Se oyó el chisporroteo de una radio y una voz que decía:
—Sí, tenemos aquí al inculpado.
Jackson se preguntó quién sería ese hombre al que buscaban y al que habían echado el guante. Se sentó en la carretera mientras Reggie le inspeccionaba el brazo. Al menos no estaba bombeando sangre como gasolina derramada por toda la carretera, solo se le habían abierto un par de puntos; aún sentía aprensión cuando se miraba la herida. Un enfermero convenció a Reggie de que se apartara y entonces, sin previo aviso, un agente de policía le esposó a Jackson el brazo bueno y, hablándole a la radio que llevaba en el hombro, dijo:
—Vamos a llevar al inculpado al hospital.
O sea que al que buscaban era a él. No se le ocurrió por qué, pero de algún modo no le sorprendió.
Sentado en la sala de espera de urgencias del hospital de Darlington, con un policía a cada lado en plan sujetalibros y tan silenciosos como dolientes de pago en un funeral, Jackson se preguntó por qué lo trataban como a un criminal. ¿Por conducir con el permiso de otro? ¿Por secuestrar y pegarle a una menor («¡Tengo dieciséis!»)? ¿Qué le había pasado a su pequeña e inquebrantable sombra escocesa? Confió en que estuviera dando detalles sobre él en recepción, y no encerrada bajo custodia en alguna parte. (La perra estaba en la parte de atrás de un coche patrulla, aguardando un veredicto sobre su futuro inmediato.) Claro que Reggie no conocía los detalles de su vida. Tenía una esposa y una hija (dos hijos) y un nombre. En realidad, eso era cuanto necesitaba saber cualquiera.
Aparecieron un par de polis de uniforme más, y uno de ellos le leyó sus derechos y le transmitió la interesante información de que había una orden de arresto a su nombre.
—¿Va a decirme por qué?
—Por no acatar las condiciones que se le impusieron al ponerlo en libertad.
—Verá, es que en realidad no soy Andrew Decker.
—Eso dicen todos, señor.
Tuvo la sensación de que iba a hacer falta algo más que Reggie dando brincos y gritando para sacarlos del lío en que se habían metido. ¿Dónde había un policía simpático cuando uno lo necesitaba? La inspectora jefe Louise Monroe, por ejemplo, le iría de perlas en ese momento.
Sonó un teléfono, un móvil. Ambos agentes miraron a Jackson, y él se encogió de hombros.
—Yo no tengo teléfono —contestó—. No tengo nada.
Indicando el montón de bultos que Reggie había dejado a sus pies, un oficial dijo:
—Bueno, pues está en ese bolso. —En un tono de voz que a Jackson le recordó a su primera esposa.
Con cierta dificultad —puntos de sutura sueltos, el brazo bueno esposado a un poli, etcétera—, sacó el móvil del bolsillo delantero de la mochila de Reggie y contestó la llamada.
—¿Hola? ¿Hola?
—Soy yo.
¿Yo? Se preguntó quién sería yo.
—Louise.
—Esto es increíble… —No pudo decir más («justo estaba pensando en ti») porque el agente de policía esposado a él se inclinó para oprimir una tecla y cortar la comunicación.
—Los móviles están prohibidos en los hospitales, señor Decker —anunció con expresión de satisfacción en la cara—. Quizá no lo sabía, claro, después de haber estado lejos de todo tanto tiempo.
—¿Lejos de todo? ¿Dónde he estado?
Media hora después, cuando aún esperaba a que un médico le viera el brazo, apareció ella en persona, marchando hacia las puertas automáticas de la zona de urgencias como si fuera a echarlas abajo si no se abrían lo bastante rápido. Vaqueros, jersey y chaqueta de cuero. El atuendo perfecto. Jackson había olvidado cuánto le gustaba aquella mujer.
—Ha llegado la caballería —les murmuró a sus sujetalibros de amarillo.
—Bueno, ¿finalmente te has vuelto loco o qué? —le dijo ella con irritación.
