La mayoría de la gente arrastraba consigo un par de álbumes de fotos a lo largo de su vida, pero nunca había visto una sola fotografía en el piso de Covent Garden de Tessa. Sus padres habían muerto en un accidente de coche, y no quedaba rastro alguno de que hubiesen existido. No había nada de su infancia, ningún recuerdo del pasado.
—En mi trabajo vivo en el pasado —decía—. Trato de mantener mi vida en el presente. Ruskin dice que cada nueva posesión acumulada nos llena de hastío, y tiene razón.
Algo en el espartano maquillaje de Tessa resultaba atractivo, en especial después de Julia, una mujer proclive al rococó, tema sobre el que le había dado una vez una entretenida clase que de algún modo había implicado sexo (típico de Julia). Julia era mucho más culta de lo que te permitía creer. A Tessa la habría desconcertado de haberla conocido. La actitud de esta, por así decirlo era indiferente («tu ex»); no mostraba interés por Julia, no tenía celos (pero ¿y si hubiese sabido lo del bebé?). Tessa tenía algo neutral que resultaba refrescante. Jamás habría creído que «neutral» le pudiera parecer un apelativo atractivo en una mujer. Eso lo demostraba todo.
Hacía cuatro meses que se conocían, y llevaban dos casados. Con Josie habían estado prometidos más de dos años antes de casarse, de modo que la experiencia personal de Jackson no demostraba que un noviazgo largo cimentara un matrimonio largo. («Oh, yo creo que estuvimos casados el tiempo suficiente», decía Josie.) Aun así, aquel matrimonio repentino e impulsivo con Tessa no había sido nada propio de Jackson. «No, no es cierto —opinó Josie—, siempre has sido el más pegajoso de los hombres.» «No, no es cierto —fue la respuesta de Julia—, estabas desesperado por casarte conmigo, y piensa qué desastroso habría sido eso.»
«Porque soy apasionado y lascivo y no puedo vivir sin mujer.» Él no era apasionado ni lascivo (o eso le gustaba creer), pero el de casado siempre le había parecido el estado ideal. El Jardín del Edén, el paraíso perdido.
«En realidad no se te da muy bien estar casado —dijo Josie—. Solo crees que se te da bien.» «Eres un lobo solitario, Jackson —opinó Julia—. Solo que no puedes admitirlo.» Josie y Julia llevaban una incómoda vida en su cerebro, combinadas para formar la voz de su conciencia; los ángeles gemelos que dejaban constancia de su conducta. «Antes de que te cases», empezó la voz de Josie. «Mira bien lo que haces», concluyó la de Julia.
—¿Qué día es hoy? —le preguntó a la policía.
—Viernes.
El vuelo de Tessa llegaba a Heathrow a primera hora del lunes. Estaría en casa para entonces, si no antes. Estaría allí cuando llegara su avión, como le había prometido. Era bueno para un hombre tener un objetivo, era bueno saber adónde iba. Jackson se iba a casa.
Se habían conocido en una fiesta. Jackson nunca acudía a fiestas. Fue la casualidad más fortuita, una confluencia de los planetas, una onda en el tiempo.
Se había topado con su antiguo oficial al mando en la policía militar, en Regent Street nada menos, que no era, una vez más, un
endroit
que Jackson visitara a menudo. Las Parcas lo habían situado en el cruce de Regent Street, pero por una vez con un buen fin.
Su antiguo jefe era un tipo bastante pícaro llamado Bernie, al que hacía más de veinte años que no veía. Nunca habían tenido mucho en común, aparte del trabajo, pero se llevaban bien, y a Jackson le sorprendió el placer que le produjo aquel encuentro inesperado. De manera que cuando Bernie dijo «Oye, la semana que viene vendrán unos cuantos amigos a tomar una copa en mi casa, en plan informal, ¿por qué no te vienes?», él se había sentido tentado de aceptar antes de poner reparos, y se encontró convertido en el blanco de una ofensiva de Bernie, el cual derrochó tanto encanto que acabó por resultar irresistible; o, más bien, al final fue más fácil decir «sí» que continuar diciendo «no». Al mirar atrás, comprendía que el placer no fue tanto por ver a Bernie como por el inesperado recordatorio de una vida que ya había perdido, la de dos antiguos soldados que rememoraban el pasado.
Dos cosas le produjeron sorpresa. La primera, fue el piso de Bernie en Battersea, lujosamente decorado y lleno de objetos —muebles, adornos, pinturas— que incluso él fue capaz de reconocer como «buenos». Bernie había mencionado algo sobre que trabajaba «en seguridad» (¿en qué si no?) cuando se conocieron, pero Jackson nunca había sospechado que la seguridad pudiera estar tan bien remunerada. Él no mencionó su propia buena fortuna.
La segunda sorpresa fueron los invitados que Bernie había reunido. «Unos cuantos amigos que vendrán a tomar una copa» se había transformado en «una de las famosas
soirées
de Bernie» como dijo un invitado. Jackson estaba bastante seguro de no haber estado antes en una
soirée
.
