: Para eso sirven los pechos.» El bebé se llamaba Gabriel. «Mi ángel», según la doctora.

Reggie llevaba seis meses como «aya» del hijo de la doctora Hunter. Se habían puesto de acuerdo en utilizar ese anticuado término en una entrevista de trabajo, por llamarla de algún modo, pues a ninguna de las dos le gustaba el de «niñera».

—Me suena a vieja gruñona —comentó Reggie.

—Yo tuve una niñera una vez —reveló la doctora—. Era un absoluto espanto.

Reggie tenía dieciséis años y aparentaba doce. Si se le olvidaba la tarjeta del autobús, aún podía viajar pagando la tarifa infantil. Nadie preguntaba, nadie comprobaba nada, nadie reparaba siquiera en ella. A veces se preguntaba si sería invisible. Era muy fácil colarse por las rendijas, en especial si eras menuda.

Cuando le caducó la tarjeta del autobús, Billy le ofreció hacerle otra. Le había hecho ya un carnet de identidad. «Para que puedas entrar en los bares de copas», le dijo. Pero Reggie nunca iba a bares de copas, para empezar, porque no tenía con quién ir; además, con su aspecto, el carnet falso no habría engañado a nadie. La semana anterior, sin ir más lejos, cuando hacía el turno del domingo por la mañana en la tienda del señor Hussain, una mujer le dijo que era demasiado pequeña para llevar maquillaje. A Reggie le habría gustado contestar: «Pues usted es demasiado vieja para llevarlo», pero, al parecer a diferencia del resto del mundo, guardaba sus opiniones para sí.

Reggie se pasaba la vida diciendo «Tengo dieciséis años» a gente que no la creía. Lo absurdo era que, en el fondo, tenía cien. Además, no quería ir a un bar de copas; no les veía sentido al alcohol ni a las drogas. La gente ya ejercía demasiado poco control sobre sus vidas, no les hacía falta perderlo aún más. Pensaba en mamá y en el Hombre-que-vino-antes-de-Gary empinando el codo con vino blanco barato del Lidl y «poniéndose alegres», como le gustaba decir al Hombre-que-vino-antes-de-Gary. Gary tenía dos grandes ventajas sobre el Hombre-que-vino-antes-de-Gary: una, no estaba casado, y dos, no le lanzaba miradas lascivas a Reggie cada vez que la veía. Si mamá no hubiese conocido a Gary, en ese preciso momento —Reggie miró el reloj— estaría pasando códigos de barras por el escáner y deseando que llegara su hora de descanso de la tarde («Té, una barrita Twix y un pitillo, cariño»).

«¿Quieres un teléfono?», le preguntaba siempre Billy sacándose dos o tres del bolsillo. «¿Wadjyerwan, Nokia, Samsung?» ¿Para qué? Los teléfonos de Billy nunca funcionaban más de una semana. Parecía más seguro, en todos los sentidos, conservar su móvil prepago de Virgin. A Reggie le gustaba la forma en que Richard Branson había convertido Virgin en una gigantesca marca global, como habían hecho los católicos con la madre de Jesús. Era agradable ver esa palabra por ahí. Reggie estaría muy contenta de morir virgen. La reina virgen,
Virgo Regina
. Una vestal. La señorita MacDonald decía que a las vestales que «perdían su inocencia sexual» las enterraban vivas. Dejar que se consumieran los fuegos vestales era indicio de impureza, lo que le parecía un poco cruel. ¿En qué clase de neurótica te convertía eso? En especial en una época anterior a las pastillas para encender fuego.

Juntas, habían hecho una rápida traducción de algunas cartas de Plinio. «Plinio el Joven», puntualizaba siempre la señorita MacDonald como si fuera de crucial importancia no equivocarse de Plinio, cuando, en realidad, no debía de quedar prácticamente nadie sobre la Tierra a quien le importara un rábano cuál era el viejo y cuál el joven. A quien le importara un rábano cualquiera de los dos, y punto.

Aun así, era agradable pensar que Billy estaba dispuesto a hacer cosas por ella, aunque casi siempre fueran cosas ilegales. Había aceptado el carnet de identidad porque era práctico tenerlo a mano cuando nadie se creía que tenía dieciséis años, pero nunca había aceptado el ofrecimiento de la tarjeta de autobús. Nunca se sabía. Podía convertirse en el primer paso en una resbaladiza pendiente que acabara en algo más grande. Billy había empezado birlando caramelos de la tienda del señor Hussain, y no había más que verlo ahora, prácticamente un delincuente profesional.

—¿Tienes mucha experiencia con niños, Reggie? —le preguntó la doctora Hunter en la entrevista por llamarla de algún modo.

—Oh, sí, muchísima. Montones y montones de experiencia —respondió sonriendo y asintiendo con la cabeza para animar a la doctora, a la que no parecía dársele muy bien entrevistar a la gente—. Tengo mucha experiencia, se lo juro.

Reggie no se habría contratado a sí misma. Tenía dieciséis años y ninguna experiencia con niños, aunque sí contaba con estupendas referencias del señor Hussain y de la señorita MacDonald, así como con una carta de Trish, una amiga de mamá, en la que decía que era muy buena con los niños, basándose en el hecho de que, a cambio de la merienda, había pasado un año entero quedándose las tardes de los lunes con Grant, el hijo mayor de Trish y un verdadero tontorrón, tratando de ayudarlo a aprobar las matemáticas de los últimos cursos de secundaria (un caso perdido como no había otro).

