De haber estado en el pellejo de Joy, también le habría costado entregarle las llaves de un coche a alguien con pinta de acabar de salir de la cárcel o del hospital, o ambas cosas.
—Se lo desaconsejo terminantemente —dijo Harry Potter cuando se dio de alta.
—Allá usted con las consecuencias —sentenció la doctora Foster.
—Es usted un maldito imbécil, compañero —comentó entre risas el australiano Mike.
Los moretones y el tajo en la frente lo hacían parecer más criminal que víctima, y el brazo en cabestrillo lo inhabilitaba para conducir a los ojos de cualquier persona sensata, de modo que Reggie le había soltado los vendajes y embadurnado las magulladuras en la cara con su base de maquillaje Rimmel.
—Porque parece que seas un fugitivo o algo así.
En general, Jackson siempre se había sentido un fugitivo (o algo así), pero no se molestó en decírselo a Reggie.
Haciendo gala de un displicente desprecio por la ley, utilizó el permiso de conducir de Andrew Decker, que Reggie había hecho aparecer con una floritura («Estaba con sus cosas»). Por desgracia, el hecho de que no tuviera otra forma de identificación constituyó un pequeño obstáculo para Joy, que frunció el cejo ante su carencia de un documento que atestiguara su existencia.
—Podría ser usted cualquiera —dijo.
—Hombre, cualquiera, no —murmuró él, pero no discutió más.
Podría haber cogido un tren, por supuesto, solo que no pudo. Había llegado hasta la mismísima taquilla en la estación de Waverley (con Reggie pegada a su lado como una pequeña lapa) cuando lo embargó una oleada de adrenalina. La teoría de «vuelve a subirte de inmediato al caballo», estaba muy bien cuando no era más que una teoría (o cuando implicaba un simple caballo), pero cuando se trataba de la perspectiva nada teórica de un caballo de hierro brutal en forma de un Intercity 125, que le despertaba recuerdos espantosos, era otra cuestión.
En el hospital le habían dicho que era posible que no recordara nunca lo sucedido en el período anterior al accidente de tren. Pero no era así; cada vez se acordaba de más cosas, como una colcha de retales aún sin coser: el tono de llamada de
El gran Chaparral
, un par de calcetines rojos, la inesperada visión del rostro del soldado muerto cuando le había dado la vuelta en el barro. «CARNICERÍA», rezaba el titular del periódico que le habían enseñado en el hospital. Era pura suerte que estuviera vivo cuando otros no lo estaban, un lapsus momentáneo de concentración por parte de las Parcas, con el resultado de que había sobrevivido él y no algún otro.
La anciana de la novela de Catherine Cookson, la mujer de rojo, el tipo del traje, ¿dónde estarían ahora? No podía evitar cuestionarse su derecho a estar vivito y coleando (más o menos) cuando otras quince personas yacían en una fría morgue en alguna parte. Se preguntaba asimismo por su álter ego. ¿Seguía el verdadero Andrew Decker en algún lugar del hospital? ¿Salió ileso, o su viaje se había visto fatalmente interrumpido? Aquel nombre seguía sonando en algún lugar de su maltrecha memoria, pero no tenía ni idea de por qué.
Supuso que se referían a eso cuando hablaban de la culpa del superviviente. Antes había sobrevivido a montones de cosas sin sentirse culpable, o al menos no de manera consciente. Lo que sí había sentido durante la mayor parte de su existencia era que vivía sumergido en las secuelas de un desastre, en el epílogo interminable que era su vida desde el asesinato de su hermana y el suicidio de su hermano. Había albergado esos terribles sentimientos en su interior, alimentándolos en solitaria reclusión hasta que formaron la dura y negra pepita de carbón que llevaba en el alma, pero ahora el desastre era externo, los destrozos eran tangibles, estaban fuera de la habitación donde él dormía.
—Todos somos supervivientes, señor B. —le dijo Reggie.
En la estación de Waverley, Jackson se sintió al borde del colapso, y por primera vez en su vida experimentó un conato de ataque de pánico. Trastabilló hasta un banco metálico en la explanada de la estación, se sentó pesadamente y puso la cabeza entre las rodillas. La gente evitó acercársele demasiado. Supuso que debía de parecer un borracho andrajoso. Se sentía como si tuviera un ataque al corazón. Quizá tenía un ataque al corazón.
—No, qué va —dijo Reggie comprobándole el pulso en la muñeca—. Solo es un caso claro de susto morrocotudo en el cuerpo. Respire. Siempre ayuda.
Por fin, los puntos negros ante sus ojos pararon de bailotear y el corazón dejó de martillearle contra las costillas. Dio sorbitos de una botella de agua que Reggie había comprado en un puesto de café y sintió que volvía a algo parecido a la normalidad, o al menos a lo que se consideraba normal en el mundo de después del accidente de tren.
—Dejemos una cosa bien clara —le dijo a la chica—. Esta no es otra situación de esas de «voy y te salvo la vida», ¿entendido?
—Totalmente.
—Es estrés postraumático o algo así —musitó él.
