—La hermana de ese mamón —respondió Pelirrojo con impaciencia.
Su tono de voz hizo que
Sadie
gruñera, y los dos hombres parecieron reparar en el perro por primera vez, con bastante retraso considerando lo grande que era; claro que no tenían pinta de haber estado en los primeros puestos de la cola cuando repartieron los cerebros.
Pelirrojo dio un paso atrás.
—Es un perro adiestrado para atacar —dijo Reggie, esperanzada.
Sadie
volvió a gruñir.
Pelopaja dio un paso atrás.
—Dale un mensaje a tu hermano —dijo Pelirrojo—. Dile a ese cabrón que si no aparece con la mercancía, si no devuelve lo que no es suyo, entonces… —Se pasó un dedo por el cuello como si se lo cortara.
A aquellos dos les gustaba un montón hacer mímica con las armas.
Sadie
empezó a ladrar de una manera que hasta la propia Reggie encontró alarmante, y Pelopaja y Pelirrojo retrocedieron hasta subirse a la furgoneta. Pelirrojo bajó la ventanilla del pasajero.
—Dale esto —exclamó, y le arrojó algo.
Otro ejemplar de Loeb, uno rojo esta vez, la
Eneida
, volumen primero. Voló por los aires, con las páginas aleteando, y le dio de lleno en un pómulo antes de caer abierto sobre el lomo en la acera.
Lo recogió. Tenía el mismo agujero impecable en el centro. Con un dedo, resiguió los bordes del pequeño ataúd de papel. ¿Alguien estaba ocultando secretos en los clásicos Loeb de la señorita MacDonald? ¿En todos ellos? ¿O solo en los que ella necesitaba para el examen? El agujero bien definido era obra de alguien muy manitas. Alguien que podría haber tenido un futuro como carpintero pero se había convertido en un traficante de tres al cuarto que rondaba por las esquinas, pálido y furtivo. Ahora había ascendido en la pirámide, pero Billy carecía del sentido de la lealtad. Billy robaría a quien le daba de comer y ocultaría lo robado en pequeños cofres secretos.
Reggie no quería llorar, pero estaba muy cansada y se sentía muy pequeña, y le dolía la cara donde la había golpeado el libro y el mundo estaba lleno de tipos enormes que le decían a los demás que estaban muertos. «Tu dulce mujercita, tu lindo bebé.»
¿Adónde iba una persona cuando no tenía a quién recurrir y no le quedaba ningún sitio adónde huir?
Llevaba unas grapas metálicas en la frente que le conferían cierto aire de Frankenstein, el brazo izquierdo vendado y sujeto contra el pecho con un cabestrillo que le mantenía la mano sobre el corazón en todo momento, lo que era una forma de asegurarse de que uno estaba vivo. Tenía una visión recurrente de la arteria de su brazo reventando y derramando de nuevo su sangre. Pero ya no estaba encadenado a una cama de hospital. Era libre. Estaba un poco grogui y muy dolorido —varias de sus magulladuras habrían ganado concursos—, pero, básicamente, en camino de convertirse de nuevo en un humano en pleno funcionamiento.
Tenía que salir de allí. Detestaba los hospitales. Había pasado más tiempo en ellos que la mayoría de la gente. Había visto a su madre tardar una eternidad en morir en uno de ellos, y cuando era agente de policía se había pasado casi todas las noches de los sábados tomando declaraciones sobre accidentes y urgencias. Partos, muertes (los unos tan traumáticos como las otras), heridas, enfermedades; los hospitales no eran sitios saludables por los que andar rondando. Demasiada gente enferma. Él no estaba enfermo, estaba reparado, y quería irse a casa, o al menos al sitio que ahora consideraba su casa, que era el minúsculo pero exquisito piso en Covent Garden que contenía la valiosísima joya que era su mujer, o que la contendría cuando bajara del avión en Heathrow el lunes por la mañana. No era su hogar verdadero; su hogar verdadero, ese que ya no nombraba nunca, era la oscura y mugrienta cámara de su corazón que contenía a su hermana y su hermano y, puesto que se trataba de un espacio acomodaticio, toda la entera y sucia historia de la Revolución industrial. Era asombrosa la cantidad de materia oscura que uno era capaz de meter en el agujero negro del corazón.
Siempre que empezaba a ponerse fantasioso, sabía que había llegado el momento de marcharse.
—Ya estoy mejor —le dijo a la doctora Foster.
—Todos dicen lo mismo.
—No, de verdad que lo estoy.
—La clave está en la palabra «paciente».
—No me hace falta estar en el hospital.
—Ayer me hablaba de que se había muerto, ¿y hoy ya está listo para levantarse e irse? ¿Para apartar la piedra del sepulcro? ¿Así, sin más?
—Sí.
—No.
—Ya estoy bien para irme —le dijo al doctor niño-mago.
—¿De veras?
—Sí, de veras.
—No, no, no; ha pasado por alto la inflexión sarcástica. Escuche otra vez… ¿De veras?
Vaya prepotente estaba hecho el imbécil de Potter.