—Tenemos que dejar de encontrarnos de esta manera —respondió él.
Iba acompañada de un joven que parecía dispuesto a arrojarse a un precipicio si ella le decía que lo hiciera. Y haría bien, pues a Louise le gustaba que le obedecieran.
Les mostró la placa a los policías.
—He venido a por el manco de Lepanto —anunció—. Quítenle las esposas.
Uno de los sujetalibros se cerró en banda.
—Estamos esperando a que venga la policía de Doncaster a llevárselo. Con todo el respeto, señora, está fuera de su jurisdicción.
—Confíe en mí —contestó Louise—. Este pavo es mío.
Entonces apareció Reggie y dijo:
—Hola, inspectora en jefe M.
—¿La conoces? —le preguntó Jackson a Reggie.
—¿Conoce a este hombre? —le preguntó el policía a Louise.
—¿Nos conocemos todos? —añadió Reggie—. Vaya coincidencia, ¿no?
—Una coincidencia no es más que una explicación en ciernes —sentenció Jackson.
—Cállate, guapo —le espetó Louise como si estuviera en una audición para un papel en
Veinticuatro horas al día
.
Jackson levantó la mano sin esposar y soltó:
—Vaya poli tía buena estás hecha.
Ella contestó con un taco tan bestia que hasta los sujetalibros palidecieron.
—No quiero ser una molestia ni nada parecido —le dijo Jackson—, pero necesito que me cosan, y no precisamente a balazos.
—Basta ya de teatro —le espetó Louise.
—Y ahora ¿qué? —quiso saber Jackson cuando por fin lograron irse de allí.
—¿Pescado frito con patatas? —preguntó Reggie esperanzada—. Estoy muerta de hambre.
—En mi coche no se come.
—He comprado cuatro raciones, jefa —dijo Marcus, volviendo a subir al coche—. No sabía qué hacer con la perra, pero puede comerse un trozo de mi pescado, aunque ahora aún está demasiado caliente.
—Te van los perros, ¿eh? —comentó ella.
Marcus no captó el sarcasmo en su voz.
—Me encantan. Son todo lo que debería ser la gente.
Iba a su lado en el asiento delantero, con Jackson y Reggie en el de atrás y la perra encajada entre ambos.
Louise había sugerido meterla en el maletero, una idea que provocó una horrorizada protesta de Reggie y Marcus.
—Solo era una broma —añadió, pero fue evidente que no la creyeron.
—Veo que sigues siendo dura de corazón —intervino Jackson—. Ya sabes que no voy en la misma dirección que tú.
—Muy cierto. En muchos sentidos.
—Si pudieras dejarme en algún sitio…, en una estación de tren, una terminal de autobuses, en el arcén…, en cualquier parte, en realidad. Voy de camino a casa, a Londres.
—Mala suerte. Has cometido un delito, o varios, más bien. Es obvio que andas cometiendo estupideces otra vez: conduciendo con un permiso que no es tuyo, y cuando no estabas en condiciones de hacerlo… ¿En qué estabas pensando? Deja que lo adivine. No estabas pensando en absoluto. En vez de cerebro tienes carne picada.
—No me has arrestado —le recordó él.
—Todavía no.
La grúa se había llevado el Espace, y ella había confiscado su permiso de conducir; el permiso de conducir de Andrew Decker. Era obvio que ni Jackson ni Reggie tenían idea de quién era.
—Así pues —dijo Marcus, volviéndose para mirar a Jackson—, este es el tipo que estaba en la cama del hospital, el que confundieron con Decker. Al que siguen confundiendo con Decker. —Sopló una patata para enfriarla—. ¿Y tú lo conoces, jefa?
—Por desgracia.
—No me lo habías dicho. ¿No deberías haber dejado que la policía de North Yorkshire presentara cargos contra él?
(«Señora —había dicho uno de los polis—, ¿se lleva al prisionero para que vuelvan a ponerlo bajo custodia?» «No es un prisionero —respondió Louise—. Solo un imbécil.»)
