Si pudiese, correría, correría con el bebé, correría como el viento, hasta que estuvieran a salvo. Oyó unas pisadas que subían por la escalera y abrazó más fuerte al bebé. El hombre malo se acercaba.
Había llamado tres veces a la inspectora Monroe sin obtener respuesta. Cuando llamaba a la doctora Hunter, su móvil ya no sonaba, sino que ahora una grabación de voz la informaba de que el teléfono no estaba disponible. Quizá se había quedado sin batería, ya debía de estar en las últimas, si no muerto. El fino hilo que aún conectaba a Reggie con la doctora Hunter se había roto. La tabla de salvación de la doctora. Y la suya también.
Si pudiera hacerse con el móvil, la supuesta tía estaría en su lista de contactos. Podría llamarla y pedirle que le pasara a la doctora Hunter. Entonces la doctora se pondría al teléfono y ella le diría, con tono muy tranquilo: «Ah, hola, solo quería preguntarle cuándo va a volver. Por aquí va todo bien.
Sadie
le manda cariñosos recuerdos». Y la doctora Hunter contestaría: «Muchísimas gracias por llamar, Reggie. Los dos te echamos de menos». Y todo volvería a estar bien en el mundo.
Lo único que tenía que hacer era entrar en la casa y buscar el teléfono. Y si el señor Hunter volvía, siempre podía decirle que se había dejado algo, un libro, un cepillo, unas llaves. No sería un allanamiento de morada, técnicamente hablando; no podía ser eso si uno tenía llave, ¿no? Tenía que saber que la doctora Hunter estaba bien.
Se bajó del autobús en Blackford Avenue y compró una bolsa de patatas en el Avenue Stores antes de recorrer andando el resto del camino hasta la casa de los Hunter. Las patatas eran con sabor a queso y cebolla y en cuanto las probó tuvo que meterlas en el bolso porque le recordaban demasiado la noche del accidente de tren, cuando había insuflado su aliento en los pulmones sin aire de Jackson Brodie, devolviéndolo a la vida.
No había rastro del Range Rover, lo que significaba que el señor Hunter no estaba en casa, pues uno nunca iba a ninguna parte sin el otro. Se agazapó entre los arbustos y observó para asegurarse doblemente de que no hubiera indicios de vida en la casa. Quizá debería haberse llevado a Billy; por una vez le habría sido útil su talento natural de ratero. Billy tampoco contestaba al teléfono. ¿De qué servían los teléfonos si nadie contestaba nunca?
Sadie
soltó un gemido de nostalgia al ver la casa, y Reggie le acarició las orejas para consolarla.
—Ya lo sé, viejita. Ya lo sé —le dijo, como habría hecho la doctora Hunter.
Al buscar las llaves de los Hunter, sus dedos tocaron el pedazo de mugrienta mantita que llevaba en el bolsillo. Una pequeña bandera verde de socorro que le habían dejado para que la interpretara, una pista que rastrear, un reguero de miguitas de pan que seguir. Qué triste debía de estar el bebé por haber perdido su talismán. Qué triste estaba ella por haber perdido al bebé.
—Bueno —le susurró a
Sadie
, y la perra le dirigió una mirada inquisitiva—. Vamos allá.
Primero la cerradura de pestillo, luego la Yale; de momento, todo iba bien. En el vestíbulo, se detuvo unos instantes a comprobar que no hubiese moros en la costa mientras
Sadie
salía disparada escaleras arriba en busca de la doctora Hunter, aunque estaba claro que ni la doctora ni el bebé estaban allí. La casa estaba vacía, sin vida, tan silenciosa como una tumba. Aire muerto.
La cocina estaba más desordenada, aunque no había indicios de que el señor Hunter hubiese cocinado nada. Había restos de una pizza y un montón de vasos sucios que no se había preocupado de meter en el lavavajillas. En la nevera seguía habiendo la misma comida que el miércoles. Los plátanos del frutero estaban negros y las manzanas empezaban a arrugarse. En un rincón del techo había una gran telaraña. Era como si el tiempo se estuviera acelerando en ausencia de la doctora Hunter. ¿Cuánto tardaría la casa en volver a alguna clase de estado primigenio? Antes de desaparecer por completo y ser reemplazada por campo y bosque.
En la cocina, buscó el teléfono por todas partes: en el cajón de la mesa, en todos los armarios, en la nevera, en el horno, pero no había ni rastro de él en ninguna parte. Se estaba preguntando en qué otro sitio mirar cuando oyó acercarse el Range Rover a su ritmo brutal de siempre y su estruendosa llegada a la meta. Llegó seguido de otro coche que sonó igual de agresivo.
Oyó entonces las puertas de los coches al cerrarse y unas pesadas y reveladoras pisadas haciendo crujir la gravilla a un lado de la casa: se dirigían a la puerta trasera, hacia la cocina. Subió a toda pastilla por la escalera de atrás, como una criada a la que hubiesen pillado hurgando en la lata de galletas, y entró en el dormitorio de la doctora Hunter, donde encontró a su cómplice de delito dormida en la cama.
Sadie
se despertó al entrar ella en la habitación y soltó un pequeño ladrido de emoción. Reggie se subió de un salto a la cama y le agarró el hocico con la mano. Una persona podía morirse de un ataque al corazón ante esa clase de estrés.
Le llegaron voces del piso de abajo, del vestíbulo. El señor Hunter y otros dos hombres, por lo que le pareció, hablando muy alto. No consiguió distinguir la conversación, pero se acercaba; ya no estaban en el vestíbulo, sino subiendo la escalera. Decididamente, allí una persona se iba a morir de un ataque al corazón. Agarró a
Sadie
del collar y la arrastró.
—Ven —susurró con desesperación—. Tenemos que escondernos.
En el dormitorio solo había un sitio donde esconderse: el armario con sus persianas de lamas, el último refugio de la víctima inocente en las películas de terror. Entró a toda prisa en el lado de la doctora Hunter, arrastrando consigo a una reacia
Sadie
.
Era horrible, no había espacio suficiente para respirar; era como entrar en Narnia, solo que no había otro mundo más allá, únicamente la ropa de la doctora Hunter contra su cara, ropa que olía a su perfume. El corazón de Reggie ni siquiera estaba en su pecho: era demasiado grande y ruidoso ya para caber en él y llenaba todo el dormitorio. Bum, bum, bum.
Los hombres mantenían una conversación con el señor Hunter en el rellano, ante la puerta abierta de la habitación. A través de las lamas de la puerta del armario, veía la espalda de uno de ellos. Era grandote, más que el señor Hunter, con una chaqueta de cuero; le veía el grueso cuello de toro y la calva cabeza. Llevaba un gran reloj dorado y brillante en la muñeca, y dio unos ostentosos golpecitos sobre la esfera.
—El tiempo se está acabando, Neil —dijo. Por su acento, también era de Glasgow.
Tenían que oír su corazón desde donde estaban, un enorme tambor que resonaba en el armario, bum, bum, bum. En cualquier momento, uno de ellos abriría las puertas de par en par para buscar la fuente del ruido. Tendió los dedos para acariciar el suave pelaje de la coronilla de
Sadie
en busca de consuelo.
—Estoy haciendo todo lo que puedo, joder —soltó el señor Hunter.
—Ya sabes lo que está en juego, Hunter —contestó el hombre del reloj de oro—. Tú y los tuyos. Piénsalo. Tu dulce mujercita, tu lindo bebé. ¿Quieres volver a verlos? Porque depende de ti que lo hagas. ¿Qué quieres que le diga a Anderson?
Sadie
soltó un gruñido por lo bajo, molesta por la proximidad de toda aquella asquerosa testosterona humana. Reggie se agachó más y la rodeó con los brazos, en un esfuerzo por mantenerla en silencio.
—Vale —exclamó el señor Hunter, y de repente estaba en el dormitorio, a medio camino del armario.
Reggie pensó que el corazón le iba a explotar, salpicando toda la habitación, y que lo encontrarían, como un globo reventado, en el suelo del armario. El señor Hunter abrió la puerta de su lado de un agresivo tirón, de forma que ella sintió que se estremecía todo el armario. Revolvió y tiró cosas en busca de algo, y lo debió de encontrar, porque se fue y los hombres lo siguieron escaleras abajo. Reggie apoyó la cara contra el gran cuerpo de
Sadie
y escuchó los latidos del corazón de la perra, firmes y regulares, no como las palpitaciones del suyo. La puerta de atrás se cerró de un golpe. Primero se puso en marcha un coche y luego el otro y los dos arrancaron. Reggie se precipitó a la ventana a tiempo de ver el Range Rover del señor Hunter detrás de un monstruoso Nissan negro. Repitió el número de matrícula una y otra vez hasta que pudo sacar una libretita y un bolígrafo del bolso y anotarlo.
El aire de la casa parecía contaminado por la conversación que acababa de oír. Por un lado la cosa estaba muy mal, pues el hombre del reloj de oro parecía haber secuestrado a la doctora Hunter y el bebé, pero por el otro, no estaban muertos. Todavía.
Al salir con cuidado del armario, casi tropezó con algo que había en el suelo dentro de él: el caro bolso de Mulberry de la doctora Hunter («Es de Bayswater, ¿a que es precioso, Reggie?») Lo cogió y le dijo a
Sadie
:
—Venga, tenemos que irnos.
Reggie cogió toda una serie de autobuses. Mientras aún estuviera inoculada contra el miedo por la experiencia en casa de la doctora Hunter, iba a volver a su casa en Gorgie. Su móvil estaba a punto de quedarse sin batería y, al menos, podía rescatar el cargador.
Se sentó en el piso de arriba del autobús, con el bolso de la doctora Hunter en el regazo para mirar el contenido. Técnicamente se trataba de un robo, eso estaba claro, pero no le parecía que pudieran aplicarse ya las reglas normales. «Tu dulce mujercita, tu lindo bebé. ¿Quieres volver a verlos?» Cada vez que pensaba en esas palabras, se le encogía el estómago. Los habían secuestrado, eso era lo que les había pasado. Los tenían cautivos los tipos de Glasgow de los relojes de oro, para pedir un rescate. ¿Dónde? ¿Por qué? (¿Y qué tenía que ver la tía en todo aquello?)