—Estoy estupendo —le dijo al australiano Mike—. Necesito largarme de este sitio, me está dejando para el arrastre.
—No problemo —respondió el doctor errante.
—¿Significa eso que me puedo ir?
—Adelante, amigo, haga lo que quiera. Dese de alta. ¿Qué se lo impide?
—No tengo dinero, ni permiso de conducir. —(Lo segundo parecía más importante que lo primero.)
—Vaya peñazo.
—Ni siquiera tengo ropa.
—Son de su talla —dijo Reggie, señalando una gran bolsa de Topman a sus pies—. He ido a Topman porque tengo una tarjeta de cliente. Igual no son su estilo del todo. Le he comprado una cosa de cada. —Pareció incómoda—. Y tres pares de calzoncillos. —Pareció aún más incómoda—. Son bóxers. Supe la talla por su ropa, la enfermera me la dio. Estaba destrozada, tuvieron que cortársela toda, y de todas formas estaba llena de sangre. La tengo en una bolsa de plástico, pero probablemente querrá tirarla a la basura.
—¿Por qué te dieron a ti mi ropa? —quiso saber un sorprendido Jackson cuando la chica paró para respirar.
—Les dije que era su hija.
—¿Mi hija?
—Perdón.
—¿Y estás haciendo esto porque eres responsable de mí?
—Bueno, en realidad… —contestó Reggie—, se trata más bien de una vía de dos sentidos.
—Sabía que tenía que haber truco —dijo Jackson.
Siempre había truco, desde que Adán se volvió hacia Eva (o probablemente al revés) y dijo: «Oh, por cierto, me preguntaba si…».
La chica tenía otro moretón reciente, en la mejilla esta vez. ¿Qué hacía cuando no estaba visitándolo? ¿Kárate?
—Antes era detective privado, ¿no es así?
—Entre otras cosas.
—O sea, que solía encontrar gente, ¿no?
—A veces. También perdía gente.
—Quiero contratarlo.
—No.
—Por favor.
—No. Ya no hago eso.
—De verdad que necesito su ayuda, señor Brodie.
«No —se dijo Jackson—, no pidas mi ayuda.»
La gente que le pedía ayuda siempre lo hacía recorrer sendas que no quería pisar. Sendas que llevaban a la ciudad llamada Problemas.
—Y la doctora Hunter también —continuó ella implacable—. Y su bebé también.
—Estás cambiando las reglas sobre la marcha —replicó él—. Primero la cosa era «tú me salvas, yo te salvo». ¿Ahora tengo que salvar a completos extraños?
—Para mí no son extraños. Creo que los han secuestrado.
—¿Secuestrado? —Ahora sí que se había pasado.
Jackson supo lo que iba a decir la chica. «No, no lo digas. No digas las palabras mágicas.»
—Necesitan su ayuda.
—No. Decididamente, no.
—Deberíamos empezar por la tía.
—¿Qué tía?
Según el GPS, había doscientos cincuenta y siete kilómetros hasta Hawes y deberían tardar en recorrerlos tres horas y veintitrés minutos.
—Bueno, vamos a ver —dijo Louise poniendo en marcha el motor, dispuesta a comprobarlo.
Marcus, sentado a su lado, le hizo un saludo.
—Cuñas fuera —soltó.
Qué inocente. Era guapo, pulido y flamante, como algo recién salido de una crisálida. Archie nunca tendría ese aspecto a la edad de Marcus. Técnicamente, Louise era lo bastante mayor para ser su madre. Si hubiese sido una colegiala descuidada.
No había sido descuidada, y a los catorce años ya tomaba la píldora. Durante toda su adolescencia había tenido relaciones sexuales con hombres mayores, y en aquel tiempo no había advertido hasta qué punto debió de parecer pervertida la cosa. Entonces se había sentido halagada por sus atenciones; ahora los haría arrestar a todos.
Con Patrick, durante su noviazgo, cuando intercambiaban todas esas intimidades de una vida —películas y libros favoritos, mascotas que habían tenido (huelga decir que «Paddy» y «Bridie» habían tenido toda una colección de hámsters, cobayas, perros, gatos, tortugas y conejos), adónde habían ido de vacaciones (prácticamente a ningún sitio en su caso), cómo habían perdido la virginidad y con quién—, Patrick le contó que había conocido a Samantha durante la semana de orientación para los nuevos alumnos en el Trinity College.
—Y eso fue todo.
—Pero ¿y antes? —quiso saber Louise.
Él se encogió de hombros y respondió:
—Solo un par de chicas de mi barrio. Buenas chicas.
Tres. Tres parejas sexuales hasta que se quedó viudo (todas buenas chicas). Después de Samantha había tenido varias novias, pero nada serio, nada indecoroso.
—¿Y tú? —quiso saber.
Patrick no tenía ni idea de hasta qué punto ella había sido sexualmente incontinente a lo largo de su vida, pero Louise no estaba dispuesta a explicárselo.
—Oh —contestó exhalando aire por la boca—. Un puñado de tipos, si llega, y en realidad fueron relaciones bastante largas. Perdí la virginidad a los dieciocho con un chico con el que llevaba saliendo un par de años.