—Sí, debería haberlo hecho. ¿Y ahora, alguien va a acosarme con más preguntas o puedo limitarme a conducir?
Cuando se pusieron en marcha, se sentó al volante antes de que Marcus tuviera oportunidad de ofrecerse a conducir. En su opinión, a todo el mundo en aquel coche le hacía falta saber quién estaba al mando.
—Tienes una pinta horrible —dijo, observando a Jackson por el retrovisor—. Incluso peor que antes.
—¿Antes? ¿Cuándo ha habido un antes?
—En tus sueños —contestó ella.
—Felicidades —dijo Jackson.
—¿Por qué?
—Por tu ascenso. Y por tu matrimonio, por supuesto.
Se volvió hacia él, que le indicó con la cabeza su alianza de boda. Louise observó su mano en el volante; sentía cómo el anillo le apretaba en el dedo. El brillante estaba otra vez en la caja fuerte, pero se había dejado puesta la alianza aunque se le clavase en la carne. Una penitencia, como llevar un cilicio. Un cilicio te recordaba tu fe; una alianza de boda que te oprimía el dedo te recordaba tu falta de ella. El matrimonio entre ella y Patrick la oprimía como aquel anillo.
—Tú también estás casado, por lo visto —le dijo a Jackson a través del retrovisor—. Siento no haberte mandado una tarjeta o algo, debió de ser porque…, oh, sí, se te olvidó decírmelo.
Sintió que Marcus se ponía tenso en el asiento a su lado. Ajá, los adultos se estaban peleando. Lo que nunca era agradable.
—No tardaste mucho en dejar a Julia —continuó—. Ah, no, espera, fue ella quien te puso los cuernos, ¿no? Quedándose embarazada de otro hombre y todo eso. Debió de hacer más llevadero que te diera calabazas. —Jackson, de modo bastante admirable en su opinión, no saltó ante esas palabras—. O sea, que ni se te ocurra hacer comentarios sobre mis relaciones.
—Tu cháchara no ha mejorado —respondió él, y añadió inesperadamente—: Te he echado de menos.
—No lo suficiente para impedir que te casaras.
—Tú te casaste primero.
—Nunca he tenido un padre y una madre como Dios manda —dijo una vocecita desde el asiento de atrás—. Muchas veces me he preguntado cómo sería.
—Así no, probablemente —opinó Marcus.
—La tía, la tía —había canturreado Reggie al ver a Louise—. La tía vive en Hawes, no queda muy lejos. Tenemos que ir a ver si la doctora Hunter está allí. La han secuestrado.
—Bueno, la tía no ha sido, puedo asegurártelo —contestó.
A Reggie se le iluminó la cara.
—¡Ha venido hasta aquí para ver a la tía! ¿Ha hablado con la doctora Hunter? ¿Ha visto al bebé?
—No.
La carita se le ensombreció.
—¿No?
—La tía está muerta.
—Entonces debía de estar muy enferma —repuso Reggie con solemnidad—. Pobre doctora Hunter.
—Lleva muerta cierto tiempo —admitió Louise a regañadientes—. Dos semanas, para ser precisos.
—¿Dos semanas? No lo entiendo —dijo Reggie.
—Yo tampoco —respondió Louise—. Yo tampoco.
Reggie volvió a hacer inventario del contenido del bolso de Joanna Hunter, anunciando cada objeto en voz alta desde el asiento de atrás:
—Una caja de pastillas de menta, un paquete pequeño de pañuelos de papel, un cepillo, la Filofax, el inhalador, las gafas, el monedero. Son cosas que uno no se deja.
A menos que tenga mucha prisa, pensó Louise.
—A menos que tenga mucha prisa —dijo Jackson.
—No empieces a pensar —le advirtió ella.
—Repasemos los hechos —prosiguió él ignorando su consejo—. No hay duda de que esa mujer se ha ausentado de repente, pero la cuestión es si lo ha hecho por decisión propia o contra su voluntad.