—No es para avergonzarse —respondió Reggie, y añadió con un ademán—: Es como una insignia de valor. Sacó a aquel soldado de los restos del tren, ¿no? Fue solo mala pata que estuviese muerto.
—Gracias.
—Es usted un héroe.
—No, no lo soy —respondió Jackson.
Antes era policía, se dijo. Antes era un hombre. Ahora no puedo ni subirme a un tren.
—De todas formas —dijo Reggie—, han desviado todos los trenes. Habríamos tenido que bajarnos, coger un autobús y volvernos a subir. Un coche será mucho más simple.
—¿Nada? —continuó Joy en plan avasallador—. ¿Ni pasaporte? ¿Ni un extracto del banco o una factura del gas? ¿Nada?
—Nada —confirmó Jackson—. He perdido la cartera. Estaba en el accidente de tren de Musselburgh.
—No hay excepciones a las reglas.
Que no tuviera identificación le supuso a Joy un problema menor que la falta de una tarjeta de crédito.
—¿Efectivo? —exclamó con tono de incredulidad, al ver el dinero—. Necesitamos una tarjeta de crédito, señor Decker. Y si le han robado la cartera, ¿cómo es que tiene dinero?
Buena pregunta, se dijo Jackson. Esbozó su sonrisa de lobo solitario en un intento de mostrarse simpático.
—Por favor. Solo soy un tipo que trata de llegar a casa.
—Una tarjeta de crédito y una identificación. Esas son las normas. —«No pasarán.»
—La mamá de papá ha muerto —intervino Reggie, deslizando inesperadamente una manita en la de Jackson—. Necesitamos llegar a casa. Por favor.
—Buf —soltó Reggie cuando se dirigían al Espace. Jackson apuntó al coche con la pastilla gris que era la llave electrónica y el Renault soltó un pitido de bienvenida.
Sus patéticos ruegos no los habían llevado a ningún lado con Joy. El hecho de que le hubiesen dicho, esa misma mañana, que la despedían por reducción de plantilla («Supongo un exceso de personal —explicó con sorna—, como cualquier otra mujer de mi edad») fue mucho más eficaz.
—Por mí, pueden largarse al fin del mundo en el maldito trasto —concluyó, pero solo después de haberse dado el gusto de discutir hasta hacerlos sudar tinta.
Jackson utilizó la pastilla gris para encender el motor del coche y le explicó a Reggie cómo pasar el cambio de «Aparcado» a «Marcha». Admitió de mala gana que la necesitaba. No estaba seguro de poder hacer solo aquel viaje, y no solo porque ella supiera cómo volverle a sujetar el brazo en el cabestrillo y cómo meter la marcha en el coche.
Se arrellanó en el asiento del conductor. La sensación era agradable, fue como volver a casa. Conducir con una sola mano no lo perturbaba tanto como hacerlo con Reggie Chase en el asiento de al lado. Era una cría y una fuerza imparable de la naturaleza, o eso parecía.
—Bueno, vamos allá —dijo. La perra ya estaba dormida en el asiento de atrás.
En un triunfo de la idiotez sobre la adversidad, consiguieron llegar hasta Scotch Corner, deteniéndose tan solo dos veces en estaciones de servicio para que él pudiera «concederse unos minutos». El cuerpo le pedía a gritos descanso, quería estar en decúbito supino en una habitación a oscuras, no conduciendo con una sola mano en la A1. Estaba surfeando una ola de fuertes analgésicos que le había dado el australiano Mike. Estaba seguro de que si leía atentamente el prospecto habría alguna advertencia sobre no conducir si los tomaba, pero Jackson había desenterrado de algún sitio su alma de soldado, aquella que no paraba de intentar llevarlo más allá de los límites de la razón. Cuando las cosas se ponen duras, los duros toman drogas.
Reggie lo estaba pasando en grande con el viaje. Tenía el inquietante hábito, compartido con la hija de Jackson, su hija auténtica, de expresar alegremente con palabras (y en ocasiones cantando) cada letrero que había en la carretera: «bache oculto, curva cerrada, Berwick-on-Tweed a treinta y ocho kilómetros, obras los próximos ochocientos metros». Aparte de Marlee, nunca había llevado un pasajero al lado que disfrutara tanto con la autopista A1.
—No salgo mucho —explicó la chica alegremente.
Tenía una dirección de la supuesta tía. Estaba en una agenda Filofax que pertenecía a Joanna Hunter. Reggie llevaba su propia y aparatosa mochila, el voluminoso bolso de Joanna Hunter, que la tenía preocupada hasta rozar la obsesión («¿Por qué iba a dejárselo? ¿Por qué?»), una bolsa de plástico con comida para perro y la perra en sí, por supuesto. No iba lo que dice ligera de equipaje. Él tenía, literalmente, solo la ropa que llevaba puesta. Supuso que eso representaba alguna clase de libertad.
—Ahí, tenemos que girar a la derecha ahí —indicó Reggie con urgencia cuando se aproximaban a la gran intersección en Scotch Corner.
Al día siguiente vería a su esposa. