Aún no había amanecido: estaban casi en el solsticio de invierno, e iba a ser uno de esos días en que el sol no se levantaría de la cama. Miró el reloj; el consultorio en el que trabajaba Joanna Hunter estaría ya en plena marcha cuando llegara a Edimburgo. Pisó el acelerador y se alejó. Se preguntó cuántas vueltas habría dado el cuentakilómetros del BMW cuando por fin tuviera la sensación de que podía parar de moverse.
En el consultorio no tenían noticias de la doctora Hunter, nada desde primera hora del jueves, cuando se les había comunicado su repentina excedencia. Louise consiguió por fin dar con la recepcionista que había recibido la llamada, y la telefoneó desde el coche, aparcado ante la consulta. Era su día libre y parecía estar ya en plenas compras navideñas.
—Estoy en el Gyle —exclamó la mujer para hacerse oír, por encima de una canción de Slade.
Su tono fue comprensiblemente tenso; Louise también se habría puesto nerviosa si hubiese estado de compras navideñas en el centro comercial. ¿Qué iba a comprarle a Patrick por Navidad? Archie era fácil, solo quería dinero en efectivo («un montón, por favor»), pero Patrick esperaría algo personal, algo con significado. A ella no se le daban bien los regalos, no sabía muy bien cómo dar o recibir. Y no le pasaba solo con los regalos.
—No —contestó la recepcionista tras titubear un instante—. No fue la doctora Hunter, fue su marido quien llamó. Dijo que había habido una emergencia familiar.
—¿Está segura de que fue su marido?
—Bueno, dijo que lo era —contestó y, como si eso resolviera la cuestión, añadió—: Era de Glasgow. La doctora se ha ido a cuidar de una tía enferma.
—Sí —concluyó Louise—. Eso me han dicho.
Sheila Hayes tenía una consulta para mujeres embarazadas al final del pasillo. A Louise la hizo sentirse incómoda hallarse entre tanta fecundidad; ya era bastante malo trabajar con Karen, pero en la clínica prenatal, el ambiente en la sala de espera estaba saturado de las hormonas de aquel montón de diosas de la fertilidad del tamaño de autobuses que hojeaban viejos ejemplares manoseados de
OK
! arrellanando sus fatigosas moles en las duras sillas.
Le enseñó la placa a la recepcionista y preguntó:
—¿Sheila Hayes?
La recepcionista señaló una puerta.
—Ahora está con una señora —dijo.
Más señoras, más damas. Damas del lago, de la lámpara, de la noche. Esperó hasta ver salir a una mujer, cargada ya con dos niños pequeños, y se coló en la consulta de la comadrona.
Sheila Hayes la saludó con una sonrisa y, bajando la vista hacia sus notas, preguntó:
—¿Señora Carter? Creo que no nos conocíamos.
—No soy la señora Carter —respondió enseñándole la placa—, sino la inspectora jefe Louise Monroe. —La sonrisa profesional de Sheila Hayes se desvaneció—. He de hacerle unas preguntas sobre la doctora Hunter.
—¿Le ha ocurrido algo?
—No. Estoy llevando a cabo una investigación de rutina de los negocios de su esposo…
—¿De Neil?
—Sí, de Neil. Preferiría que no hablara de esto con nadie.
—Por supuesto.
Louise supuso que, antes de que hubiese siquiera salido por la puerta, sería la comidilla de todo el consultorio. Ya le había parecido que la recepcionista se moría de curiosidad al ver su placa.
—Estoy tratando de localizar a la doctora Hunter, ¿le dijo a usted que se marchaba?
—No —contestó Sheila Hayes—. Por lo visto, se ha ido a cuidar de una tía, según Reggie… Reggie es la chica que la ayuda con el bebé. Jo había quedado conmigo la noche del miércoles, pero no apareció, y no me contestó al móvil cuando traté de averiguar qué había pasado. Es muy raro en ella, pero supongo que tiene algo que ver con la historia del periódico, ¿no?
