Esperando noticias (31 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

—En cierto sentido —contestó la chica con la boca llena de tostada.

El dolor de cabeza, gloriosamente ausente cuando despertó, volvía a palpitarle ahora en las sienes.

—No se acuerda de mí, ¿verdad?

—Lo siento, pero no. Hay un montón de cosas que no recuerdo en este momento. ¿Vas a contármelo o voy a tener que adivinarlo? Creo que no tengo la energía suficiente para eso, de verdad.

—No sería capaz de hacerlo. Tardaría una eternidad. —Pareció satisfecha consigo misma ante la idea. Hizo una dramática pausa con la tostada y añadió—: Le salvé la vida.

«Le salvé la vida.» ¿Qué significaba eso? No lo entendía.

—¿Cómo?

—Con reanimación cardiopulmonar y compresión de la arteria. En el accidente de tren, a un lado de la vía.

—Me salvaste la vida —repitió Jackson.

—Sí.

Por fin lo comprendió.

—Tú eres la persona que me salvó la vida.

—Sí. —La chica soltó una risita al ver que tardaba tanto en entenderlo.

Jackson se encontró sonriendo de oreja a oreja; de hecho, no podía parar de sonreír. Era extraño, pero se sentía agradecido de que le hubiese salvado la vida una cría que soltaba risitas y no algún fornido enfermero.

—Ellos también hicieron su parte —explicó ella—. Pero fui yo quien lo mantuvo vivo al principio.

Le había insuflado la vida, literalmente. Su aliento era el de ella. «Entonces el Señor modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz el aliento de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente.» Otra cosa aprendida de memoria y salida de algún sombrío lugar de su pasado espiritual.

¿Qué diantre podía decirle a la chica? Le llevó un rato, pero por fin dio con la solución.

—Gracias —dijo. Aún sonreía.

—¿Qué me dice de los cereales? ¿Va a comérselos?

—O sea que, técnicamente hablando, usted me pertenece.

—¿Perdona? —Se llamaba Reggie. Un nombre de hombre.

—Está al servicio de mis designios. —Pareció encantada con la palabra «designios»—. Solo podrá liberarse mediante un acto recíproco.

—¿Un acto recíproco?

—Si me salva la vida a mí. —Le sonrió, y sus pequeñas facciones se iluminaron—. Además, ahora soy responsable de usted, hasta que lo haga.

—¿Hasta que haga qué?

—Salvarme la vida. Es una creencia de los indios americanos. Lo leí en un libro.

—Los libros no son tan buenos como los pintan —contestó Jackson—. ¿Cuántos años tienes?

—Más de los que aparento, créame.

¿Qué quería decir con lo de que le pertenecía? Quizá después de todo había vendido su alma, no al diablo sino a aquella rara cría escocesa.

La doctora Foster asomó la cabeza por la puerta y, frunciendo el cejo al ver a la chica, dijo:

—No lo canses demasiado con tanto hablar. Cinco minutos más —añadió, levantando la palma en un enfático ademán, como si tuvieran que contarle los dedos para saber cuántos eran cinco—. ¿Entendido? —concluyó, dirigiéndose a Reggie.

—Totalmente —respondió la chica, y añadió mirando a Jackson—: De todas formas he de irme. Tengo un perro esperándome fuera. Volveré.

Jackson se dio cuenta de que se sentía mucho mejor. Se había salvado. Lo habían salvado para el futuro. Para el suyo propio.

Cuando tenías un futuro, un par de enfermeras podía tomarla contigo y sacarte el catéter sin anestesia, o sin avisarte siquiera, y obligarte entonces a levantarte de la cama y renquear en la ligerísima batita, abierta por detrás, hasta el baño, donde te animaban a intentar «hacer pipí» por ti mismo. Nunca se había percatado de que una función corporal tan básica pudiese resultar tan dolorosa y gratificante a un tiempo. Meo, luego existo.

A partir de entonces, vería todas las cosas de otra manera. Por fin era consciente de que había vuelto a nacer. Era un nuevo Jackson. Aleluya.

La doctora Foster fue a Gloucester

—«… bajo un buen chaparrón. Un charco pisó, hasta la rodilla se hundió, y allá nunca más volvió.» Apuesto a que se lo sueltan constantemente.

—¿A quién?

—A la doctora Foster.

—Apuesto a que no —le contestó Jackson Brodie.

Por fin lo había encontrado, y ahora estaba velándolo fielmente junto al lecho, Reggie de Greyfriars.

Como la inspectora en jefe Monroe antes que ella, la doctora Foster no la creyó cuando le dijo que le había salvado la vida a Jackson Brodie.

—¿De veras? —preguntó con sarcasmo—. Pensaba que eso lo hacíamos en el hospital.

La doctora parecía agobiada por sus preguntas sobre el estado de Jackson Brodie.

—¿Y tú quién eres? —le preguntó sin tapujos—. ¿Eres pariente suya? Solo puedo hablar sobre su estado con parientes cercanos.

Buena pregunta. ¿Quién era?

—Soy su hija, Marlee —contestó.