El piso estaba atestado de típicos londinenses bien vestidos: hombres con gafas muy en la onda y mujeres con zapatos feos y de aspecto extraordinariamente incómodo. Jackson sentía una desconfianza innata ante los hombres bien vestidos; los hombres de verdad (o sea, los del norte) no tenían tiempo para comprar ropa de diseño, ni eran proclives a hacerlo, y creía que ninguna mujer debía llevar zapatos con los que no pudiera, de ser necesario, salir corriendo. (Aunque un par de años antes había visto a una chica deshacerse simplemente de los zapatos para echar a correr, pero era rusa y estaba loca, si bien era cierto que era atractiva hasta límites preocupantes. Aún pensaba en ella.) Ninguna mujer de la
soirée
de Bernie parecía dispuesta a deshacerse de sus Manolos y Jimmy Choos para poner pies en polvorosa. Sí, conocía los nombres de diseñadores de zapatos, y no, no era la clase de cosas que un auténtico hombre del norte debiera saber, pero se había quedado atascado en el aeropuerto de Toulouse con Marlee el verano anterior y ella lo había instruido de forma implacable sobre el tema desde las páginas de
Heat
y
OK
!
Bernie lo saludó efusivamente en la puerta del piso y lo condujo hacia una multitud ya algo caldeada. Era desconcertante que Bernie conociera a aquella gente. Ninguno de ellos parecía pertenecer al círculo social natural de un ex policía militar de cincuenta años.
—¿Un cóctel? —ofreció Bernie.
—Mi religión me lo prohíbe —respondió Jackson—. ¿Tienes una cerveza?
Bernie rió y, dándole un puñetazo en el brazo, comentó:
—El viejo Jackson de siempre.
A él no le parecía que fuese el viejo Jackson de siempre. Se había desprendido de varias pieles desde la última vez que vio a Bernie (y había adquirido otras nuevas), pero no lo dijo.
No se le daban bien las fiestas. No sabía charlar de cosas intrascendentes. «Hola, me llamo Jackson Brodie, antes era policía.» Quizá tenía algo que ver con las vidas que había llevado, primero como soldado y luego como policía, pues ninguna de esas dos profesiones fomentaba exactamente dar palique. A primera vista, la gente de la fiesta (perdón,
soirée
) de Bernie parecía extrañamente vacua, como si los hubiesen contratado para mostrarse alegres durante la velada. Jackson se encontró merodeando por la periferia del círculo, como una bestia que llegara tarde al abrevadero, preguntándose cuánto tiempo más tendría que soportar aquello antes de soltar una brusca excusa y marcharse.
En ese punto, Tessa apareció a su lado y le murmuró al oído:
—¿A que es espantoso?
A él le gustó comprobar que no solo llevaba un sencillo vestido de lino, que resultaba más atractivo aún en comparación con los estrafalarios atuendos de otras mujeres, sino también sandalias de tacón bajo con las que podría haber salido corriendo con facilidad. Pero no echó a correr, sino que se quedó bien cerca de él.
—Pareces un puerto seguro.
Tras cinco minutos de conversación, dificultada por el volumen de ruido de la estancia, Jackson le preguntó sin tapujos:
—¿Te apetece irte de aquí?
—No se me ocurre nada que me apetezca más —respondió ella.
Habían ido a un pub a orillas del río, en Chelsea, un sitio que no era en realidad de los que a él le gustaban, pero sí mil veces mejor que la casa de Bernie. Hablaron hasta la hora de cierre ante una civilizada botella de cabernet sauvignon, y luego la acompañó andando todo el largo camino hasta su casa («más pequeña que un sello de correos») en Covent Garden. En el último tramo, la cogió de la mano («Los chicos tímidos no consiguen nada»; le vinieron inesperadamente a la cabeza las palabras del calavera de su hermano, muerto hacía mucho), y cuando llegaron ante su puerta le plantó un firme pero decoroso beso en la mejilla y se vio recompensado al oírla decir:
—¿Qué tal si repetimos esto? ¿Cómo te va mañana?
No podría haber diseñado una mujer mejor. Era alegre, optimista y dulce. Era divertida, incluso cómica a veces, y mucho más lista que él, pero, a diferencia de las mujeres anteriores de su vida, no sentía la necesidad de recordárselo en todo momento. Se movía con elegancia («muchas horas de ballet cuando era jovencita»), era atlética («ídem de tenis») y le gustaban los animales y los niños, pero no hasta el punto de ponerse demasiado sentimental. Tenía un trabajo que le encantaba, pero que nunca la abrumaba. Tenía quince años menos que él («Eres un tío con suerte», le dijo Bernie más tarde, cuando «se pusieron al día») y no había perdido aún el resplandor del entusiasmo juvenil; de hecho, daba la sensación de que no fuera a perderlo nunca. Tenía el cabello largo, castaño claro, y llevaba un espeso flequillo que la hacía parecer una actriz o modelo de los sesenta (el aspecto preferido por Jackson en las mujeres). No necesitaba que la cuidaran, pero se mostraba sin embargo debidamente agradecida cuando cuidaba de ella. Sabía conducir, cocinar y hasta coser, sabía hacer bricolaje básico, era sorprendentemente frugal, pero también sabía ser generosa (como demostraba el reloj Breitling, su regalo de boda) y era una experta en al menos dos posturas sexuales que Jackson no había probado nunca (en realidad, ni siquiera sabía que existieran, pero eso no lo dijo). Tessa era, en resumen, tal como Dios quería que fuesen las mujeres.
