Esperando noticias (41 page)

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Authors: Kate Atkinson

Tags: #Intriga

El brazo de Billy sangraba por el mordisco, pero no parecía que le fuera la vida en ello y Reggie no sintió necesidad de precipitarse en su ayuda. Como cualquier experto en primeros auxilios, se concentró primero en la parte más perjudicada, acunando la gran cabeza de
Sadie
en su regazo y murmurándole palabras tranquilizadoras. Jackson se puso en pie y le dijo a Billy:

—No te muevas ni un milímetro. —Se volvió entonces hacia Reggie—. Es tu hermano, decides tú. ¿Quieres que llame a la policía?

Dejaron que Billy se fuera. Le dieron una segunda oportunidad. En realidad no fue una segunda, sino más bien la que hacía cien.

—La familia es la familia —dijo ella—. A pesar de todo.

Considerando que había sido policía, a Jackson no pareció importarle que lo soltaran o no. Dijo que cualquiera, «excepto su hermana quizá», era capaz de ver que el jovencito Billy iba a velocidad vertiginosa directo hacia un mal final sin intervención de nadie. No, le aseguró Reggie; su hermana también era capaz de ver que era así.

—¿Qué andaba buscando? —quiso saber Jackson.

Reggie se encogió de hombros.

—Oh, nada del otro mundo. Esto y aquello —contestó, y añadió—: Necesita irse a la cama. Ha sido un día muy largo.

—Eso es quedarse un poco corto —contestó Jackson riendo.

Solo ante el peligro

No podía dormir. La fina y húmeda almohada y las sábanas, más finas y húmedas incluso, no ayudaban. (¿Quién era aquella señorita MacDonald para haber vivido en una casa tan lóbrega?) Permaneció despierto largo rato, oyendo moverse a Reggie por la salita de estar. No conseguía adivinar qué andaba haciendo, pero cuando bajó a investigar la encontró colocando de nuevo los libros en las estanterías, como una atareada bibliotecaria nocturna.

—Estoy ordenando un poco —dijo—. No estaré impidiéndole dormir, ¿verdad?

Jackson volvió a la cama y buscó algo que leer, pero lo único que pudo encontrar en el dormitorio fue un antiguo ejemplar de traducciones a primera vista del latín. La escuela a la que había ido no era de las que impartían latín. Tras dar unas cuantas vueltas más en la cama, bajó en busca de algo más entretenido y encontró a Reggie profundamente dormida en el sofá, con todas las luces encendidas. La perra estaba tendida en el suelo, a su lado y, al oírlo, se despertó y lo miró fijamente. Él levantó las manos en un gesto que no implicara amenaza, pero que no contribuyó a aplacar al animal, que lo siguió con la vista por toda la habitación. No podía culparla por desconfiar de él, pues le había dado un buen porrazo en la cabeza, aunque no parecía haberle afectado gran cosa. Aun así, Jackson se sintió mal por haber tenido que hacerlo; bien mirado, la perra solo estaba haciendo lo que él mismo habría hecho.

No consiguió encontrar un solo libro que le interesara. Entonces se olvidó de la lectura, porque vio el bolso de Joanna Hunter sobre lo que probablemente era una mesita de café, pero cubierta por tanta basura que bien podría haber sido un tanque de la Segunda Guerra Mundial.

Le sorprendió que Louise no se lo hubiese llevado. En su lugar, él habría encontrado muy interesante que una mujer que a todos los efectos había desaparecido de la faz de la tierra hubiese dejado atrás un bolso lleno de información. Lo abrió con cautela, observado todo el tiempo por la perra, sacó la abultada Filofax y encontró lo que buscaba. La dirección de Joanna Hunter.

La habían encontrado una vez, y volverían a encontrarla. Ya no era Joanna Hunter. No era una médico de cabecera ni una esposa, ni la jefa («y amiga») de Reggie, ni la mujer que tanto preocupaba a Louise. Era una niñita perdida en la oscuridad, sucia y manchada con la sangre de su madre. Era una niñita profundamente dormida en medio de un campo de trigo mientras hombres y perros se dirigían sin saberlo hacia ella, abriéndose camino a la luz de las linternas y de la luna.