La doctora Foster la miró con el cejo fruncido. La doctora Foster siempre fruncía el cejo al hablar, y muchas veces cuando no hablaba. Debería pensar en las arrugas que le iban a salir al cabo de unos años. Mamá siempre andaba preocupada por las arrugas. Durante un tiempo, se había ido a la cama por las noches con la mandíbula cubierta por unas vendas de crepé que la hacían parecer la víctima de un accidente.

—Tú eres lo primero que recordó —dijo la doctora Foster.

—Qué bonito.

—No te quedes mucho rato, necesita descansar.

Lo normal sería pensar que te pedirían el carnet de identidad, alguna prueba de que eras quien decías ser. Podías ser cualquiera. Podías ser Billy. Menos mal que solo era Reggie.

Estaba solo en una habitación pequeña que daba a una sala más grande. Cuando andaba buscándolo, le había preocupado que al verlo no lo reconociera, pero sí lo hizo. Se lo veía más demacrado pero menos muerto. En una mesita sobre la cama había un desayuno sin tocar. A alguien que llevaba dos mañanas seguidas desayunando un barquillo de caramelo le pareció un horrible derroche de comida. Esa mañana, grogui de sueño, le había llevado un rato comprender que había vuelto a dormir en el incómodo sofá de la señorita MacDonald y que el ruido que la había despertado era el barullo que armaba la maquinaria pesada que se disponía a despejar las vías. Se preguntó si volvería a despertar alguna vez con el sonido de su propio despertador y en su propia cama. A su propio ritmo.

La taza en que tomó el café instantáneo llevaba un mensaje demasiado complicado para aquella hora de la mañana. «¡Una factura! La sangre de Jesucristo ha pagado el precio íntegro de la vida eterna.» Entonces llamó al hospital y, abracadabra, lo habían encontrado.

Estaba dormido, una enfermera entró a comprobar el gotero y le dijo en voz bien alta:

—Tiene visita. No se han olvidado de usted, después de todo. —Y añadió dirigiéndose a ella—: Aún está un poco aturdido por el accidente. No tardará en despertar.

Reggie se sentó pacientemente en una silla junto a la cama y lo observó dormir. Bien mirado, no tenía nada más que hacer. Era lo bastante mayor para ser su padre.

—Papá —dijo, a modo de experimento, pero eso no lo despertó.

Nunca le había dicho esa palabra a nadie. Le pareció una palabra en una lengua extranjera.
Pater
.

Era detective. («Lo fui», musitó.) Antes también había sido soldado. ¿A qué se dedicaba ahora?

—A esto y aquello. —Nada del otro mundo.

Cogió un billete de diez libras del pequeño fajo que el agarrado del señor Hunter le había dado el día anterior y lo dejó en el armario.

—Por si necesita algo; ya sabe, chocolate, o periódicos.

—Te lo devolveré —contestó él.

Reggie se preguntó cómo pretendía hacerlo. No tenía dinero, estaba sin blanca. No tenía cartera, ni tarjetas de crédito, ni teléfono, nada en absoluto a su nombre. Apenas tenía su propio nombre («Sí, tuvimos ciertos problemas para identificar a tu padre», explicó la doctora Foster). No era de extrañar que el hospital no tuviera constancia de su ingreso cuando llamó la primera vez, pues lo habían confundido con otro. Como ella, se había visto despojado de todo. Al menos Reggie tenía ahora una bolsa llena de ropa de Topshop. Y un perro.

—Pensé que igual se había muerto —le dijo.

—Yo también —contestó él.

Mientras estaba en el hospital, dejaba a la perra tumbada plácidamente en el césped del arcén, junto a la parada de taxis. En un pedazo de papel había escrito «Este no es un perro callejero, su dueña está de visita en el hospital», y lo había embutido bajo el collar de
Sadie
por si alguien decidía llamar a la Sociedad Protectora de Animales. En todos los sitios a los que iba había letreros de «No se admiten perros». ¿Qué se suponía que debía hacer una persona? Estaría bien conseguirse un arnés de perro guía y ponérselo a
Sadie
. Así podría llevarla a cualquier parte. Y, como ventaja añadida, la gente tendría lástima de la pobre niñita ciega y sería especialmente amable con ella.

—Buena perra —le decía a
Sadie
cuando la dejaba, y el animal respondía con un suave gañido, que suponía que significaba «No olvides volver». El lenguaje de los perros era bastante fácil de interpretar comparado con el de los humanos.

Por lo que ella veía, Jackson Brodie parecía bastante buena persona. Sería una lástima que hubiese salvado la vida de un ser humano malvado, cuando podría haber salvado a alguien que estuviese desarrollando una cura para el cáncer o que fuera la única fuente de ingresos de una familia grande y necesitada, quizá con un niñito tullido a su cargo.

Jackson Brodie tenía una esposa y una hija, de modo que se sentirían agradecidas con ella. ¿Era la esposa de Jackson Brodie también la madre de Marlee? Era curioso cómo podías parecer una persona distinta según con quién te relacionases. La hija de Jackie. La hermana de Billy. La niñera de la doctora Hunter.