—¿Qué historia?
—¿Cuál prefieres? —quiso saber Karen Warner—. ¿«Desaparece el asesino de los Mason» o «La Bestia del páramo de Bodmin»? No fue en el páramo de Bodmin.
—Un periódico escocés tenía que liarse con la geografía inglesa —comentó ella.
—«Tras cumplir toda la condena de treinta años por el brutal asesinato», bla, bla, bla. «El rostro de un asesino.» Esta foto tiene más de treinta años. «Al parecer, Joanna Mason, que se cambió el apellido, trabaja como médica de cabecera en Escocia», etcétera. O sea, que los periodistas no la han encontrado todavía, pero le pisan los talones.
—En cierto modo desearía que lo hicieran —respondió Louise—. Que la encontraran.
—¿De verdad?
Una detective llamada Abbie Nash asomó la cabeza por la puerta.
—¿Jefa? ¿Querías verme?
—Sí, llama a todas las compañías de alquiler de coches y comprueba si Joanna Hunter alquiló uno el miércoles —contestó. Y, tendiéndole el teléfono de la doctora, añadió—: Y otra cosa, Abbie, ¿puedes hacer que alguien repase todos los números de este móvil? También es de Joanna Hunter.
—Ahora mismo, jefa. —Abbie era una joven baja y fornida que parecía capaz de apañárselas bien en una pelea. Era más imaginativa de lo que sugería su desafortunado corte de pelo—. Sandy Mathieson dice que es la superviviente de la matanza de los Mason. La busqué en Google cuando me lo contó. Se rumorea que ha vuelto a desaparecer.
Louise se preguntó cuánta gente tenía que morir para que el asesinato se convirtiera en matanza. Sin duda más de tres, ¿no?
—¿Una patata? —ofreció Karen, agitando una bolsa abierta ante las dos—. Son al rosbif.
Abbie Nash cogió un puñado, pero Louise las rechazó con un ademán, pues hasta el olor le daba náuseas. Así debía de ser como la gente se volvía vegetariana.
—Solo quiero saber dónde está y si está bien —dijo—. Y quiero asegurarme de que Andrew Decker no ande cerca de ella.
¿Qué había dicho Reggie? «¿Alguien ha hablado realmente con ella?» No, por lo visto no.
—El problema es que es una persona desaparecida de cuya desaparición nadie ha dado parte —comentó con un suspiro—. Creo que se trata de un caso de
cherchez la tante
.
La cosa era, como habría dicho Reggie Chase, que la reacción de Neil Hunter ante la desconcertante presencia del móvil de su mujer en la casa había sido digna de Ingrid Bergman en
Luz de gas
, pero ni por asomo tan afectada como su respuesta ante el alegre ronroneo del motor del Prius cuando Louise lo puso en marcha.
—¿Se ha arreglado milagrosamente? —le preguntó, con cara de inocencia, a Neil Hunter.
Él rió, tratando de quitarle importancia al asunto.
—¿Necesito un abogado? —bromeó.
—No lo sé. ¿Lo necesita? —respondió Louise.
Tenía nueve años cuando Martina murió. Llegó a casa del colegio —no había rastro de su padre— y se encontró a dos hombres bajando la escalera con un cuerpo tapado por una sábana en una camilla. No supo con seguridad quién era hasta que subió corriendo a la habitación de Martina y vio la cama revuelta y los frascos vacíos en el suelo y en el aire captó el hedor que anunciaba el desastre.
La nota que Martina había dejado estaba escrita en una tarjeta floreada, que formaba parte de un juego de papel de cartas que le había regalado Joanna por Navidad. Estaba en el comedor, sobre la repisa de la chimenea, y la policía la había pasado por alto. No contenía nada memorable ni poesía alguna, solo la palabra «Demasiado» escrita con un desmayado garabato y algo en sueco que para Joanna permanecería para siempre sin traducir.