Más tarde, cuando él mismo era policía, nunca salió en una partida de búsqueda que tuviera lugar después del anochecer, y comprendió que en aquella cálida noche de verano en Devon, todos ellos —soldados, policías, miembros de la sociedad civil— debían de haber llegado al acuerdo tácito de seguir buscando a Joanna Mason incluso cuando era imposible hacerlo, dada la magnitud de la desesperación que sentían.

Tapó a Reggie con una raída manta de ganchillo que estaba en el respaldo del sofá. Lo sorprendió sentirse tan paternal con ella; había pensado que solo abrigaría ya esos sentimientos hacia los suyos. Le hizo un ademán de despedida a la perra y apagó las luces antes de cruzar de puntillas el vestíbulo hacia la puerta principal.

Tenía la mano en el picaporte cuando una voz dijo:

—Espero que no esté pensando en irse a ningún sitio sin mí. —Una vocecita aguda, insistente.

—Qué va —contestó él.

Había un Nissan Pathfinder aparcado en el sendero de entrada de la casa, detrás del Range Rover de Neil Hunter.

—Lo he visto antes —dijo Reggie—. Los tipos que amenazaron al señor Hunter iban en él.

—Y aquí están otra vez.

—Deberíamos seguirlos —propuso Reggie—. Cuando se vayan, si es que se van.

—¿A pie? —preguntó Jackson—. No creo que funcione.

Habían cogido un taxi en Musselburgh que los dejó en la esquina de la calle de los Hunter. El lugar estaba desierto: no había ni una luz encendida, ni un solo gato a la vista.

—Bueno —dijo Reggie—, podemos coger el coche de la doctora Hunter. Está en el garaje.

Jackson se preguntó si sería posible hacerle un puente a un Prius. La tecnología de los coches modernos estaba acabando con los prácticos métodos criminales para poner un coche en marcha.

—Las llaves de repuesto están en el garaje —explicó Reggie—. En un estante, detrás de una vieja lata de pintura. Perla satinado.

—¿Qué?

—Perla satinado, es el nombre del color. La doctora Hunter dijo que allí no se le ocurriría mirar a nadie. Voy a buscarlas.

Se mantuvo a buena distancia. Hacía tiempo que no seguía a nadie en coche. Primero se había tratado de criminales, y luego de esposas adúlteras. Ahora eran hombres grandes en coches malos. O viceversa. Habían cruzado con sigilo el jardín y entrado en el garaje solo unos segundos antes de que dos tipos salieran metiendo ruido de la casa y se subieran al Nissan. Jackson había ido allí con la intención de interrogar a Hunter, pero supuso que cabía la posibilidad de que el Nissan los condujera, si no hasta la doctora Hunter, sí al menos a algo o algún sitio interesante. Louise había propuesto tres teorías en la explanada del aparcamiento: venganza, asesinato y secuestro. Él apostaba por el secuestro. Debió de haberla besado. Se había contenido porque los dos estaban casados, pero quizá estaba utilizando eso como excusa, quizá no era más que un cobarde. Fuera como fuese, era probable que ella le hubiese pegado de haberlo intentado.

Para conducir se sacó el brazo del cabestrillo. La adrenalina mantenía a raya el dolor; de hecho, se sentía lleno de energía, gracias a una nueva dosis de la cornucopia farmacéutica del australiano Mike.

—Con este no choque —le advirtió Reggie.

En el asiento de atrás, la perra soltó un leve gemido.

—Está contenta de estar otra vez en el coche de la doctora Hunter y triste al mismo tiempo, porque la doctora no va en él.

—Hablas perro, ¿no?

—Sí.

Reggie había insistido en que se llevaran al animal. Jackson sentía sus ojos taladrándole la nuca y se preguntó si estaría planeando su propia venganza.

