El padre de la doctora Hunter seguía viviendo a medias en sus libros —había sido escritor— y ella decía que hubo un tiempo en que estaba muy de moda («Fue famoso en su época», añadió riendo), pero que sus novelas no habían «aguantado la prueba del tiempo».
—Esto es cuanto queda de él ahora —comentó, hojeando un libro mohoso con el título de
El tendero
, y añadió—: De mi madre no queda nada. A veces pienso que sería agradable tener un cepillo o un peine, un objeto que ella tocara todos los días, que formara parte de su vida. Pero todo ha desaparecido. No des nada por sentado, Reggie.
—Pierda cuidado, doctora H.
—Miras hacia otro lado y de pronto ya no está.
—Sé de qué habla, créame.
La doctora Hunter había relegado un inestable montón de novelas de su padre al pequeño desván sin ventanas de la casa. En realidad, era un gran armario, «ni siquiera llega a ser una habitación», decía la doctora, aunque, de hecho, era más grande que el dormitorio de Reggie en Gorgie. La doctora Hunter lo llamaba «el depósito de basura», y estaba lleno de toda clase de cosas con las que nadie sabía qué hacer: un esquí sin pareja, un palo de hockey, una impresora rota, un televisor portátil que no funcionaba (Reggie lo había probado) y un gran número de objetos de adorno que habían sido regalos de Navidad o de boda.
—
Quelle horreur
! —exclamaba la doctora las veces en que asomaba la cabeza, y le decía a Reggie—: Algunas de estas cosas son realmente espantosas.
Espantosas o no, se resistía a tirarlas porque eran regalos y siempre había que aceptar los regalos.
—Excepto si son caballos troyanos —puntualizó Reggie.
—Pero, por otro lado, a caballo regalado no le mires el dentado —respondió la doctora Hunter.
—Quizá habría que mirárselo a veces —opinó Reggie.
—
Timeo Danaos et dona ferentes
—dijo la doctora.
—Totalmente de acuerdo.
Pero los regalos no se aceptaban para siempre, había advertido Reggie, pues cada vez que echaban al buzón una bolsa de plástico para la beneficencia, la doctora Hunter la llenaba con objetos del depósito de basura y la dejaba, sintiéndose un poco culpable, ante la puerta de la casa.
—No importa de cuántas cosas me libre, nunca hay menos —se quejó la doctora con un suspiro.
—Son las leyes de la física —repuso Reggie.
El resto de la casa estaba muy ordenado, y decorado con buen gusto con alfombras, lámparas y distintos adornos. Eran objetos decorativos diferentes de las colecciones de dedales y teteras en miniatura de su madre, que pese al tamaño ocupaban un espacio valioso en el piso de Gorgie.
La casa de los Hunter era victoriana y, aunque disponía de todas las comodidades modernas, aún conservaba las chimeneas, puertas y cornisas originales, un milagro según la doctora. La puerta principal tenía vidrieras de colores, estrellas en rojo, copos de nieve en azul y rosetones en amarillo, que proyectaban prismas de color cuando el sol incidía en ellos. Había incluso un juego completo de campanillas para el servicio y una escalera trasera que permitía a los criados corretear de aquí para allá sin ser vistos.
—Qué tiempos aquellos —comentó riendo el señor Hunter, pues pensaba que, de haber vivido cuando se construyó la casa, él se habría dedicado a encender la lumbre y lustrar las botas—. Y probablemente tú también, Reggie, mientras que Joanna andaría pavoneándose y dándose aires de grandeza por el piso de arriba, porque su familia era gente de dinero.
—De eso ya no queda nada —explicó la doctora cuando Reggie le dirigió una mirada inquisitiva.
—Por desgracia —añadió el señor Hunter.
—Malas inversiones, facturas de casas de beneficencia, despilfarros en tonterías —enumeró la doctora, como si el hecho de tener dinero y gastarlo no significara nada—. Por lo visto, mi abuelo era rico pero derrochador.
