Esperando noticias (2 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

Al otro lado del seto, invisible, una vaca soltó un mugido que la sobresaltó.

—Es solo una vaca —dijo mamá.

—Es una red devon —añadió Jessica, aunque no la veía.

¿Cómo lo sabía? Sabía los nombres de todas las cosas, visibles e invisibles. Joanna se preguntó si algún día llegaría a saber tantas cosas como Jessica.

Al cabo de un rato de caminar por la vereda llegaron a una cerca de madera con un escalón a cada lado de un portón. No podían pasar el cochecito por encima de ella, de manera que tenían que abrir el portón. Jessica le quitó la correa al perro, que se encaramó al escalón para saltar la valla, como ella le había enseñado. Había un letrero en el que se leía: «POR FAVOR, CIERRE LA PUERTA AL PASAR». Jessica siempre se adelantaba a la carrera y descorría el pasador, entonces Joanna y ella empujaban el portón y se encaramaban a él mientras se abría. Mamá tenía que llevar la sillita entre tirones y empujones, porque todo el barro del invierno se había secado y formaba profundos surcos en los que se trababan las ruedas. Volvían a encaramarse al portón para cerrarlo. Jessica corría el pasador. A veces se colgaban cabeza abajo del portón y el cabello les arrastraba por el suelo como escobas barriendo el polvo, su madre decía: «No hagáis eso».

El sendero discurría junto a un campo.

—Trigo —dijo Jessica.

El trigo estaba muy alto, aunque no tanto como los setos de la vereda.

—Pronto lo segarán —comentó mamá, y añadió para que Joanna lo entendiera—: lo cortarán. Entonces tú y yo empezaremos a estornudar y resollar.

Joanna ya resollaba, oía cómo el aire silbaba en su pecho.

El perro corrió hacia el campo y desapareció. Al cabo de unos instantes, volvió a emerger del trigo. La semana anterior, Joanna se había internado en aquel campo siguiendo al perro y se había perdido; durante mucho rato no la encontró nadie. Oía cómo la llamaban mientras se alejaban más y más. Nadie la oía cuando ella contestaba. La encontró el perro.

Se detuvieron a medio camino y se sentaron en la hierba a un lado del sendero, a la sombra de los árboles. La madre cogió las bolsas de plástico de las asas de la sillita y de una de ellas sacó pequeños cartones de zumo de naranja y una caja de palitos de chocolate. El zumo estaba caliente y los palitos se habían fundido y pegado entre sí. Le dieron unos cuantos al perro. Mamá rió torciendo la boca hacia abajo.

—Dios, qué desastre —dijo, y hurgó en la bolsa del bebé en busca de toallitas húmedas para limpiarles las manos y la boca llenas de chocolate.

Cuando vivían en Londres iban de picnic como es debido, cargando en el maletero una gran cesta de mimbre que había pertenecido a la madre de mamá, que era rica pero estaba muerta (y menos mal, por lo visto, porque eso significaba que no había tenido que ver a su única hija casada con un vago egoísta y fornicador). Si su abuela era rica, ¿cómo era que no tenían dinero?

—Me fugué —explicó mamá—. Me largué para casarme con vuestro padre. Fue muy romántico, en su momento. No teníamos nada.

—Teníais la cesta de picnic —le recordó Jessica.

Su madre rió y dijo:

—Eres muy divertida a veces, ¿sabes?

—Sí, lo sé —respondió Jessica.

Joseph se despertó y mamá se desabrochó el vestido de fresas para darle el pecho. Volvió a quedarse dormido mientras mamaba.

—Pobrecito —dijo mamá—. No consigue sacarse de encima ese resfriado. —Volvió a dejarlo en la sillita y añadió—: Bueno, vámonos a casa. Podemos sacar la manguera para que os refresquéis un poco.

El hombre pareció salir de la nada. Advirtieron su presencia porque el perro gruñó, produciendo un sonido extraño y burbujeante que le salió de la garganta y que Joanna nunca le había oído.

Caminaba deprisa hacia ellos, volviéndose más y más grande cada vez. Soltaba extraños jadeos y resoplidos. Esperaban que pasara de largo y dijera «Buenas tardes» u «Hola», porque era lo que siempre decía la gente cuando se cruzaban en la vereda o el sendero, pero él no dijo nada. Su madre solía decir «Un día precioso» o «Qué calor hace, ¿verdad?», cuando se cruzaba con alguien, pero a aquel hombre no le dijo nada. Lo que hizo fue apretar el paso, empujando con fuerza la sillita. Dejó las bolsas de la compra sobre la hierba, y Joanna se dispuso a coger una, pero mamá dijo:

—Déjala.

Hubo algo en su voz, en su cara, que asustó a Joanna. Jessica la cogió de la mano.

—Date prisa, Joanna —la apremió con tono severo, como una adulta.

Joanna se acordó de la vez en que mamá le arrojó la jarra de rayas azules y blancas a su padre.

El hombre caminaba ahora en la misma dirección que ellas, al otro lado de su madre. Mamá avanzaba muy deprisa.

—Vamos, rápido, no os quedéis atrás —dijo. Parecía estar sin aliento.