Jackson Brodie decía que no quería alarmar a su mujer con noticias del accidente, lo cual era muy altruista por su parte. Era su palabra del día. Del latín
alteri huic
, a este otro. Su esposa («Tessa») estaba «asistiendo a una conferencia en Washington». Qué sofisticado sonaba eso. Probablemente llevaba un traje de chaqueta negro. Pensó en los dos trajes negros de la doctora Hunter colgando pacientemente del armario, esperando a que ella volviera y los llenara. ¿Dónde estaba?

Las puertas de cristal del hospital se abrieron con un siseo y Reggie salió, deteniéndose un instante para comprobar que no hubiese tipos armados con Loebs esperándola. Aún no había conseguido ponerse en contacto con Billy, no conocía a nadie que fuera tan bueno en lo de impedir que lo encontraran. Aunque la doctora Hunter parecía estar tratando de mejorar su marca.

Sadie
la vio en cuanto salió del hospital. Se puso muy tiesa, con las orejas levantadas, como hacía cuando estaba montando guardia. Reggie sintió una oleada de algo muy parecido a la felicidad. Sentaba bien tener a alguien (si un perro era alguien) que se alegrara de verla. La perra meneó la cola. De haber tenido cola, ella también la habría meneado.

—¿Estabas visitando a un amigo? —le preguntó una anciana en la cola del 24, delante del hospital.

—Sí —contestó Reggie.

En realidad aún no era amigo suyo, pero lo sería. Algún día. Ahora le pertenecía.

—Hasta pronto —le había dicho a Jackson Brodie—. Volveré, de verdad.

Reggie no iba a ser nunca una persona de esas que no volvían.

Había olvidado llevarse un libro, pero encontró la
Ilíada
mutilada en la bolsa y leyó en torno a la caverna de su centro. El principio del libro sexto estaba intacto y comprobó su traducción: «Néstor exclamó, dirigiéndose a los argivos: “Amigos míos, guerreros aqueos, servidores de Ares, que ningún hombre se quede ahora atrás”». Bastante acertada.

El trayecto en autobús se vio fatalmente interrumpido por una llamada del sargento Wiseman para decirle que la señorita MacDonald seguía sin estar «disponible».

—Por las pruebas de toxicología y esas cosas —explicó el hombre vagamente.

—¿Y cuándo cree que se la podrá enterrar? —quiso saber Reggie.

Se preguntó si la señorita MacDonald (su muerta) querría que la enterrasen. ¿Pasto de los gusanos o cenizas? «Ella ha muerto; y todo lo que muere, a sus primeros elementos se ve reducido.» Habían estudiado a John Donne en la escuela.

Sentía un enorme vacío en su interior, como si alguien le hubiese sacado órganos vitales. El mundo se estaba derrumbando. Empezó a sentir pánico, como le había pasado cuando le dijeron que mamá estaba muerta. ¿Dónde estaba la doctora Hunter? ¿Dónde estaba la doctora Hunter? ¿Dónde, dónde estaba?

Un buen hombre es difícil de encontrar

Pero fácil de perder.

No podía respirar. Un peso muy grande le oprimía el pecho y la asfixiaba, una gran piedra que le aplastaba los pulmones, atormentándola. Louise despertó de golpe, jadeando. Jesús, ¿de qué iba aquello?

Daba la sensación de que fuera muy pronto, más temprano de lo normal por el silencio que había. Tanteó en busca de las gafas. Sí, en efecto, los números digitales del reloj de la mesilla de noche, que emitían un brillo verde y fantasmagórico, confirmaron que era la hora de todos los cincos, las cinco cincuenta y cinco.

Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto; el vino de la noche anterior seguía fluyendo lentamente por sus venas. El vino tinto nunca era buena idea, hacía aflorar a la escocesa sensiblera del oscuro pozo a cuadros en que vivía. El whisky calmaba al monstruo lleno de amargura que allí moraba, el vino tinto le hacía hervir la sangre.

Todavía le sorprendía despertarse todas las mañanas con un hombre al lado. Con aquel hombre. Patrick dormía muy bien, encogido toda la noche en posición fetal, muy lejos en su lado de la nueva cama extra grande. Él comprendía, sin que tuviera que explicárselo, que ella necesitaba mucho espacio para su agitado sueño.

A Patrick le había divertido que la huraña presencia de Bridget en el dormitorio del final del pasillo hubiese descartado por completo el sexo entre los dos por lo que a Louise concernía. Supuso que él lo habría hecho con Samantha teniendo a su hermana con la oreja alerta. Imaginaba que Samantha habría sido dócil
in extremis
. Patrick, desde luego lo era, y soltaba poco más que gemidos discretos pero elogiosos. A ella le iban más los aullidos.

El sexo entre ellos funcionaba bien pero no era desenfrenado, no era voraz. No era fornicar sino hacer el amor. Siempre había considerado que «hacer el amor» constituía un eufemismo para algo que era instinto animal, pero estaba claro que Patrick no compartía esa creencia. El lecho conyugal era sagrado, decía, y eso viniendo de un hombre impío, aunque de un impío irlandés, que era casi una contradicción.

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