—No jodas, Sherlock —musitó Louise.
—A la doctora Hunter le ha pasado algo malo —afirmó Reggie—. Lo sé. No paro de decirles que aquel hombre en casa del señor Hunter lo estaba amenazando. Le dijo que les iba a ocurrir algo, a él y a los suyos. Y no bromeaba.
—Solo estoy dando palos de ciego —intervino Jackson—, pero igual el marido la está encubriendo, ¿no?
—¿Por qué? —quiso saber Louise.
—No sé. Es su marido, es lo que hacen los maridos.
—¿De veras? —preguntó Louise—. ¿Cómo se llama?
—¿Quién? ¿Cómo se llama quién?
—Tu esposa.
—Tessa. Se llama Tessa. —Y añadió—: Te gustaría. Mi esposa te gustaría.
—No, no me gustaría.
—Sí, te gustaría —insistió Jackson.
—Oh, cállate ya.
—Oblígame.
—Basta ya —ordenó la vocecita de la razón en el asiento de atrás.
—Lo dejó todo —dijo Reggie—. El móvil, el bolso, las gafas, el inhalador, el inhalador de repuesto, el perro, la mantita del bebé. Además, no se cambió de ropa, cuando lo primero que hace es cambiarse, y los hombres que amenazaban al señor Hunter le dijeron que nunca volvería a saber de ellos si no aparecía con la mercancía. ¡Y la tía no existe! ¡¿CUÁNTAS PRUEBAS MÁS NECESITAN?!
—Haz que respire en una bolsa de papel o algo así —le dijo Louise a Jackson.
—Pero ¿tiene todo esto algo que ver con Decker o no? —quiso saber Marcus—. ¿Es solo una coincidencia que aparezca en el momento exacto en que ella desaparece? ¿Y qué hizo Decker? ¿Simplemente salir andando del accidente de tren?
—En realidad no ha aparecido en ningún sitio —puntualizó Louise—. Es el hombre invisible.
—Decker —murmuró Jackson mirando pensativo por la ventanilla—. ¿Decker? ¿Por qué me suena ese nombre?
La ausencia de Decker, la presencia de Jackson. Como si hubiesen intercambiado los papeles de alguna forma misteriosa. Jackson había perdido su BlackBerry en el accidente y adquirido al mismo tiempo, misteriosamente, el permiso de conducir de Decker. ¿Se había intercambiado con él sin saberlo? ¿Era Decker el hombre que llamó al móvil de Joanna Hunter cuando Louise estaba en la casa la mañana anterior? Había preguntado por «Jo», no por Joanna, no por la doctora Hunter. ¿Era eso lo que le había dicho ella cuando lo visitó en la prisión, «Llámeme Jo»? ¿Qué más le había dicho?
—¿Qué más perdiste? —le preguntó a Jackson.
—Las tarjetas de crédito, el permiso de conducir, las llaves —respondió él—. En la BlackBerry hay una agenda de direcciones.
—O sea, básicamente toda tu identidad. ¿Y si Decker está utilizándola? Tú te haces con el permiso de conducir de un preso de categoría A con una orden de arresto, y él te consigue a ti, un ciudadano supuestamente cabal, con tarjetas de crédito, dinero, llaves, un teléfono. La última persona que llamó a Joanna Hunter el miércoles lo hizo desde tu teléfono, desde tu BlackBerry, de modo que igual fue Decker. Llama a Joanna Hunter y entonces ella desaparece. Neil dice que se fue a las siete, pero solo tenemos su palabra. Pudo haberse ido más tarde, después de la llamada telefónica. Y si en efecto se marchó conduciendo, en algún vehículo que no era su coche ni uno de alquiler, y no se dirigió a ver a su tía, ¿adónde fue? ¿A encontrarse con otra persona? ¿Con Decker? ¿Cogió Decker el tren a Edimburgo porque habían quedado en encontrarse? Entonces va y el tren descarrila; después la llama y ella acude a reunirse con él.