—Y nosotros somos pobres pero honrados —concluyó el señor Hunter.
—Aparentemente —apostilló la doctora.
En realidad, como la doctora admitió un día, sí había quedado algo de dinero, que utilizó para comprar aquella casa «muy, muy cara». «Una inversión» para el señor Hunter y «un hogar» según su esposa.
La cocina era la habitación favorita de Reggie. Su piso entero habría cabido en ella y aún quedaría espacio para unos cuantos elefantes columpiándose si te apetecía ponerlos. Por sorprendente que fuera, al señor Hunter le gustaba cocinar y siempre andaba liado en la cocina.
—Es mi lado creativo —decía.
—Las mujeres cocinan porque la gente necesita comer —comentaba la doctora—. Los hombres lo hacen para lucirse.
Había incluso una despensa, una habitación pequeña y fría, con suelo y estantes de piedra, y una puerta de madera con grabados en forma de corazón en los paneles. La doctora Hunter guardaba allí el queso, los huevos y el beicon, así como las latas de conserva.
—Debería hacer mermelada —decía en verano, con tono de culpa—. Una despensa como esta pide a gritos mermelada casera.
Y ahora que se acercaba Navidad, comentó:
—Me siento mal por no haber hecho picadillo de frutos secos. O un pastel de Navidad. O un pudin. En una despensa como esta debería haber un pudin envuelto en un trapo y lleno de monedas de seis peniques y amuletos.
Reggie le preguntó a la doctora si estaba pensando en las navidades de cuando era niña, pero ella se apresuró a contestar:
—No, Dios santo, qué va.
Reggie pensaba que a la despensa no le faltaba nada, salvo un poco de orden, quizá. El señor Hunter siempre estaba revolviendo por allí, buscando ingredientes y desordenando las alineadas filas de latas y botes de la doctora Hunter.
La doctora Hunter («Llámame Jo»), que no creía en la religión, que no creía en «ninguna clase de trascendencia que no fuera la del espíritu humano», creía a pies juntillas en el orden y el buen gusto.
—Morris dice que uno no debe tener nada en casa a lo que no le encuentre utilidad o no le parezca hermoso —le dijo a Reggie mientras llenaban un bonito jarrón («Worcester») de flores cogidas del jardín.
Reggie pensó que se refería a alguien llamado Maurice, un amigo probablemente gay, hasta que advirtió una biografía de William Morris en la estantería y se dijo que era una tonta porque, desde luego, sabía quién era.
Dos veces por semana acudía a la casa una asistenta llamada Liz que se quejaba de todo el trabajo que tenía que hacer, pero Reggie pensaba que lo tenía bastante fácil, porque los Hunter lo tenían todo bajo control; no eran nazis de las tareas domésticas ni nada parecido, pero conocían la diferencia entre la comodidad y el caos, al contrario que la señorita MacDonald, cuya casa entera era un «depósito de basura», con trastos viejos por todas partes, recibos y bolígrafos, relojes sin llave, llaves sin cerradura, ropa apilada sobre las cómodas, montañas de periódicos viejos, media bicicleta en el vestíbulo, que apareció allí un buen día, por no mencionar la cantidad de libros digna de un bosque. La señorita MacDonald utilizaba como excusa la inminencia del rapto y del segundo advenimiento («¿Qué sentido tiene ya?»), pero en realidad era simplemente una persona poco ordenada.
La señorita MacDonald había «llegado» a la religión (solo Dios sabía cómo) poco después de que le diagnosticaran el tumor. Las dos cosas guardaban cierta relación. Reggie se decía que si a ella la estuviera devorando viva el cáncer, era posible que empezara a creer en Dios, porque sería agradable pensar que allí fuera había alguien dispuesto a cuidar de ti. Aunque el Dios de la señorita MacDonald no parecía en realidad de los que andaban cuidando de nadie, sino más bien todo lo contrario, alguien indiferente al sufrimiento humano y obsesionado por la destrucción implacable.
