Por primera vez en su vida, había renunciado a tener el control. ¿Y qué le hacía eso a una? Le hacía perder por completo el equilibrio, eso le hacía.
O quizá un centro para la mesa del comedor. Algo tirando a pequeño, algo rojo. Para que hiciera juego con la figura roja de la alfombra. Nada de rosas. Las rosas rojas no transmitían lo correcto. No estaba muy segura de qué transmitían, pero fuera lo que fuese, no era lo adecuado.
—No te esfuerces tanto —le dijo Patrick, riéndose.
Pero a ella no se le daban bien aquellas cosas, y si no se esforzaba fracasaría.
—No puedo tener una relación con nadie —anunció la primera mañana en que despertaron juntos en la cama.
—¿No puedes o no quieres? —preguntó él.
La había domado como si fuera un caballo salvaje y muy nervioso. (Pero ¿y si tan solo la había quebrantado?) Paso a paso, muy suavemente, hasta que quedó atrapada. La fierecilla domada. A las fierecillas les pasaba como a las musarañas, que en realidad eran inofensivas y no merecían su mala fama.
Él sabía cómo hacerlo. Había estado felizmente casado durante quince años, antes de que un vehículo lleno de ladronzuelos adolescentes que adelantaba en una zona de un solo carril en la A9 chocara de frente con el Polo de su esposa. De eso hacía diez años. Fuera quien fuese el inventor del volante, tenía mucho de lo que responder. Samantha. Patrick y Samantha. A ella Patrick no había podido arreglarla, ¿verdad?
Louise tenía tiempo de sobra, tiempo para comprar las flores, tiempo para hacer la compra en el Waitrose de Morningside, tiempo para preparar la cena. Lubina sobre un lecho de lentejas de Puy, suflés de roquefort horneados dos veces y tarta de limón para acabar. ¿Por qué hacerlo fácil cuando podías ponértelo lo más difícil posible? Era una mujer, de modo que, técnicamente hablando, podía hacer cualquier cosa. Los suflés de roquefort eran una receta de Delia Smith. Ascenso y caída de la burguesía. Ja, ja. Oh, Dios santo. Qué le estaba pasando, se estaba convirtiendo en una persona normal.
Estaba mareada de cansancio, eso le pasaba. (¿Por qué? ¿Por qué estaba tan cansada?) En una vida anterior, antes de que su belleza se midiera por el tamaño de un brillante, se habría relajado en el sofá con una copa (muy grande) y pedido pizza, se habría quitado las lentillas, puesto los pies en alto y visto un poco de basura por la tele, pero ahora andaba corriendo por ahí como si llevara un cohete en el culo, preocupada por delfinios y por preparar recetas de Delia. ¿Habría alguna forma de dar marcha atrás a todo aquello?
—Podemos anularlo —le dijo Patrick por teléfono—. No pasa nada, estás cansada.
No pasaría nada para él, pero para Louise sí pasaba. La hermana de Patrick y su marido venían de Bournemouth o Eastbourne o algún sitio así. La diáspora irlandesa. Estaban por todas partes, como los escoceses.
—Estarán encantados con queso y tostadas, o podemos comprar algo hecho —añadió Patrick.
Con qué maldita tranquilidad se lo tomaba todo. ¿Qué iban a pensar si ella no hacía ningún esfuerzo? Se habían perdido la boda; claro que se la había perdido todo el mundo. Era obvio que la hermana (Bridget) estaba molesta por todo el asunto de la boda.
—Nosotros dos solos en una oficina del registro —le dijo Louise a Patrick cuando por fin accedió a darle el sí.
—¿Qué pasa con Archie? —quiso saber Patrick.
—¿Tiene que venir?
—Sí. Es tu hijo, Louise.
Archie se había portado muy bien, ocupándose del anillo y aplaudiendo con discreción y timidez cuando ella dijo:
—Sí, quiero.
El hijo de Patrick, Jamie, no asistió a la boda. Era estudiante de posgrado y estaba en una excavación arqueológica en medio de algún sitio dejado de la mano de Dios. Era uno de esos chicos que disfrutaban de la vida al aire libre, y practicaba esquí, surf, submarinismo; «un auténtico chico», según Patrick, en contraste con el hijo de ella, su pequeño Pinocho.
Pidieron a dos personas de la boda siguiente que actuaran de testigos y, en agradecimiento, les dieron sendas botellas de buen whisky de malta. Louise se había puesto un vestido de seda salvaje, de un color al que el dependiente personal en Harvey Nichols se había referido como «ostra», aunque a ella le parecía simplemente gris. Pero era bonito sin resultar recargado y mostraba sus estupendas piernas. Patrick había encargado flores, pues Louise no se habría molestado en hacerlo: un anticuado ramo de rosas de color rosado para ella y capullos del mismo tono para su ojal y el de Archie.
Un par de años atrás, no mucho después de conocer a Patrick y cuando el comportamiento de Archie estaba en su fase más preocupante, Louise se había sometido a terapia, algo que había jurado que no haría jamás. Nunca digas nunca jamás. Lo hizo por Archie, pensando que los problemas de su hijo debían de ser consecuencia de los suyos, que si conseguía ser una madre mejor la vida de él mejoraría. Y lo hizo también por Patrick, porque él parecía representar para ella una oportunidad de cambiar, de convertirse en una persona como las demás.
Se trataba de terapia cognitiva conductual que no hurgaba demasiado en las turbias aguas de su psicopatología, gracias a Dios. El principio básico era que debía aprender a evitar todo pensamiento negativo, lo que le permitiría tener una actitud más positiva ante la vida. La terapeuta, Jenny, una mujer con buenas intenciones y algo hippy que tenía pinta de haberse tricotado a sí misma, le dijo que imaginara un sitio donde pudiese meter todos sus pensamientos negativos, y Louise había escogido un cofre en el fondo del mar, de esos que les encantaban a los piratas en los cuentos, con tapa convexa y bordes de metal, acolchado y con cerradura para mantener a buen recaudo no un tesoro, sino los pensamientos que no le eran de ayuda.
Cuanto más detallada fuera la imagen, mejor, dijo Jenny, de modo que Louise añadió corales y conchas a la arena gruesa, percebes que colgaban de los costados del cofre, peces y tiburones curiosos que lo husmeaban, langostas y cangrejos correteando por encima, montones de algas que se mecían en la corriente. Se convirtió en una experta en candados y llaves y podía visitar su mundo submarino en un abrir y cerrar de ojos mental. El problema fue que cuando hubo encerrado todos sus pensamientos negativos en el fondo del mar no quedó nada, ni el más mínimo pensamiento positivo.
—Supongo que sencillamente no soy una persona positiva —le dijo a Jenny.
Pensó que la terapeuta protestaría, que la atraería a su maternal y tricotado regazo y le diría que solo era cuestión de tiempo (y dinero) que se la pudiese arreglar. Pero Jenny se mostró de acuerdo con ella:
—No, supongo que no.
Dejó de acudir a la consulta y no mucho después aceptó la proposición de Patrick.
Archie estudiaba ahora en Fettes. Dos años antes, a los catorce, había estado a punto de meterse en algo feo; solo habían sido unos cuantos robos de poca importancia, faltas de asistencia al colegio y problemillas con la policía (oh, vaya ironía), pero ella supo, porque lo había visto suficientes veces en otros adolescentes, que si no se cortaba de raíz, no se trataría de una mera fase, sino de una forma de vida. Por suerte él estaba dispuesto a cambiar, o de lo contrario no habría funcionado. Louise utilizó el seguro de vida de su madre para pagar la exorbitante matrícula, «así la vieja bruja borracha habrá servido por fin para algo». La escuela era la clase de sitio en contra del que Louise se había manifestado toda su vida de revolucionaria: privilegios, perpetuación de la hegemonía dominante, bla, bla, bla. Y ahora lo suscribía todo porque el bien común no era un argumento que ella fuera a esgrimir cuando se trataba de su propia sangre.
—¿Qué pasa con tus principios? —le preguntó alguien.
—Archie es mis principios —respondió.
La apuesta había dado sus frutos. En dos años Archie había pasado de gótico a empollón rarito (su verdadera vocación desde el principio) en un único movimiento relativamente fácil, y ahora rondaba con sus colegas empollones y raritos por el club de astronomía, el club de ajedrez, el club de informática y Dios sabía qué otras actividades que a ella le parecían completamente extraterrestres. Louise tenía un posgrado en literatura y estaba segura de que, de haber tenido una hija, habrían mantenido estupendas charlas sobre las Brontë y George Eliot. (¿Mientras qué? ¿Mientras horneaban pasteles y se maquillaban la una a la otra? Pon los pies en el suelo, Louise.)
—No es demasiado tarde —dijo Patrick.
—¿Para qué?
—Para un bebé.
Louise sintió que la recorría un escalofrío. Alguien había abierto una puerta en su corazón y había dejado entrar el viento del norte. ¿Quería Patrick un hijo? No podía preguntárselo, no fuera a decir que sí. ¿Iba a seducirla hasta conseguirlo, como la había seducido para que se casara con él? Ella ya tenía un hijo, un hijo que llevaba en el corazón, y no podía recorrer otra vez esa escarpada senda.
Toda su vida había sido una lucha.
—Ha llegado el momento de parar —le dijo Patrick, masajeándole los hombros tras un día de trabajo especialmente agotador—. Entrega las armas y ríndete, tómate las cosas tal como vengan.
—Deberías haber sido un maestro zen —respondió ella.
—Lo soy.
No esperaba llegar a los cuarenta y encontrarse de pronto con una familia con dos coches, viviendo en un piso caro y llevando encima una roca del tamaño de Gibraltar. La mayoría de la gente lo vería como una meta o una mejora, pero Louise se sentía como si se hubiese internado en la carretera equivocada sin darse cuenta. A veces, en sus momentos más paranoicos, se preguntaba si Patrick se las habría apañado de algún modo para hipnotizarla.
Al mudarse, había cambiado su póliza de seguros y una mujer al otro lado de la línea telefónica le hizo todas las preguntas de rigor —antigüedad del edificio, cuántas habitaciones, existe ya un sistema de alarma— antes de preguntar si tenía «joyas, pieles o escopetas en la casa», y por un momento, Louise había sentido una emoción inesperada al imaginar una vida que contuviese esos elementos. (Por algo había empezado, tenía la joya.) Era obvio que se había equivocado de camino, compartimentándolo todo con pulcritud, sentando la cabeza, cuando lo que de verdad deseaba era estar en algún sitio por ahí fuera, llevando la vida del proscrito, cubierta de joyas y pieles y empuñando una escopeta. Ni siquiera la idea de las pieles le preocupaba demasiado. Era capaz de dispararle a algo, desollarlo y comérselo; le parecía mejor que la insensible distancia entre el matadero y los paquetes blandos y pálidos de la sección de carnicería de Waitrose.
—No —le dijo a la mujer de la compañía de seguros, recuperando la sensatez—, solo mi anillo de compromiso.
Una alhaja de segunda mano que valía veinte mil libras. Véndela y echa a correr, Louise. Corre, deprisa. Joanna Hunter había sido corredora (¿lo era todavía?), campeona de atletismo en la universidad. Una vez había corrido y eso le salvó la vida. Luego quizá había querido asegurarse de que nadie iba a atraparla jamás. Louise había visto el tablón en la cocina de los Hunter, los pequeños trofeos y recuerdos cotidianos de una vida: postales, certificados, fotografías, mensajes. Por supuesto, no había nada sobre el suceso que debía de haber conformado su existencia entera; el asesinato no era algo que uno anduviese clavando en el corcho de la cocina. Alison Needler, en cambio, no corrió. Ella se escondió.
Ahora casi no veía a Archie. Había decidido quedarse interno entre semana porque prefería vivir en una escuela que con su madre. Los fines de semana buscaba la compañía de los mismos chicos con los que estaba de lunes a viernes en la escuela.
—Deja ya de preocuparte —le dijo Patrick—. Tiene dieciséis años, está desplegando las alas.
Louise pensó en Ícaro.
—Y aprendiendo a volar.
Pensó en el pájaro muerto que había encontrado al salir de casa el fin de semana. Un mal presagio. Un pequeño gorrión macho abatido por un niño con arco y flecha.
—Tiene que hacerse mayor.
—No veo por qué.
—Louise —dijo Patrick con suave insistencia—. Archie es feliz.
—¿Feliz?
Feliz no era una palabra que ella hubiese empleado para referirse a Archie desde que era pequeño. Qué maravillosa y alegremente libre de ataduras había sido Archie entonces. Louise pensó que sería así para siempre, no comprendió que la felicidad de la infancia se evapora, porque ella nunca conoció la felicidad de niña. De haber sabido que Archie no iba a ser para siempre aquel niño risueño e inocente, habría atesorado cada instante. Ahora podría disfrutarlo de nuevo si quisiera. El viento del norte aulló. Louise cerró la puerta.
Regresaba de una reunión con los policías de Amatista en el centro comercial Gyle. Así fue como conoció a Alison Needler, seis meses antes de los asesinatos. Durante unos meses, a Louise la destinaron a Amatista, a la Unidad de Protección Familiar. David Needler, desobedeciendo la orden de alejamiento, se había apostado en el jardín de la familia, en Trinity, donde amenazaba con prenderse fuego con sus hijos, mientras su ex esposa miraba por la ventana del piso de arriba. Cuando Louise llegó, pisándole los talones al vehículo de respuesta inmediata, la hermana de Alison, Debbie, increpaba a su cuñado desde el umbral. («Una descarada, nuestra Deb», según Alison. Y bien que había pagado por ello.) Lo estaba provocando, quizá, más que increpando. («Vamos, adelante, cabrón, veamos cómo te prendes fuego».)
Al día siguiente, en los tribunales, David Needler recibió una amonestación y se le dijo que obedeciera la orden y permaneciera alejado de su familia. Y eso hizo, hasta que seis meses después volvió con una escopeta.
Louise entró en el aparcamiento en Howdenhall. Pasaría un momento por la comisaría, recogería su coche y se marcharía en cinco minutos. Tenía tiempo de sobra.
—Ha llegado el informe definitivo del forense, jefa —le dijo su jovencísimo ayudante, el detective Marcus McLellen, tendiéndole una carpeta—. Como suponía, el incendio del salón de juegos recreativos había sido sin lugar a dudas fruto de una tendencia pirómana.
A los veintiséis años, Marcus tenía una licenciatura en periodismo por Stirling (¿y quién no?) y una mata de pelo que habría estado a la altura de la de Shirley Temple de habérselo dejado crecer en lugar de cortárselo, con mucha sensatez, a lo astracán. Era jugador de rugby y en una ocasión Louise lo había animado hasta quedarse ronca, temblando de frío un sábado por la mañana (una gran válvula de escape para la agresividad, descubrió), algo que nunca había podido hacer por el enclenque Archie, con su fobia a los deportes.