Fue en busca de su padre y lo encontró en el estudio, donde se había metido entre pecho y espalda una botella entera de whisky. Joanna se quedó en el umbral y sostuvo en alto la tarjeta.
—Martina te ha dejado una nota —dijo.
—Ya lo sé —respondió él, y le arrojó la botella.
Durante un tiempo, habían estado su padre y ella solos. Al principio, cuando Joanna se fue a vivir con él, después de que todos aquellos a los que amaba hubiesen muerto, le había puesto una niñera, una bruja tiesa como un palo y con ropa austera, convencida de que la mejor forma de que Joanna superase la tragedia era comportándose como si nunca hubiese sucedido.
Pasó mucho tiempo hasta que fue capaz de ir al colegio. Se le doblaban las piernas cada vez que se acercaba a las puertas de la escuela, y el psiquiatra contratado por su padre (un hombre de clase alta rural que olía a tabaco y con el que compartía largos e incómodos silencios) sugirió que fuera instruida en casa una temporada, de forma que la niñera cumplía un doble papel como institutriz y le daba clases todos los días, terribles y aburridas horas de aritmética y literatura inglesa. Si la niña hacía algo mal, si hacía borrones en los cuadernos de ejercicios o no prestaba atención, le pegaba con una regla en el dorso de la mano. Un día que Martina la pescó blandiendo la regla, se la quitó y golpeó con ella a la niñera en la cara.
Se armó un gran alboroto y la niñera dijo que iba a llamar a la policía, pero Howard debió de quitársela de encima de algún modo. Se le daba bien quitarse de encima a las mujeres. Lo único que Joanna recordaba era que, después de que la mujer se fuera en un taxi, Martina se volvió hacia ella y le dijo:
—Se acabaron las niñeras, cariño. A partir de ahora, yo me ocuparé de ti. Te lo prometo.
«No hagas promesas que no puedas cumplir», solía decir su madre, y tenía razón. No se lo decía a sus hijos, sino sobre todo al padre, Howard Mason, el Gran Farsante.
La mujer que vino después de la poetisa (que en realidad vino antes de la poetisa y era por tanto una de las razones de que Martina se hubiese acostado con sus botellas de salvación) era china, alguna clase de artista de Hong Kong, y le aseguró a Howard que Joanna sería más feliz no en la escuela del barrio a la que por fin se había adaptado, sino en un internado en algún profundo valle de las montañas de Cotswold. De modo que fue despachada y allí se quedó hasta los dieciocho años, volviendo a casa solo en verano.
Su padre vivió durante años en Los Ángeles, tratando de forjarse una nueva carrera, y ella pasaba las vacaciones escolares con sus tíos Agnes y Oliver, dos personas espantosas que les tenían pánico a los niños y que la trataban como si fuera un animal salvaje al que debían hostigar y contener en todo momento. Ahora, el contacto se limitaba a un intercambio de tarjetas en Navidad. Joanna nunca le perdonaría a su tía que no la hubiera colmado de cariño, como habría hecho ella en su lugar.
Supo que su padre había muerto porque vio una necrológica en el periódico. Su quinta y olvidadiza esposa había pasado por alto decírselo y lo hizo incinerar y esparció sus cenizas antes de que Joanna supiera siquiera que había dejado este mundo. Estaba viviendo en Río cuando murió, como un criminal o un nazi. La quinta esposa era brasileña y era posible incluso que Howard hubiese omitido informarla de que tenía una hija.
Joanna podría haberse sumido en la tristeza, pero la escuela compensó las deficiencias de los Mason. Por pura casualidad, Howard la metió en un internado que la acogió y cuidó de ella, y eso hizo aflorar su optimismo, así que abrazó la vida escolar con el orden de sus días y la comodidad de sus normas.
Cuando ella acabó la escuela y fue a la universidad, Howard había pasado ya por otra esposa y un par de amantes, pero nunca tuvo más hijos.