La doctora Hunter tenía un gran tablón en la cocina, lleno de toda clase de cosas que le hacían a uno comprender mejor su vida, como un diploma de atletismo que mostraba que antaño había sido campeona del condado, otro que atestiguaba que había cursado hasta octavo curso de piano y una fotografía suya («de cuando era estudiante») sosteniendo en alto un trofeo, rodeada de gente que aplaudía.
—Era buena en todo —comentó riendo.
—Aún lo es, doctora H. —respondió Reggie.
En el tablón había fotografías que reflejaban la evolución de la vida de la doctora, otras de
Sadie
a lo largo de los años, montones del bebé, por supuesto, así como una de los señores Hunter juntos, riendo bajo algún sol extranjero. El resto del tablón era un popurrí de listas de la compra y recetas («Brownie de chocolate de Sheila») y también recordatorios que la doctora se dejaba a sí misma («No olvides decirle a Reggie que la clase de música para preescolares de este lunes se ha cancelado o que la reunión en la consulta se ha cambiado al viernes por la tarde».) También tenía clavadas todas las citas pendientes: con el dentista, la peluquería, la óptica. La doctora Hunter llevaba gafas para conducir, y la hacían parecer más lista incluso de lo que era. Se suponía que Reggie también debía llevar gafas, pero en ella tenían el efecto contrario, la hacían parecer una absoluta imbécil, de modo que solía ponérselas solo cuando no había nadie a la vista. El bebé y la doctora no contaban, porque en su presencia podía ser tal cual era, hasta con las gafas.
También había clavadas un par de tarjetas de visita dejadas por el señor Hunter a la vuelta de sus «almuerzos de trabajo», pero en realidad era el tablón de anuncios de la doctora.
La tarde anterior una mujer había ido a ver a la doctora Hunter. Había llamado al timbre dos minutos después de que esta entrara en casa y Reggie se preguntó si habría estado merodeando por allí cerca, esperando a que llegara.
Reggie, con el bebé encajado en la cadera, la hizo pasar a la cocina y fue a avisar a la doctora Hunter, que había subido a cambiarse el traje de chaqueta negro que siempre llevaba para trabajar. Cuando Reggie volvió a bajar, la mujer estaba mirando el tablón de anuncios de una forma que le pareció demasiado impertinente en una extraña. La mujer se parecía un poco a la doctora; tenía el mismo cabello oscuro por encima de los hombros, la misma complexión delgada, quizá era un poco más alta. Y también vestía un traje de chaqueta negro. No era una vendedora de Avon, eso seguro. Reggie se preguntó si alguna vez en su vida tendría que llevar un traje de chaqueta negro.
La doctora Hunter entró en la cocina. La mujer sacó una tarjeta del bolso y, tendiéndosela, preguntó:
—¿Podemos hablar un momento?
La doctora se volvió hacia Reggie.
—¿Puedes ocuparte del bebé unos minutos, Reggie?
El bebé estaba haciendo lo de la estrella de mar suicida, tendiendo sus bracitos regordetes hacia la doctora, como si le pidiera que lo rescatara de un barco que se hundía, pero ella se limitó a sonreírle, conducir a la mujer a la salita y cerrar la puerta tras ellas. La doctora Hunter nunca ignoraba al bebé, y nunca llevaba a nadie a la salita; siempre sentaba a la gente a la gran mesa de la acogedora cocina. Durante unos instantes, Reggie temió que aquella mujer tuviera algo que ver con Billy. Le revelaría a la doctora que ella era la hermana de Billy, el chico malo, y la echarían a la calle. Nunca había mencionado a la doctora Hunter que tenía un hermano. No es que hubiera mentido, se había limitado a dejarlo fuera de la historia de su vida, que, después de todo, era lo mismo que Billy le hacía a ella.
La perra había tratado de seguirla, pero la doctora le cerró la puerta en las narices sin decirle una palabra, algo inaudito en ella; la desterrada
Sadie
se sentó ante la puerta y esperó pacientemente. Habría fruncido el entrecejo si un perro hubiera podido hacerlo.
