Esperando noticias (6 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

La semana anterior había sido el cumpleaños del bebé y, para celebrarlo, fueron los tres (sin el señor Hunter, que estaba «muy liado» y dijo que, de todas formas, «Gabriel ni siquiera se entera de que es su cumpleaños, Jo») en el coche a tomar el té a un hotel cerca de Peebles, y la camarera se había deshecho en halagos sobre lo guapísimo que era el bebé y lo bien que se portaba. A él le pusieron un platito de helado de color rosa.

—¡Es el primero de su vida! —exclamó la doctora Hunter—. Imagínate comer helado por primera vez, Reggie.

Al bebé casi se le salieron los ojos de las órbitas de pura sorpresa cuando probó el helado rosa.

—Ah, qué mono —dijo Reggie.

Reggie y la doctora se tomaron entre las dos una bandeja entera de pastelitos.

—Creo que en mi interior tengo una persona gorda que trata de salir —exclamó Reggie.

La doctora Hunter se rió y a punto estuvo de ahogarse con un
éclair
de café en miniatura, aunque probablemente no le hubiese pasado nada, porque Reggie le había pedido que le enseñara la maniobra de Heimlich precisamente por si ocurría algo así.

—Soy muy feliz —declaró la doctora cuando se hubo recobrado, y Reggie dijo:

—Yo también.

Y lo estupendo fue que lo eran de verdad, porque resultaba sorprendente la frecuencia con que la gente decía que era feliz cuando no lo era. Como mamá con el Hombre-que-vino-antes-de-Gary.

Eso pasó el primer día del Adviento, y la doctora Hunter dijo que era un bonito día para cumplir años, aunque ella no fuera religiosa. Compraron el calendario de Adviento en Peebles. El pueblo estaba lleno de la clase de tiendas que les gustan a los viejos. A Reggie también le gustaron, y supuso que tenía algo que ver con su alma vieja.

El calendario de Adviento tenía chocolatinas detrás de cada puerta, y la doctora Hunter dijo:

—Pongámoslo en la cocina. Puedes abrir una puerta cada día y comerte una chocolatina.

Y eso fue lo que hizo Reggie, y lo que estaba haciendo en ese momento, reteniendo la chocolatina medio fundida con forma de Papá Noel en el carrillo para que durase más, mientras ponía los platos de Bunnikins del bebé en el fregadero y vertía jabón líquido Ecover en el agua caliente. La doctora Hunter no utilizaba ningún producto que no fuera ecológico, ni detergente en polvo ni jabón para suelos ni nada.

—Más vale no usar productos químicos dañinos en el entorno de un bebé —le decía a Reggie.

El bebé era un bien muy preciado, tan valioso como el objeto más valioso.

—Bueno, tuve que meterme en un montón de líos para conseguirlo —comentó la doctora riendo—. No fue fácil.

La doctora tenía que andarse con cuidado porque tenía asma («Médico, cúrate a ti mismo», decía), que había heredado de su madre. Además, siempre se resfriaba, según ella porque la consulta de un médico era «el sitio menos saludable de la tierra para trabajar, lleno de gente enferma». A veces, si Reggie estaba muy cerca de la doctora, oía un resuello en su pecho. El aliento vital, le decía la doctora. El bebé no parecía haber heredado los problemas pulmonares de su madre. («Dickens tenía asma», dijo la señorita MacDonald. «Ya lo sé —contestó Reggie—. Me he documentado sobre el contexto.»)

No había evidencia alguna del gran «bache» del señor Hunter. Tenían una casa preciosa, dos coches, una nevera llena de comida cara, y al bebé no le faltaba nada.

Algunas mañanas, cuando Reggie llegaba, el señor Hunter se comportaba como un participante en una carrera de relevos: le tendía al bebé con tanta rapidez que el crío abría mucho la boca y los ojos de puro asombro ante la velocidad del intercambio. Entonces, ella y
Sadie
oían el fascinante bramido del enorme Range Rover al alejarse de la casa entre el crujir de la gravilla, como si el señor Hunter fuera un conductor fugitivo.

—Por las mañanas, a veces parece un oso —comentaba la doctora entre risas. Vivir con un oso no parecía inquietarla. La traía sin cuidado.

El señor Hunter y
Sadie
no tenían demasiada relación. Lo máximo que él le decía era: «Apártate,
Sadie
» o «Baja del sofá,
Sadie
». La perra «formaba parte del lote», le contó a Reggie. «Sin
Sadie
no hay Jo.»

—Quien me quiera a mí, querrá a mi perra —decía la doctora—. El mejor amigo de la mujer.

Timmy
,
Milú
,
Jumble
,
Lassie, Bobby
de Greyfriars. El mejor amigo de todo el mundo. Excepto la pobre
Laika
, la perra astronauta, que no era amiga de nadie.

Otras mañanas, el señor Hunter se quedaba en casa y hacía interminables llamadas telefónicas. A veces, salía al jardín para poder fumar mientras hablaba. Se suponía que no debía fumar, ni dentro ni fuera de la casa, pero las llamadas telefónicas parecían inclinarlo a hacerlo. «No digas nada», le pedía a Reggie guiñándole un ojo, como si la doctora no fuera a oler el tabaco en su ropa o a advertir las colillas entre la gravilla.

