Esperando noticias (8 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

—Tú ganas —le dijo a la oveja.

Volvió a subirse al coche, conectó el reproductor de cedés y puso el disco de Enya. Cuando se despertó ya no había oveja.

Ahora sí que estaba definitivamente fuera del mapa. El cielo se había vuelto plomizo y amenazaba nieve. Ascendían más y más, hacia lo alto de alguna misteriosa cumbre. La ciudad celestial. Era una carretera con portones y resultaba laborioso tener que bajarse del coche una y otra vez para abrirlos y cerrarlos. Supuso que era una forma de tener las ovejas confinadas. ¿Había todavía pastores? Para él, un pastor era un hombre de barba desaliñada, con un jubón de piel de oveja hecho en casa, que permanecía sentado en una verde ladera en una noche estrellada, con un cayado de cuerno de carnero en la mano mientras vigilaba a los lobos que se arrastraban sobre la panza hacia su rebaño. Le sorprendió que su imagen de un pastor fuera tan poéticamente detallada y tan absolutamente inexacta. En la realidad, todo serían tractores, hormonas y desinfectantes químicos. Y hacía mucho que los lobos habían desaparecido, o en cualquier caso, los que se envolvían en pieles de lobo. Jackson era un pastor; no podía descansar hasta haber contado a los miembros del rebaño, y tenerlos a todos a salvo en el redil. Era su vocación y su maldición. Proteger y servir.

En el arcén había postes de tres metros para medir la altura de la nieve. Miró con recelo el cielo; no le gustaría quedarse atrapado allí en medio de una ventisca; nunca lo encontrarían. Tendría que atrincherarse hasta la primavera y esquilar un par de ovejas para abrigarse. Nadie conocía su paradero, pues no le había dicho a nadie que salía de Londres. Si se perdía, si le ocurría algo, no sabrían dónde buscarlo. Si alguien a quien Jackson quería se perdiera, él recorrería el mundo entero en su busca sin descanso, pero no tenía la certeza de que nadie hiciera lo mismo por él. («Te quiero», había dicho su hija, pero no sabía hasta qué punto un sentimiento como ese era firme para ella.)

Pasó ante el poste de una valla con un ave de presa, alguna clase de halcón, encaramada encima como un pináculo. No era muy bueno identificando aves. Aunque sí conocía las águilas ratoneras, y había un par de ellas en el cielo, describiendo ociosos círculos en una maniobra de contención sobre los páramos, como siluetas de papel negro. «Cuando de aquí hayas partido, cada noche y todas las noches, a la tierra de las aulagas llegarás por fin. Y que Cristo reciba tu alma.» Dios santo, ¿de dónde había salido eso? De la escuela, sin duda. Cuando era niño, aún estaba de moda recitar cosas de memoria. El canto fúnebre «The Lyke Wake Dirge», en su primer curso de enseñanza secundaria, antes de que su vida se descarriara. De pronto se vio allí de pie, ante el fuego de carbón, en su pequeña casa, recitando una noche el poema para un examen que tenía al día siguiente. Su hermana Niamh lo escuchaba y corregía como si lo estuviera catequizando. Olía el carbón, sentía el calor en las piernas, desnudas bajo los pantalones cortos de lana gris del uniforme. De la cocina le llegaban los aromas de la sencilla comida que su madre preparaba para la hora del té. Niamh le golpeaba la pierna con una regla cuando olvidaba las palabras. Al pensar en el pasado, lo dejaba perplejo la despreocupada brutalidad que reinaba en su familia (su hermana la ejercía casi tanto como sus padres), los golpes y bofetones, los tirones de pelo y de orejas, los pellizcos de monja; todo un vocabulario de la violencia. Era lo más cerca que podían llegar en la expresión del amor que se tenían unos a otros. Quizá tuviese algo que ver con la perjudicial mezcla de genes escoceses e irlandeses que sus padres habían aportado a la unión. Tal vez se tratara de la falta de dinero, o de la dura vida de una comunidad minera. O puede que, simplemente, les gustara. Jackson jamás había golpeado a una mujer o a un niño; se limitaba a propinar palizas a los de su propio sexo.

«Si nunca diste calcetines ni zapatos, cada noche y todas las noches, las aulagas te pincharán hasta el hueso, y que Cristo acoja tu alma.»

Una aulaga era una espina, de eso se acordaba. Por el amor de Dios, típico de su escuela, hacer que los alumnos de primer curso aprendieran un canto fúnebre. ¿Qué revelaba algo así sobre el carácter de la gente de Yorkshire? Y no solo un canto fúnebre, sino el viaje de un cadáver. Una prueba. Lo que siembres, cosecharás. Haz lo que quisieras que te hicieran a ti. Entrega tus zapatos en esta vida y tendrás calzado para recorrer el páramo lleno de espinos en la siguiente. «Esta misma noche, esta misma noche, esta noche y todas las noches, el fuego y el agua y la llama de la vela, y que Cristo reciba tu alma.» Jackson se estremeció y subió la calefacción del coche.

Por lo visto, después de todo, no estaba solo en aquella carretera a ninguna parte. Un poco más adelante, alguien se dirigía hacia él a pie. Fue tan inesperado, que durante un instante se preguntó si sería alguna clase de espejismo, consecuencia de haber mirado demasiado rato la carretera. Pero no, no era un fantasma, sin duda era un ser humano; una mujer. Al acercarse a ella redujo la velocidad. No era una excursionista ni una turista; iba vestida con un cárdigan largo, blusa, falda y zapatos tipo mocasín. Su única concesión al clima era una bufanda tejida a mano que le rodeaba el cuello con descuido. Cuarenta y tantos años, calculó, melena corta de un castaño entrecano, y cierto aire de bibliotecaria. ¿Hacían las bibliotecarias honor a su cliché? ¿O bien disfrutaban de sexo sin inhibiciones detrás de cada estantería y cubículo? Hacía varios años que Jackson no pisaba una biblioteca.

La mujer no tenía nada que la distinguiera. Ni tampoco perro. Llevaba las manos metidas en los bolsillos del cárdigan. No caminaba sino que paseaba. De ningún sitio a ninguna parte. Era todo muy raro. Jackson detuvo el coche y bajó la ventanilla.

La mujer se acercó, le sonrió y saludó con la cabeza.

—¿La llevo a algún sitio? —preguntó él. («Nunca te subas al coche de un extraño, aunque estés perdida en medio de la nada, aunque diga que conoce a tu madre o que lleva un cachorrito en el asiento de atrás, o que es policía.»)

La mujer rió con simpatía, sin miedo ni suspicacia, y negó con la cabeza.

—Va usted en la dirección equivocada —contestó. Acento de la zona. Con un ademán indicó la dirección de la que él venía y añadió—: Voy aquí cerca.

—Parece que va a nevar —comentó Jackson.

¿Por qué no llevaba abrigo? ¿Eran acaso de una raza más fuerte allí arriba? La mujer contempló el cielo unos instantes y luego dijo:

—Oh, no, no lo creo. No se preocupe. —Acto seguido, se despidió con un ademán y prosiguió con su intempestivo paseo.

No podía seguirla, ni a pie ni con el coche; lo tomaría por un psicópata. Debía de dirigirse a alguna granja que él había pasado por alto. Quizá estuviera en una hondonada, o tras la cresta de una colina. O fuera invisible.

—Como decimos en esta parte del mundo —le dijo al Discovery—, no hay nada tan raro como la gente.

La luz empezaba a declinar y se preguntó hasta qué punto oscurecería cuando el sol perdiera finalmente la batalla. Sería oscuro como boca de lobo, supuso, como solo pasaba en el campo. Encendió las luces.

Por el retrovisor, observó a la mujer volverse más y más pequeña hasta que desapareció en la penumbra cada vez más densa. No miró atrás ni una sola vez. De haber estado él en su pellejo de bibliotecaria, lo habría hecho.

Era un hombre de camino, un hombre que trataba de llegar a casa. Lo que importaba era el destino, no el viaje. Todo el mundo intentaba llegar a casa. Todo el mundo, en todas partes, constantemente.

Ya había oscurecido. Siguió conduciendo, un pobre forastero itinerante. ¿Estaría pasando de este mundo al venidero? «Va usted en la dirección equivocada», había dicho la mujer. Se refería a en la dirección equivocada para ella. ¿O no? ¿Había acaso un mensaje oculto en sus palabras? ¿Una señal? ¿Iba en efecto en dirección equivocada, equivocada con respecto a qué? La carretera tenía que acabar en algún sitio, aunque fuera donde empezaba.

—No hagas eso —se regañó en voz alta—. No te metas en esa mierda existencial. «Aunque recorra el valle tenebroso de la muerte.»

Cuando acababa de decidir que el coche y él se habían perdido para siempre en los límites de la realidad, rebasaron la cresta de una colina y Jackson vio brillar muy abajo los faros de los vehículos en la A1, la autopista perdida, la gran arteria gris de la lógica que ayudaba a los coches a llegar de un destino conocido a otro. Aleluya.

Ella misma se encargaría de las flores

Iría en coche a la ciudad y se acercaría a Maxwell, en Castle Street, donde le pediría a la florista que le confeccionara un ramo, algo elegante. De color azul, para la sala de estar, en una cesta de mimbre para poder colgarla de la chimenea… ¿Le gustarían los delfinios? ¿Habría delfinios todavía? Aunque no importaba cuál fuera la temporada, pues las floristerías no conseguían las flores de jardines, sino de invernaderos en Holanda. Y de Kenia. En Kenia, donde probablemente no había agua suficiente para que la gente que vivía allí pudiera beber, no digamos ya para regar, cultivaban flores y luego las mandaban en aviones que desprendían toneladas de dióxido de carbono en la atmósfera. Eso no estaba bien, pero ella necesitaba flores.

¿Podía alguien necesitar una flor? Cuando fueron a comprar el anillo de compromiso en la tienda de Alistir Tait, en Rose Street, Patrick le dijo al joyero: «Esta preciosa mujer necesita un gran brillante». Ahora, en retrospectiva, sonaba cursi, pero en su momento resultó encantador. Más o menos. Patrick eligió un diamante antiguo con una montura nueva y Louise se preguntó qué pobre tipo habría cavado tiempo atrás para arrancarlo del corazón de las tinieblas. Ella llevaba sangre en las manos.

Patrick era traumatólogo y estaba habituado a dirigir. «En realidad, la traumatología solo tiene que ver con martillos y cinceles, es una forma superior de carpintería», decía en broma cuando la conoció, pero estaba entre los mejores de su especialidad. Probablemente, podría ganar una fortuna en la medicina privada y sin embargo prefería dedicar su tiempo a recomponer con alfileres a pacientes de la Seguridad Social. («A eso te lleva toda una infancia jugando con el Mecano.»)

A Louise nunca le habían gustado los médicos; nadie que hubiese estado en la universidad con estudiantes de medicina confiaría nunca en un médico. (¿Era Joanna Hunter la excepción que confirmaba la regla?) ¿Cómo se escogía a los médicos? Seleccionaban a niños de clase media buenos en ciencias, se pasaban seis años enseñándoles más ciencias y luego los soltaban para que practicaran nada menos que con la gente. Pero la gente no era ciencia, la gente era un absoluto desastre. «Bueno, es una forma de verlo», decía Patrick riendo.

Se habían conocido en un accidente, claro, ¿de qué otro modo conoce un policía a la gente? Dos años antes, Louise transitaba por la M8 en dirección a Glasgow, donde iba a asistir a una reunión con la policía de Strathclyde, cuando vio el choque en la calzada opuesta.

Fue la primera en llegar, antes que los servicios de emergencia, pero no pudo hacer nada. Un camión con tráiler se había empotrado contra la parte de atrás de un pequeño turismo de tres puertas con dos sillitas de bebé en el asiento trasero. La madre iba al volante y su hermana adolescente en el asiento del pasajero. El coche estaba parado en una cola ante los semáforos provisionales de unas obras. El conductor del camión no había visto los letreros que advertían de las obras, no había visto la cola de vehículos, solo vislumbró brevemente el pequeño turismo de tres puertas antes de embestir contra él a casi cien kilómetros por hora. El conductor del camión estaba escribiendo un mensaje en el móvil. Un clásico. Louise lo arrestó allí mismo. Le habría gustado matarlo. O mejor aún atropellarlo despacio con su propio camión. Empezaba a notar que estaba más sedienta de sangre que antes (y antes ya lo estaba bastante).

El coche y todos sus ocupantes quedaron completamente destrozados. Como era la más menuda y delgada, Louise («¿Puede probar usted, jefa?») había introducido una mano por lo que antes había sido una ventanilla, tratando de palpar pulsos, de contar cuerpos, de encontrar alguna clase de identificación. Ni siquiera sabían que había bebés en el asiento de atrás hasta que sus dedos rozaron una minúscula manita sin vida. Los hombres se echaron a llorar, incluido el poli de tráfico que era el oficial de enlace con la familia, y la buena de Louise, más endurecida que una piedra, lo rodeó con el brazo y le dijo «Dios mío, solo somos humanos», y se ofreció voluntaria para ser una de las que comunicara la noticia a los parientes cercanos, que era sin duda el peor trabajo del mundo. Por lo visto, se había vuelto más pusilánime. Sedienta de sangre pero pusilánime.

Una semana después había asistido al funeral. De los cuatro juntos. Fue insoportable, pero hubo que soportarlo porque eso era lo que la gente hacía, seguían adelante. Un pie después del otro, avanzando con esfuerzo día tras día. Si su hijo muriese, Louise no seguiría adelante; se quitaría de en medio con algo limpio y rápido, sin mucho estropicio, para no darles después mucho trabajo a los servicios de emergencia.

Archie quería clases de conducir como regalo por sus diecisiete años, y Patrick dijo: «Buena idea, Archie. Si apruebas el examen te conseguiremos un coche de segunda mano decente». Mientras, ella trataba de pensar en formas de impedir que Archie se sentara nunca al volante de un vehículo. Se preguntaba si sería posible acceder al ordenador del Departamento de Tráfico y ponerle alguna clase de traba en su permiso de conducir provisional. Era inspectora jefe, no debería ser un problema; después de todo, ser policía no era más que el reverso de ser criminal.

El conductor del coche de delante había resultado también gravemente herido y Patrick se pasó horas en el quirófano, tratando de recomponer la pierna de aquel hombre. El chófer del camión, que no tenía ni un arañazo, fue condenado a tres años de prisión, y probablemente ya lo habrían soltado. Louise le habría sacado los órganos sin anestesia para dárselos a gente que los mereciera más que él. O eso le dijo después a Patrick, ante una taza de café asqueroso en la cantina del hospital.

—La vida es puro azar —respondió él—. Lo mejor que se puede hacer es recomponer los pedazos.

Patrick no era policía, pero no fue como casarse con alguien de fuera. Él la comprendía.

Era irlandés, lo que siempre ayudaba. Un hombre con acento irlandés podía parecer sabio, poético e interesante aunque no lo fuera. Pero Patrick además era todas esas cosas. «En este momento estoy entre una esposa y otra», comentó, y ella se había reído. Louise no quería un diamante, grande ni pequeño, pero acabó con uno de todas formas. «Puedes convertirlo en dinero cuando te divorcies de mí», dijo él. A ella le gustaba la forma en que Patrick asumía el mando, con aquella autoridad; no toleraba las tonterías de Louise y sin embargo se mostraba afable ante ellas, como si su esposa fuera preciosa pero tuviera sus defectos y esos defectos pudieran arreglarse; como no podía ser menos. Patrick era cirujano y, como tal, pensaba que todo tenía arreglo. Sin embargo, los defectos nunca podían arreglarse. Louise era la copa dorada, tarde o temprano se le vería la grieta. ¿Y quién iba a recomponer entonces los pedazos?

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