Reggie iba leyendo los letreros otra vez.

—Loanhead, Roslin, Auchendinny, Penicuik —recitó.

—Vale, sé leer.

—Como en los viejos tiempos —dijo ella.

—¿Te refieres a ayer, que, como no hemos dormido sigue contando como hoy? —Se estaba volviendo un hacha con lo de los líos temporales.

La carretera de salida de Edimburgo estaba tranquila pero no desierta; eran las cinco de una mañana de invierno y ya había gente en movimiento, abriéndose paso a desgana a través de la penumbra previa al alba. Pasaron con estruendo unos cuantos camiones de supermercados, y un motorista los adelantó a toda pastilla, ansioso por donarle un órgano a alguien a tiempo para Navidad, pero no ocurrió nada que le impidiera a Jackson seguir teniendo el Nissan a la vista.

La cosa se complicó cuando dejaron la carretera principal. Mantuvo la distancia en la medida de lo posible, pero no conocía aquellas carreteras y le preocupaba que el Nissan tomase un desvío inesperado y desapareciera antes de que pudiese verlo. Durante un momento, pensó que en efecto lo había perdido, pero entonces vio las luces traseras de un coche algo más adelante y más arriba, y supuso que eran ellos. El coche se desvió por lo que parecía el camino de una granja, con las luces dando brincos. Jackson pasó el desvío de largo y luego dio marcha atrás, con las luces apagadas, para seguirlo de lejos. En el desvío no había ningún letrero que indicara adónde llevaba, pero no parecía que fuera a muchos sitios.

Al cabo de unos doscientos metros, Jackson aparcó el coche en la entrada de un campo. No quedaba completamente oculto, pero tampoco a plena vista.

—Bueno —le dijo a Reggie—. Tú y el perro os quedáis aquí. Y lo digo en serio, ¿vale? Sé que eres justo la clase de persona que se bajará del coche en cuanto yo haya desaparecido de la vista, pero te estoy pidiendo que me prometas solemnemente que no te moverás de aquí. ¿Prometido?

—Prometido —contestó ella dócilmente.

Jackson había encontrado una pesada linterna en la guantera de Joanna Hunter. Era un arma excelente en una emergencia, y se la habría llevado encantado, pero se la dejó a Reggie.

—Si alguien se te acerca, dale con esto.

Se apeó del Prius y escuchó. Oyó el motor del Nissan más adelante, y luego cómo se paraba. Emprendió la marcha a pie.

El Nissan estaba aparcado delante de una casa, junto a un Toyota anodino, y los dos tipos se bajaron de él con torpeza, como si hubiesen pasado una noche muy larga. Observó a uno de ellos llamar a la puerta de la casa, y entonces los dos entraron sin esperar respuesta. Al cabo de unos segundos, los oyó proferir gritos excitados, como si hubiesen encontrado algo que no esperaban, o como si no hubiesen encontrado algo que sí esperaban (o ambas cosas, de hecho), y entonces salieron de la casa y corrieron de vuelta al Nissan, uno de ellos hablando por teléfono al mismo tiempo. Jackson tuvo el tiempo justo de arrojarse a una zanja de la cuneta antes de que retrocedieran por el sendero hacia la carretera. Para su alivio, pasaron el Prius de largo.

Siguió caminando hacia la casa, preguntándose qué los habría alarmado tanto. Confió en que no fuera una muerte. Ya habían tenido bastantes por una semana.

Un movimiento en los arbustos que rodeaban la casa lo hizo dar un respingo. Pensó que podía tratarse de un zorro o de un tejón, pero lo que apareció en el camino fue una persona, no un animal. Había luz suficiente en la casa para distinguir que se trataba de una mujer, y entonces quedó iluminada de pronto, como una polilla, por el haz de la linterna que sostenía la mano vacilante de la desobediente Reggie, y Jackson vio que no era solo una mujer, sino una mujer con un niño en brazos. Estaba empapada de sangre de la cabeza a los pies y aferraba un cuchillo en una mano. No era tanto una madonna como un ángel peligroso y vengador.