En las entrañas del bolso no parecía faltar nada: un cepillo de pelo, una caja de pastillas de menta, un paquete pequeño de pañuelos de papel, un paquete de toallitas de bebé, un ejemplar de
Este no es mi osito
, una pequeña linterna, una barrita de cereales, un inhalador Ventolín, una cajita de píldoras anticonceptivas, unos polvos compactos de Chanel, las gafas de conducir de la doctora, su monedero y, a punto de reventar, su agenda Filofax.
Seguro que ahora la inspectora Monroe la creería, ¿no? La doctora Hunter no iría a ningún sitio sin las gafas de conducir, el monedero o el inhalador (el de repuesto seguía sobre el tocador). Ninguna tía podía estar tan enferma como para que una lo dejase todo atrás. Lo único que faltaba era el teléfono, pero ya no importaba, porque en la Filofax figuraba la dirección de una tal «Agnes Barker» en Hawes. La misteriosa tía Agnes, hallada por fin.
Bajó del autobús y dobló la esquina de la calle para encontrarse con que la esperaba la tarjeta de visita de la catástrofe, demasiado frecuente en su vida: tres camiones de bomberos, una ambulancia, dos coches de policía, alguna clase de furgoneta de atestados y un puñado de transeúntes, todo ello en desordenado barullo ante la puerta de su edificio. Se le cayó el alma a los pies; parecía inevitable que estuviesen allí por ella.
Todas las ventanas de su piso estaban rotas y unas vetas negras de hollín señalaban por dónde habían salido las llamas de la sala de estar. Un hedor espantoso aún flotaba en el aire. Una manguera gruesa como una boa constrictor serpenteaba por el callejón de entrada. Los camilleros no estaban tratando de reanimar a sus carbonizados vecinos, sino apoyados con gesto despreocupado contra el capó de la ambulancia, así que, con un poco de suerte, no iba a pesarle sobre la conciencia la muerte de todos los inquilinos del edificio. La vida de Reggie era como la llanura troyana: estaba alfombrada de muertos.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó a un niño que observaba con asombro las secuelas del desastre.
—Un incendio —contestó.
—No me digas. Pero ¿qué ha sido?
Otro niño intervino en la conversación y le explicó con entusiasmo:
—Alguien ha tirado petróleo por el buzón de la puerta.
—¿De qué piso? —Por favor, no digas que ha sido el número ocho, se dijo.
—Del número ocho.
Pensó en los libros apilados en el suelo de la salita como una hoguera esperando a que la encendieran. En todos sus trabajos y deberes escolares, en Danielle Steel, en las teteras en miniatura de su madre. Virgilio, Tácito, el bueno de Plinio (tanto el viejo como el joven), todos los clásicos de Penguin que había rescatado de tiendas de beneficencia. Fotografías.
—Oh —soltó. Fue un sonido muy leve. Un sonido leve y redondo. Tan ingrávido como una pelusa. Un soplo de aliento—. ¿Ha habido heridos?
—Qué va —contestó el primer niño con cara de desilusión.
—¡Reggie! —exclamó el señor Hussain surgiendo de pronto de la multitud—. ¿Te encuentras bien? Me preocupaba que estuvieras ahí dentro. Vente a la tienda, te prepararé una taza de té.
—No, de verdad. Estoy bien. Gracias de todas formas, señor Hussain.
—¿Seguro?
—Se lo juro.
Un bombero que parecía al mando salió del edificio y le dijo a un policía:
—Ahí dentro ya está todo apagado.
Entonces empezaron a recoger la gruesa manguera del callejón. Reggie vio al poli asiático guapo, que dio un respingo al verla, como si la reconociera pero no consiguiera ubicarla. Ella se volvió antes de que se acordara.
Se levantó el cuello, se arrebujó en la chaqueta y echó a andar a buen paso con
Sadie
pisándole los talones. No tenía ni idea de adónde iba; solo caminaba para alejarse de su casa, para alejarse del barrio. Tardó unos instantes en advertir que la seguía una furgoneta blanca que avanzaba con sigilo y pegada al bordillo de un modo escalofriante. Apretó el paso, y lo mismo hizo la furgoneta. Echó a correr con
Sadie
galopando excitada a su lado, como si se tratara de un juego. La furgoneta aceleró a su vez y le cortó el paso en el siguiente cruce. Pelopaja y Pelirrojo se apearon de ella. Ambos caminaban con las piernas arqueadas y balanceándose, como monos.
Se plantaron muy cerca de Reggie con actitud intimidante; a Pelirrojo, el aliento le apestaba a carne, como un perro. En primer plano, la cara de Pelopaja se veía aún peor, con pústulas y cráteres cual luna yerma.
—¿Tú eres Billy, la hermana de Reggie Chase? —quiso saber Pelopaja.
—¿La hermana de quién? —preguntó ella con cara de inocencia.