¿Cómo era que conocía a un tipo como Bernie?
—Es amigo de un amigo de un amigo —respondió vagamente—. No suelo asistir a fiestas. Acabo de pie en un rincón, como una lámpara. No se me da muy bien eso de charlar por charlar. Fui a un colegio de monjas hasta los once años, y el silencio te lo inculcan pronto.
La hermana de Jackson, Niamh, había sido una chica de convento. Cuando tenía trece años, anunció que quería ser monja. Su madre, pese a ser una devota católica irlandesa, se quedó horrorizada. Se había planteado un futuro en que una Niamh casada entraba y salía de la casa con una hilera de críos detrás. Para alivio de todos, el entusiasmo de Niamh por convertirse en esposa de Cristo no duró mucho. Jackson solo tenía seis años en aquel momento, pero incluso entonces sabía que las monjas se pasaban la vida recluidas, alejadas de sus familias, y no podía soportar la idea de que su hermana, tan llena de vida, pudiese estar encerrada para siempre lejos de él.
Y entonces, por supuesto, la alejaron de él para siempre.
Sentía el comienzo de varios dolores de cabeza solapándose.
Cuando despertó por segunda vez, la chica volvía a estar allí sentada, mirándolo y parpadeando como una cría de búho. Decía tonterías.
—La doctora Foster ha ido a Gloucester bajo un buen chaparrón.
De la sala grande llegaban voces de niños que cantaban villancicos, bastante mal. Por primera vez, se fijó en los adornos chabacanos y desganados que pendían en su habitación. Había olvidado por completo que estaban en Navidad. Se preguntó si la chica tendría algo que ver con el concierto de villancicos. Parecía tener más o menos la edad de Marlee y lo miraba intensamente, como si esperase que hiciera algo extraordinario.
—Dicen que antes era soldado —dijo.
—Hace mucho tiempo.
—Me lo ha dicho la enfermera. Fue así como supieron su grupo sanguíneo.
—Ajá. —Aún tenía la voz cascada. Era una pobre versión de sí mismo, un clon imperfecto; todo funcionaba, pero nada lo hacía como debía.
—Mi padre era soldado.
Jackson se incorporó con esfuerzo hasta quedar sentado y ella lo ayudó con las almohadas.
—¿Sí? ¿En qué regimiento? —preguntó, entrando inesperadamente en su zona de bienestar coloquial.
—En el Real escocés —contestó la chica.
—¿Estuviste aquí ayer? —quiso saber él, y aclaró—: El día anterior a hoy.
Lo satisfizo comprobar que volvía a pillarle el tranquillo al tiempo. Ayer, hoy, mañana; así funcionaba la cosa, un día detrás del otro. «Mañana y mañana y mañana.» Julia había actuado en
Macbeth
en el Birmingham Repertory, una lady Macbeth chiflada y de los nervios. «Ya está otra vez actuando con la melena», soltó Amelia en el asiento de al lado. A él le pareció que lo hacía bien, mejor al menos de lo que había esperado.
—No —contestó la chica—. Acabo de encontrarle.
Se preguntó si sería uno de esos voluntarios, como los que visitaban prisiones, que acudían a ver a la gente que no tenía a nadie. (Porque por lo visto él no tenía a nadie.) Quizá la había enviado el ejército, como un paquete de ayuda humanitaria.
—Sangraba tanto que se habría muerto —dijo ella.
Parecía muy interesada en su sangre. En sus venas fluía la sangre de extraños, y se preguntó si eso tendría alguna implicación para él. ¿Habría perdido su inmunidad a las paperas? ¿Habría adquirido la predisposición a otra cosa? (A algo que se llevase en la sangre.) ¿Llevaba el ADN de unos extraños? Había un montón de preguntas sin respuesta en torno a la transfusión. ¿Aquella chica era una de sus donantes? Demasiado joven, sin duda.
—Habría muerto desangrado —dijo la chica pronunciándolo despacio.
—Exacto.
—Desangrado —repitió ella—. Sangría viene de la misma raíz, la palabra latina que significa sangre. Vino rojo sangre. Mar oscuro como el vino.
—¿Te conozco? —quiso saber Jackson.
De pronto, se le ocurrió que podía ser una superviviente del accidente de tren, como él. Tenía un moretón bastante feo en la frente.
—En realidad, no —contestó ella, sin ser de mucha ayuda, y añadió, mirando la comida nada apetitosa que aún tenía delante—: ¿Va a comerse esa tostada?
—Ponte las botas —contestó Jackson empujando hacia ella el carrito con la bandeja, e insistió—: ¿Nos hemos visto alguna vez?