Cuando la mujer se marchó, la doctora Hunter tenía una expresión rara y tensa en la cara, como si tratara de fingir que todo era normal cuando no lo era.
Ahora había una nueva tarjeta en el tablón de anuncios. En ella se leía, grabado en relieve, «Policía de Lothian y Borders», un número de teléfono y un nombre, «inspectora jefe, detective Louise Monroe».
Reggie le dio un yogur al bebé, no uno normal, sino algún tipo de yogur orgánico especial, sin aditivos ni azúcar ni nada artificial. Cuando el niño hubo perdido interés, se lo acabó ella.
Fuera hacía frío y llovía, pero en la cocina se estaba calentito y a salvo. Todavía no había adornos navideños, solo el calendario de Adviento que habían comprado el día del cumpleaños del bebé, pero Reggie podía imaginar los aromas a pino y mandarina y fuego de leña con los que, sin duda, la doctora llenaría la casa en cualquier momento. Sería su primera Navidad con la doctora Hunter y el bebé y se preguntaba si encontraría algún modo de insinuar pasarla con ellos en vez de sola o con los Hussain. No era que tuviese nada en contra de los Hussain, pero ellos no eran su familia. Y la doctora Hunter y el bebé sí lo eran.
Sadie
esperaba pacientemente junto a la trona. Cada vez que el bebé dejaba caer un poco de comida, lo lamía del suelo. A veces se las apañaba para pillarla al vuelo. Se la veía muy digna para ser una perra que andaba en busca de migajas. («Empieza a hacerse vieja», decía con tristeza la doctora Hunter.)
Reggie le dio al bebé un bastoncito de cereal tostado para que lo mordisqueara mientras lavaba sus cuencos; a mano, porque no se fiaba de meterlos en el lavavajillas. La vajilla del bebé era de porcelana auténtica y con dibujos tradicionales. Sus juguetes eran de buen gusto y madera, nada de cosas chabacanas o ruidosas, y llevaba siempre ropita cara y nueva, nada heredado o comprado en tiendas de segunda mano. Muchas prendas eran francesas. Ese día llevaba un pelele precioso de rayas azul marino y blancas («su atuendo de marinero», lo llamaba la doctora) que a Reggie le recordaba un traje de baño victoriano. El bebé tenía una alfombra de arca de Noé en su habitación y una lámpara con forma de gran seta roja con topos blancos de cuento de hadas. Sus sábanas estaban bordadas con barquitos de vela y sobre la cama había un cuadrito enmarcado con la fecha de nacimiento y el nombre, «Gabriel Joseph Hunter», bordados en punto de cadeneta azul.
El bebé no le tenía miedo a nada, con excepción de los ruidos fuertes e inesperados (a Reggie tampoco la entusiasmaban) y aplaudía cuando le decías «Haz palmitas», y si le preguntabas «¿Dónde está tu pelota roja?» gateaba hasta la caja de juguetes y la encontraba. El día anterior había dado sus primeros pasitos, temblorosos pero sin ayuda. («Un pequeño paso para la humanidad es una zancada de gigante para un bebé», decía la doctora.) Sabía decir la palabra «perro» y también «pelota» y «matita», que era como llamaba él a su posesión más preciada, una manta que, antes de nacer, le había comprado la hermana del señor Hunter, de un verde pálido («musgo», según la doctora), para que sirviera para ambos sexos. La doctora Hunter le contó a Reggie que «en realidad» ella sabía el sexo del bebé, pero que no se lo había dicho a nadie, ni siquiera al señor Hunter, porque quería «tenerlo para ella sola lo máximo posible». Ahora, habían recortado la manta verde a la que el bebé tenía un cariño obsesivo para hacerla más manejable. «Es su objeto transicional winnicottiano —comentó la doctora con cierto misterio—. O quizá se trate de su talismán.»