Reggie no podía evitar oír al señor Hunter, porque siempre hablaba a voz en grito a la gente invisible del otro lado de la línea. Estaba «explorando nuevas vías», les decía. Tenía «perspectivas muy interesantes en el horizonte» y «oportunidades que se abrían». Parecía muy desenvuelto, pero en realidad estaba suplicando. «Por Dios, Mark, me estáis sangrando, joder.»

El señor Hunter era guapo, y la suya era una belleza tosca y algo maltrecha, lo que aún lo hacía más interesante que si hubiese tenido un atractivo convencional. La doctora lo había conocido cuando era jefa de admisiones en el antiguo hospital Royal Infirmary, aunque él no era de Edimburgo. El señor Hunter la había cortejado mucho tiempo antes de que «cediera» y se casara con él. Él se dedicaba a «algo de la industria del ocio», pero Reggie no acababa de entender a qué exactamente.

La doctora y el señor Hunter parecían llevarse bastante bien, aunque en realidad Reggie no tenía con qué comparar su relación salvo con la de su madre y Gary (aburrida) y la de su madre y el Hombre-que-vino-antes-de-Gary (espantosa). La doctora se reía de los defectos del señor Hunter, que nunca parecía irritarla por nada. «Jo es demasiado fácil de complacer para su propio bien», opinaba él. El señor Hunter, por su parte, irrumpía en la casa con un precioso ramo de flores y una botella de vino y saludaba a la doctora con un «Hola, muñeca», como un cómico de Glasgow. Luego le daba un gran beso y a ella le guiñaba un ojo diciéndole: «Detrás de toda gran mujer, hay algún tipo de mierda, Reggie, no lo olvides».

La mayor parte del tiempo, el señor Hunter se comportaba como si ni siquiera la viera, aunque a veces la sorprendía porque estaba muy simpático. En esas ocasiones, le decía que se sentara a la mesa de la cocina mientras él preparaba café y mantenía con ella una conversación algo torpe («Bueno, y ¿cuál es la historia de tu vida, Reggie?»), aunque a menudo antes de que ella empezara a contarle su (nada despreciable) historia, a él le sonaba el teléfono y se levantaba de un salto para caminar arriba y abajo mientras hablaba («Eh, Phil, ¿cómo te va? Me preguntaba si podríamos vernos, tengo una propuesta que me gustaría hacerte»).

El señor Hunter llamaba al bebé «el peque» y lo lanzaba mucho por los aires, haciéndolo chillar de emoción. Decía que estaba deseando que «el peque» pudiese hablar y correr por ahí e ir con él a los partidos de fútbol, y la doctora le contestaba: «Ya habrá tiempo para todo eso. Sácale partido a cada instante, que el tiempo pasa sin que te des cuenta». Si el bebé se hacía daño el señor Hunter lo cogía en brazos y decía «Vamos, hombrecito, estás bien, no ha sido nada», en tono alentador pero no muy compasivo, mientras que la doctora lo abrazaba y besaba y le decía «Pobre bollito mío», que era una frase aprendida de Reggie (quien a su vez la había aprendido de su madre). Cuando le decía palabras y expresiones escocesas, la doctora lo hacía con un acento escocés bastante bueno, de modo que casi parecía bilingüe.

Al bebé le gustaba bastante el señor Hunter, pero adoraba a la doctora. Cuando ella lo tenía en brazos, no apartaba los ojitos de su cara, como si absorbiera cada detalle para un examen que debiera pasar después.

—Ahora soy como una diosa para él —admitía ella riendo—, pero algún día seré esa vieja pesada que quiere que la lleven al supermercado.

—Qué va, doctora H. Creo que para él va a ser siempre divina.

—¿No deberías haber seguido en la escuela, Reggie? —preguntó la doctora Hunter con un leve ceño en sus bonitas facciones.

Reggie supuso que debía de ser así con sus pacientes. («Debería perder un poco de peso, señora MacTavish.»)

—Sí, debería —contestó.

—Vamos, solete —le dijo Reggie al bebé, sacándolo de la trona para dejarlo en el suelo.

Tenía que vigilarlo en todo momento, porque en un instante estaba sentado tranquilamente tratando de averiguar cómo comerse uno de sus regordetes pies, y al siguiente gateaba en plan comando hacia el peligro más cercano. Su mayor deseo era meterse cosas en la boca y, si había un objeto lo bastante pequeño para ahogarse con él, sin duda iría directo en su busca, y ella tenía que andar siempre vigilando que no hubiese botones y monedas o uvas, que le gustaban especialmente. Había que partirle las uvas en dos, lo que era un verdadero engorro, pero la doctora le había contado el caso de una paciente cuyo bebé había muerto al atascársele una uva en la tráquea, «y nadie había podido ayudarlo», añadió, como si eso fuera peor que el hecho de la muerte en sí. Fue entonces cuando Reggie le pidió a la doctora que le enseñara no solo la maniobra de Heimlich, sino también cómo hacer el boca a boca, cómo detener una hemorragia y cómo actuar en caso de una quemadura. Y ante una electrocución y un envenenamiento accidental. (Y ante un ahogamiento, por supuesto.)