—Ya tuve a mis hijos —declaraba, ebrio, cuando se hallaba con más gente, como un grandilocuente actor trágico—. No son reemplazables.
—Aún tienes a Joanna —le recordaba alguien.
—Sí, por supuesto —añadía—. Gracias a Dios, aún tengo a Joanna.
—«Eran diez en la cama —le cantó en voz baja al bebé, aunque estuviese dormido—. Y el pequeñito dijo: “Todos a rodar, todos a rodar”.»
Se había dormido sin problema en el colchón lleno de bultos que compartían, pero se despertó como de costumbre a las cuatro de la mañana para mamar. La hora de la noche en que la gente moría y nacía, en que el cuerpo ofrecía la mínima resistencia ante las idas y venidas del alma. Joanna no creía en Dios, cómo iba a hacerlo, pero sí en la existencia del alma; creía de hecho en la transmigración del alma y, aunque no se habría puesto en pie en una conferencia científica para declararlo, también creía que llevaba dentro las almas de su familia muerta, y que algún día el bebé haría lo mismo por ella. Que fueras una atea racional y escéptica no significaba que no tuvieras que llegar al final de cada jornada de la mejor manera posible. No había normas.
Los mejores días de su vida habían sido cuando estaba embarazada y el bebé seguía a salvo dentro de ella. Una vez que salías al mundo, la lluvia te daba en la cara y el viento te revolvía el cabello y el sol te caía a plomo encima y el camino se extendía ante ti, y el mal caminaba por él.
Fuera, la noche era negra y estaba saliendo una luna blanca de invierno. El bebé tenía la misma edad que Joseph cuando murió. Sus pasos se detuvieron cuando era tan pequeño que se hacía imposible imaginar qué clase de hombre habría sido de haber vivido. Con Jessica era más fácil, pues su personalidad estaba ya definida a los ocho años. Leal, llena de recursos, segura de sí misma, pesada. Lista, demasiado a veces. «Demasiado lista para su propio bien», decía su padre, pero su madre contestaba: «Eso es imposible, en especial para una niña». ¿Decían de veras esas cosas? Quizá Joanna las inventaba simplemente para llenar los huecos, del mismo modo que imaginaba (de forma ridícula, una ensoñación que no compartía con nadie) a Jessica viviendo en el presente, un universo paralelo en las Cotswold, en una vieja casa con glicinias cubriendo la fachada. Cuatro niños, un trabajo de consejera gubernamental sobre política en el Tercer Mundo. Discutidora. Valiente. Digna de confianza. Y a su madre viviendo en algún lugar bañado de sol, pintando como una loca, la excéntrica artista inglesa.
Todo inventado, por supuesto. En realidad no se acordaba bien de ninguno de ellos, pero eso no les impedía estar en posesión de una realidad más intensa que la de cualquier ser vivo, aparte del bebé, claro. Eran la piedra de toque ante la que debía definirse todo los demás y el modelo con el que, en comparación, todo lo demás fallaba. Excepto el bebé.
Era una desposeída, su vida entera era un acto de desposesión; anhelaba algo que ya no lograba recordar. A veces, en plena noche, en sueños, oía ladrar a su vieja perra y eso le acarreaba el recuerdo de un dolor tan atroz que la llevaba a preguntarse si debía matar al bebé y luego suicidarse; algo que los hiciera irse de forma dulce y pacífica, como la adormidera, para que nunca pudiera ocurrirle nada horroroso a su hijo. Un plan de emergencia para cuando estabas acorralada, para cuando no podías correr. Si no hubiese agujas, si no tuviera nada, taparía la cara del bebé con la mano y la dejaría ahí, y luego se ahorcaría. Siempre podía encontrarse la forma de ahorcarse. A veces requería un montón de autodisciplina. «Elsie Marley se ha vuelto muy señorita, ni para dar de comer a los cerdos deja la camita.»