El perro corrió entonces por delante del hombre y empezó a ladrar y a dar saltos como si tratara de bloquearle el paso. Sin previo aviso, él le asestó una patada, tan fuerte que el animal salió volando y aterrizó en el trigo. Ya no lo veían, pero oyeron sus terribles gemidos. Jessica se plantó delante del hombre y le gritó algo blandiendo un dedo y tragando grandes bocanadas de aire, como si no pudiese respirar. Entonces echó a correr hacia el campo, detrás del perro.

Aquello pintaba fatal. No cabía duda.

Joanna miraba fijamente el trigo, tratando de ver dónde estaban Jessica y el perro, y tardó unos instantes en advertir que su madre estaba luchando con el hombre, golpeándolo con los puños. Pero el hombre tenía un cuchillo que no paraba de blandir en el aire; el ardiente sol de la tarde le arrancaba destellos plateados. Su madre empezó a gritar. Tenía sangre en la cara, en las manos, en las musculosas piernas, en el vestido de fresas. Entonces Joanna se dio cuenta de que mamá no le gritaba al hombre, le estaba gritando a ella.

La vida de su madre quedó segada allí mismo; el gran cuchillo plateado le atravesó el corazón como si trinchara carne. Tenía treinta y seis años.

El hombre debió de asestarle también una cuchillada a Jessica antes de que esta echara a correr, porque había un reguero de sangre, un rastro que los condujo hasta donde estaba, aunque no de inmediato, porque el campo de trigo se había cerrado en torno a la niña y la cubría como una manta dorada. Yacía abrazada al cuerpo del perro; la sangre de los dos se había mezclado para empapar la tierra agostada y regar el grano, como un sacrificio a la cosecha. Joseph murió donde estaba, atado a la sillita. A Joanna le gustaba pensar que ni siquiera se había despertado, pero no lo sabía.

Y Joanna. Joanna obedeció a su madre cuando la oyó gritar.

—Corre, Joanna, corre —chilló, y Joanna echó a correr hacia el campo y se perdió en el trigo.

Más tarde, cuando ya era de noche, llegaron otros perros y la encontraron. Un extraño la cogió en brazos y se la llevó.

—No tiene un solo arañazo —oyó que decía una voz.

Las estrellas y la luna brillaban en el cielo frío y negro sobre su cabeza.

Debería haberse llevado consigo a Joseph, debió haberlo arrancado de la sillita, o haber corrido con la sillita (Jessica lo habría hecho). No importaba que solo tuviese seis años, que fuera imposible que pudiese huir corriendo con la sillita y que el hombre no habría tardado más de unos segundos en alcanzarla, esa no era la cuestión. Habría sido mejor tratar de salvar al bebé y morir que no intentarlo y seguir viva. Habría sido mejor morir con Jessica y su madre que quedarse atrás sin ellas. Pero no se le ocurrió pensar en nada de eso, solo hizo lo que le decían.

«Corre, Joanna, corre», ordenó su madre. De modo que eso hizo.

Era curioso, pero ahora, treinta años después, lo que la sacaba de quicio era que no conseguía recordar cómo se llamaba el perro. Y no quedaba nadie a quien preguntárselo.

SEGUNDA PARTE
Hoy
De su propia sangre

El parque municipal se extendía a lo largo del pueblo y estaba dividido en dos por una estrecha carretera. La escuela primaria daba a esa explanada de césped. La explanada no era cuadrada como él había imaginado en principio, y tampoco tenía un estanque con patos, otra cosa que también había supuesto. Oriundo como era de Yorkshire, cabía pensar que aquel paisaje le resultaría familiar, pero aquellos cereales le eran extraños. Su conocimiento de los Dales era de segunda mano, sacado de la televisión y de las películas, de un ocasional vistazo a la serie
Emmerdale
, de una noche amodorrado en el sofá viendo
Las chicas del calendario
en una cadena por cable.

Ese día, una mañana de miércoles a primeros de diciembre, estaba todo muy tranquilo. En el parque habían plantado un árbol de Navidad, pero seguía en su estado natural, sin adornos ni luces.

La última vez (la primera vez) que había estado allí para echar un vistazo fue una tarde de domingo, en plena temporada de verano, y el pueblo estaba a rebosar de turistas que hacían picnic en la hierba, de niños correteando, y de ancianos sentados en los bancos; todo el mundo comía helados. Había una especie de cajón de arena en un extremo en el que la gente —lugareños, no turistas— jugaba a lo que pensó que debía de ser el herrón, y que consistía en lanzar grandes argollas de hierro tan pesadas como herraduras. No sabía que la gente hiciera aún esas cosas. Era raro. Era medieval. Todavía había cepos de tortura junto a la cruz de término y, según la guía que había comprado, una «plaza de toros». Pensó en el centro comercial de Birmingham que llevaba ese nombre, hasta que siguió leyendo y descubrió que en efecto servía para corridas. Supuso que los cepos y la plaza de toros eran vestigios del pasado, conservados para los turistas, y que no se seguían utilizando (eso esperaba). El pueblo era un lugar al que la gente llegaba en coche para entonces apearse de él y pasear. Él nunca lo hacía así. Si caminaba, partía desde donde estuviese.