—Podrías asistir a un curso de primeros auxilios —dijo la doctora—, pero se pasan un montón de tiempo enseñándote a hacer vendajes innecesarios. Podemos practicar vendajes para muñecas y brazos, e incluso alguno básico para la cabeza, pero no necesitas nada más complicado. En realidad, solo te hace falta saber cómo salvar una vida. —Se llevó a casa un muñeco para prácticas cardiorrespiratorias que tenía en la consulta—. Lo llamamos Eliot, pero nadie recuerda por qué.

Cuando Reggie pensaba en el bebé que se había ahogado con una uva, lo imaginaba taponado como aquella anticuada botella de limonada con una canica en el gollete que había visto en el museo. Le gustaban los museos. Eran lugares limpios y bien iluminados.

El señor Hunter era muy tranquilo con respecto al bebé. Decía que los bebés eran «prácticamente indestructibles» y que la doctora se preocupaba demasiado, «pero, claro, conociendo su historia, no se podía esperar otra cosa». Ella no sabía nada de la vida de la doctora Hunter (se imaginaba preguntándole «¿Cuál es la historia de su vida, doctora H.?» y no le parecía adecuado). En realidad, lo único que sabía era que tenía a William Morris en la estantería del salón, mientras que a su propio padre lo había declarado oficialmente basura y vivía en la vieja tienda de curiosidades del desván. Por su parte, Reggie pensaba que los bebés eran destructibles en extremo, y tras la historia de la uva la había vuelto especialmente paranoica la posibilidad de que el pequeño no pudiese respirar. Pero ¿qué otra cosa podía esperar ella, dada su historia? («La respiración —decía la doctora—. La respiración lo es todo.»)

A veces, tendida en la cama por las noches, Reggie contenía el aliento hasta que pensaba que los pulmones le iban a estallar, para saber qué se sentía, imaginando a su madre bajo el agua, anclada por el cabello, como alguna nueva y misteriosa clase de alga marina.

—¿Cuánto tiempo se tarda en morir ahogado? —le preguntó a la doctora Hunter.

—Bueno, hay una serie de variables, como la temperatura del agua y cosas por el estilo, pero más o menos entre cinco y diez minutos. No mucho.

Más que suficiente.

Reggie dejó los platos del bebé en el escurridero. El fregadero estaba ante una ventana que daba a un campo al pie de Blackford Hill. A veces había caballos en el campo, y a veces no. No tenía ni idea de adónde iban cuando no estaban allí. Ahora que era invierno llevaban encima unas mantas de un verde oscuro y mate, como el de las chaquetas Barbour.

En ocasiones, cuando la doctora Hunter llegaba temprano a casa, antes de que oscureciera, sacaban al bebé y a la perra al campo, y el bebé gateaba sobre la áspera hierba mientras ella perseguía a
Sadie
, porque a esta le encantaba que fingieras que le dabas caza, y la doctora reía y le decía al bebé «¡Vamos, corre, corre como el viento!» y el bebé se quedaba mirándola, porque, por supuesto, no tenía ni idea de qué era correr. Si los caballos estaban en el campo, permanecían alejados, como si estuvieran huyendo en secreto, lo que sin duda hacían.

Los caballos eran unas bestias grandes y nerviosas y a Reggie no le gustaba la manera en que sus labios se curvaban hacia atrás sobre los enormes dientes amarillos; se los imaginaba confundiendo el excitado puño del bebé con una manzana y arrancándole el brazo de un mordisco.

—A mí también me inquietan los caballos —dijo la doctora Hunter—. Siempre se los ve muy tristes, ¿no te parece? Aunque no tan tristes como los perros.

A Reggie los perros le parecían animales bastante felices, pero la doctora veía potencial para la tristeza en todas partes. «Qué triste», decía al ver caer las hojas de los árboles. «Qué triste», decía al oír una canción en la radio (Beth Nielsen Chapman). «Qué triste», decía cuando
Sadie
gemía por lo bajo al ver que ella se disponía a salir de casa. Incluso después del cumpleaños del bebé, cuando habían estado tan contentos, comiendo pasteles y helado rosa, en el coche, de vuelta a casa, la doctora dijo: «Su primer cumpleaños; qué triste, nunca más volverá a ser un bebé».

Para su cumpleaños, Reggie le había regalado al bebé un osito de peluche y un babero bordado en azul con patitos y las palabras «Primer cumpleaños del bebé». Las primeras cosas siempre eran agradables, las últimas no tanto.

Muchas veces, tras uno de sus arranques de tristeza, la doctora Hunter movía levemente la cabeza como si tratara de sacudirse de encima algún pensamiento, sonreía y decía:

—Pero no hay que desanimarse, ¿verdad, Reggie?

Y ella contestaba:

—No, pues claro que no, doctora H.

—Llámame Jo —decía la doctora Hunter, y añadía dirigiéndose al bebé—: Cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba.

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