En realidad, hasta entonces, Reggie nunca había visto de cerca a un niño de un año, ni a ningún otro niño pequeño, de hecho. Pero ¿qué había que saber? Eran pequeños, estaban desamparados y confusos, y ella podía identificarse fácilmente con esas cosas. Y no hacía tanto que Reggie misma era una cría aunque tuviera un «alma vieja», como le había dicho una vidente. Cuerpo de niña y mente de anciana. Vieja antes de tiempo. No era que creyera en videntes. La mujer que le dijo lo del alma vieja vivía en una casa nueva de ladrillo con vistas a los montes Pentland y se llamaba Sandra. La había conocido en una despedida de soltera de una amiga de mamá que estaba a punto de embarcarse en otro matrimonio desastroso, y, como de costumbre, Reggie había acompañado a su madre como una mascota. Eso pasa cuando no se tienen amigos propios, la vida social consiste en expediciones para consultar videntes, a salas de bingo, a conciertos de Daniel O'Donnell («Dile a Reggie que se apunte a nuestra juerguecita»). No era de extrañar que tuviese un alma vieja. Incluso ahora que mamá no estaba, sus amigas seguían llamándola para decirle: «Nos vamos de compras a Glasgow, Reggie, ¿te vienes con nosotras?» o «¿Te apetece ver
Hermanos de sangre
en el Playhouse?». No y no. Se acabaron nuestras juerguecitas. Ja.

La vidente, Sandra, no era muy sobrenatural que digamos. Secretaria en un bufete, rolliza y cincuentona, llevaba un cardigan rosa con el cuello de chal sujeto por un camafeo de coral. En su cuarto de baño, todos los artículos de tocador eran de la línea Gardenia de Crabtree & Evelyn y estaban alineados a dos centímetros justos del borde de los estantes, como si aún estuviesen en la tienda.

—Tu vida está a punto de cambiar —le dijo Sandra a su madre. No se equivocaba.

Aun ahora, a Reggie le parecía captar a veces el aroma empalagoso de las gardenias.

La doctora Hunter era inglesa, pero había estudiado medicina en Edimburgo y nunca volvió a cruzar la frontera sur de Escocia. Era médico de cabecera en un consultorio de Liberton, donde pasaba visita a partir de las ocho y media de la mañana, de modo que el señor Hunter hacía «el primer turno» con el bebé. Reggie se ocupaba de él a partir de las diez y esperaba a que la doctora llegase a casa a las dos (aunque solía ser cerca de las tres, «media jornada, pero da la sensación de que es jornada completa», se lamentaba con un suspiro), y entonces se quedaba hasta las cinco, que era la parte del día que más le gustaba, porque estaba con la doctora Hunter.

Los Hunter tenían un televisor de cuarenta pulgadas en el que Reggie veía los DVD de
Balamory
con el bebé, aunque él siempre se quedaba dormido en cuanto empezaba la música del programa, acurrucado en su regazo en el sofá, como un monito. Le sorprendía que la doctora Hunter dejara que el bebé viera tanta televisión, pero ella decía «Oh, cielos, ¿por qué no? ¿Qué daño puede hacerle, de vez en cuando?». Reggie pensaba que no había nada más agradable que tener a un bebé dormido encima, excepto quizá tener a un perrito o un gatito. Había tenido un perrito una vez, pero su hermano lo tiró por la ventana. «No creo que lo haya hecho a propósito», dijo mamá, pero nadie hace esa clase de cosas sin querer y mamá lo sabía. Y Reggie sabía que su madre lo sabía. Mamá solía decir: «Billy puede ser problemático, pero es nuestro problema. La sangre es más espesa que el agua». Y también es muy pegajosa. El día en que el perrito salió volando por la ventana fue el segundo peor día de la vida de Reggie hasta el momento. El día en que se enteró de lo de mamá fue el peor de todos. Obviamente.

La doctora y el señor Hunter vivían en la parte más bonita de Edimburgo, con vistas a Blackford Hill, a mucha distancia en todos los sentidos de la caja de zapatos en una tercera planta en Gorgie, donde Reggie vivía sola ahora que su madre ya no estaba. En realidad, quedaba a dos trayectos de autobús, pero no le importaba. Siempre se sentaba en el piso de arriba y observaba el interior de las casas mientras se preguntaba cómo sería vivir en ellas. Ahora contaba con la ventaja añadida de ver los primeros árboles de Navidad en las ventanas. (La doctora Hunter siempre decía que los placeres simples eran los mejores, y tenía razón.) Además, podía adelantar un montón los deberes. Ya no iba a la escuela, pero estaba siguiendo el currículo escolar. Literatura inglesa, griego clásico, historia de la Antigüedad, latín. Cualquier cosa muerta, en realidad. A veces, se imaginaba a mamá hablando latín (
Salve, Regina
), algo como poco improbable, siendo benevolente.

Por supuesto, no tener ordenador significaba pasarse mucho tiempo en la biblioteca municipal y en cibercafés, pero a Reggie le gustaba, pues en un cibercafé nadie iba a decirle «Regina rima con vagina», como le pasaba en la espantosa escuela pija a la que iba antes. Hasta que el trasto exhaló su último aliento, la señorita MacDonald tenía un Hewlett-Packard antediluviano que le permitía utilizar. Lo había comprado en la prehistoria, con Windows 98 y módem de AOL, lo que significaba que para entrar en internet había que armarse de paciencia.

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