Se ocultó tras un ejemplar del
Darlington and Stockton Times
y estudió los pequeños anuncios de funerarias, decoradores y coches de segunda mano. Le pareció que resultaría menos sospechoso que leer un periódico nacional, aunque lo había comprado en Hawes y no en la tienda del pueblo, donde habría llamado demasiado la atención. Aquella gente tenía un radar muy fino para los forasteros raros. Probablemente quemaban un hombre de mimbre todos los veranos.

La última vez conducía un coche ostentoso; ahora pasaba más inadvertido, al volante de un Discovery de alquiler manchado de barro, ataviado con botas de montaña y una chaqueta North Face forrada de borreguito, con una guía de la zona en una funda de plástico colgada al cuello, que había comprado asimismo en Hawes. De haber podido conseguirlo, se habría llevado también un perro, para así parecer un clon de cualquier otro visitante. Debería ser posible alquilar perros. Eso sí que era un vacío en el mercado.

Había llegado en el coche de alquiler desde la estación. Tenía previsto conducir todo el camino (el coche ostentoso), pero cuando se sentó al volante y le dio al contacto, se encontró con que el coche estaba completamente muerto. Algo misterioso, supuso, que tendría que ver con la electrónica. Ahora el coche estaba en un taller de Walthamstow, al cuidado de un tipo polaco llamado Emil que tenía acceso (bonito eufemismo) a piezas originales BMW a la mitad de precio que un proveedor oficial.

Miró el reloj, un Breitling de oro, un regalo caro. Tiempo de calidad. Le gustaba la parafernalia de macho —coches, navajas, chismes, relojes—, pero no estaba seguro de que él hubiese gastado tanto dinero en un reloj. «A caballo regalado, no le mires el dentado», había dicho ella con una sonrisa al dárselo.

—Oh, date prisa, joder —musitó, y dio un cabezazo contra el volante, aunque no muy fuerte, no fuera a llamar la atención de algún transeúnte.

Pese al disfraz, sabía que el tiempo que uno podía permanecer en un sitio pequeño como aquel sin que alguien empezase a hacer preguntas era limitado. Suspiró y miró el reloj. Le daría otros diez minutos.

Al cabo de nueve minutos y treinta segundos (los estaba contando, ¿qué otra cosa se podía hacer mientras uno montaba guardia?), una vanguardia compuesta por dos niños y dos niñas salió corriendo de la escuela. Llevaban sendas porterías de fútbol y, con una experta maniobra, las plantaron en el césped de la explanada. El parque municipal parecía hacer las veces de patio del colegio. No conseguía imaginar cómo sería asistir a una escuela así. Él había cursado la primaria en una cloaca superpoblada y carente de fondos en la que se aplicaba el darwinismo social a la menor ocasión. Supervivencia de los más rápidos. Y esa fue la parte buena de su educación. Su formación propiamente dicha, el tiempo empleado de verdad en sentarse en un aula y aprender algo, se la había proporcionado el ejército.

Un torrente de niños vestidos con chándal brotó del colegio para desparramarse por el césped como un delta. Los siguieron dos maestras, que empezaron a sacar pelotas de una cesta. Contó a los niños a medida que salían, a los veintisiete. Los más pequeños salieron los últimos.

Por fin llegaron los que estaba esperando: los párvulos. Se reunían todas las tardes de miércoles y viernes en la pequeña explanada de hierba de detrás del colegio. Nathan era uno de los más pequeños, y caminaba tambaleándose de la mano de una niña mucho mayor. Nat. Pequeño como un ratoncito. Iba embutido en una especie de pelele acolchado. Tenía unos ojos oscuros y rizos negros que sin la menor duda había heredado de su madre. Una naricita de piñón. No corría riesgo alguno, la madre de Nathan no estaba allí: había ido a visitar a su hermana, que tenía cáncer de mama. Nadie lo conocía. Un forastero en tierra extraña. No había ni rastro del señor Artista de Pacotilla. El falso padre.

Bajó del coche, estiró las piernas, consultó el mapa. Miró alrededor como si acabara de llegar. Le llegaba el retumbar de la catarata. Desde el pueblo no se veía pero se oía. Según la guía, Turner había hecho un bosquejo de ella. Cruzó tranquilamente una esquina de la explanada, como si se dirigiera a uno de los muchos senderos que partían del pueblo. Se detuvo, fingió volver a consultar el mapa, se acercó un poco más a los niños.

Los más mayores estaban haciendo ejercicios de calentamiento, pasándose la pelota unos a otros. Unos cuantos practicaban remates de cabeza. Nathan jugaba a pasarse una pelota con una niña de primero o segundo de primaria. Tropezó con sus propios pies. Tenía dos años y tres meses y arrugaba la carita, de pura concentración. Qué vulnerable. Podría haberlo cogido con una mano, correr de vuelta al Discovery, arrojarlo en el asiento de atrás y salir de allí antes de que nadie tuviese tiempo de hacer nada. ¿Cuánto tardaría la policía en reaccionar? Una eternidad, esa era la respuesta.

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