La perra ladró de alegría y corrió hacia ella.

—¿Doctora Hunter? —preguntó Jackson acercándose con cautela.

—¿Puede ayudarme? —preguntó ella.

Fue más una orden que una petición, como si una diosa se hubiese encontrado inesperadamente en la Tierra y tuviera la repentina necesidad de un acólito. Y Jackson nunca había sido capaz de decir que no, ni a las diosas ni a las peticiones de ayuda.

«La règle du jeu»

Margaret, te lamentas acaso por Goldengrove, que se queda sin hojas, ha llegado el verano, canta fuerte, cuco, había una vez una dama que se tragó una mosca, Adán yace encadenado, encadenado a una promesa, mucho camino que recorrer sin dormir, cinco lobitos tiene la loba. Corre, corre, Joanna, corre. Pero no podía correr porque estaba atada con una cuerda, como un animal. Pensó en los animales que se arrancaban una pata a mordiscos para liberarse de una trampa y trató de romper la cuerda con los dientes, pero era de polipropileno y no lo consiguió.

Sabía que aquel era el lugar oscuro al que siempre había estado destinada a volver. Que te ocurriera una vez una cosa terrible no significaba que no pudiese volver a ocurrirte.

Los hombres solo le hablaban cuando era necesario, pero no parecía importarles que les viera la cara. Tenían cierto aire militar, y se preguntó si serían de las fuerzas especiales. Mercenarios. Pensaba que más valía hablarles aunque ellos no contestaran. A uno, que era un poco más bajo, lo llamaba «Peter» («Lo siento, no sé cómo se llama, ¿le importa si lo llamo Peter?»). Al más alto lo llamaba John («¿Qué me dice de John, le va bien ese nombre?»). Decía «Gracias, John» cuando le llevaban agua o «Muy amable por su parte, Peter» cuando se llevaban el orinal para vaciarlo.

Suponía que acabarían matándola cuando hubiese cumplido su propósito, fuera este el que fuese, pero iba a ponérselo difícil, porque tendrían que recordar que había sido simpática con ellos, los había llamado por sus nombres, aunque no fueran los verdaderos, y les había hecho ver que era una persona. Y que ellos también lo eran.

Además de agua le daban comida, cosas precocinadas y calentadas en el microondas que normalmente ni habría considerado comer, pero que ahora esperaba con ansia, porque tenía mucha hambre. Le daban potitos de bebé y leche de vaca en una taza, pero Joanna no se los daba al bebé, sino que se los tomaba ella y luego le daba el pecho. También le dieron un paquete de pañales desechables, de la talla equivocada, y una bolsa de basura para meter los sucios, aunque nunca vaciaban la bolsa.

El bebé estaba muy apagado, y suponía que era por la inyección que le habían puesto a ella el primer día y que hizo que se sintiera como con la cabeza de lana; alguna clase de benzodiazepina, o quizá Valium intravenoso. Ella misma se había preparado la vena después de que le pusieran un cuchillo al bebé en el cuello.

Le llevaron unos juguetes, una pelota y una caja de plástico con agujeros de formas distintas en un lado. Cuando metías la pizca correcta en su agujero correspondiente, se encendían unas luces y sonaba un timbre. Se veía que eran cosas de segunda mano y aún llevaban las etiquetas con el precio escrito a mano, como si procedieran de una tienda de beneficencia. Una y otro no tardaron en aburrirse de los juguetes. La mayor parte del tiempo jugaba a las palmas palmitas con el bebé, le cantaba y le recitaba poemas infantiles y lo movía de aquí para allá para tenerlo entretenido, así como para mantenerlo caliente, porque en la casa no había calefacción. La hipotermia era un problema más inmediato que el aburrimiento. Le habían dado un par de mantas, muy viejas, pero no bastaban. Deseaba tener consigo el inhalador (tenía que esforzarse por permanecer tranquila), deseaba tener la mantita del bebé y que ambos llevaran ropa de más abrigo.

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