Mentira podrida. Siempre se le había dado bien engañar a la gente, y muchas veces pensaba que en otra vida habría sido una estafadora excelente. Quién sabe, quizá incluso en aquella misma vida, que aún no se había acabado, bien mirado.
Debería haberle dicho la verdad. Debería haberle contado la verdad con respecto a todo. Debería haberle dicho: «No tengo ni idea de cómo amar a otro ser humano como no sea haciéndolo pedazos para comérmelos después».
—Un poco de aire fresco del campo para quitar las telarañas —le dijo a Marcus—. Justo lo que recomienda el médico.
O, bien pensado, no.
—¿Llegarás tarde otra vez? —le había dicho Patrick cuando lo llamó para contarle lo de su «pequeña excursión» (como Marcus insistía en llamarla)—. ¿No podías hacer que la policía de la zona le hiciese una visita a esa tía? Me parece un trayecto muy largo solo para hacer una comprobación. No es un caso, en realidad no es algo oficial, ¿no? No ha ocurrido nada.
—Yo no te digo cómo tienes que operar, Patrick —soltó—, de modo que de verdad te agradecería que no me dieras instrucciones sobre procedimientos policiales, ¿vale?
Él la había hecho suya pensando que mejoraría, que se volvería más buena con sus pacientes cuidados, y a esas alturas debía de sentirse decepcionado. La rosa con el gusano, el cuenco con la grieta. Ahí no había nada que el doctor pudiese hacer.
—Estás cabreado conmigo porque anoche me emborraché sola en lugar de ir al teatro, ¿no es eso? —continuó. Exageró mucho la palabra «teatro» como si fuera algo aburrido y de clase media, y como si ella fuera Archie en su peor rabieta adolescente.
—No te estoy acusando de haberte emborrachado —contestó Patrick apaciblemente y sin subirse al carro de la discusión—. Lo has hecho tú solita.
Louise se preguntó si debía matarlo. Era más simple que el divorcio y le proporcionaría toda una nueva serie de problemas a los que enfrentarse en lugar de los viejos, tan aburridos y familiares. Se preguntó si una parte de Howard Mason había sentido alivio cuando su familia fue convenientemente borrada del mapa. Solo quedó Joanna, un recordatorio permanente. Habría sido mucho mejor para él que se la hubiesen ventilado también.
—No te acalores tanto —le recomendó Patrick—. Esa vena escocesa tuya ya se está metiendo en medio.
—¿En medio de qué?
—De tu parte más buena. Eres tu peor enemiga, ¿sabes?
Louise se mordió la lengua para no soltar el gruñido que era su respuesta instintiva, y murmuró:
—Ya, bueno, tengo un montón de cosas en la cabeza. Perdona —añadió—. Lo siento.
—Yo también —contestó Patrick, y ella se preguntó si debía buscar algo más en esas palabras.
Habían atravesado la frontera con Inglaterra, cruzando el río Tweed hasta la línea de meta. Estaban en la zona fronteriza.
—A partir de ahora, imperan las normas inglesas —le dijo a Marcus.
—A la caza de la tía salvaje —respondió él alegremente—. ¿Ponemos un poco de música, jefa? —Inspeccionó el cedé de éxitos de Maria Callas que había en el reproductor y añadió con recelo—: Que Dios nos coja confesados, jefa. No es lo que se dice la música ideal para un viaje por carretera, ¿eh? He traído un par de discos. —Hurgó en la mochila que siempre llevaba, sacó un estuche de discos compactos y abrió la cremallera—. Prepárate.
Sí, claro, Marcus habría sido
boy scout
. La clase de niño que adoraba hacer nudos y encender un fuego con un par de palitos. La clase de niño que cualquier madre desearía tener. Y apostaría hasta el último céntimo a que se había metido en la policía porque quería ayudar, porque quería «cambiar las cosas».
—¿Por qué entraste en la policía, Marcus?
—Oh, ya sabes, por los motivos habituales. Quería intentar cambiar las cosas, supongo, ayudar a la gente. ¿Y tú, jefa?
—Para poder pegarle a la gente con un buen palo.
Marcus soltó una carcajada, un sonido sin complicaciones y sin el peso de años de cinismo. Louise trató de adivinar qué música le parecería adecuada para un «viaje por carretera». Era demasiado joven para Springsteen, demasiado mayor para los Tweenies, la banda favorita del bebé para el coche. (Qué raro que ahora pensara de manera automática en el hijo de Joanna Hunter como, simplemente, «el bebé».) Marcus tenía veintiséis años, de modo que era probable que aún le gustaran las mismas cosas que a Archie —Snow Patrol, Kaiser Chiefs, Arctic Monkeys—, pero no, el sistema de sonido del BMW se estaba contaminando con James Blunt, príncipe de la música facilona. Se inclinó y, con una mano, vació el contenido del estuche en el regazo de Marcus, desparramando a Corinne Bailey Rae, Norah Jones, Jack Jonson, Katie Melua.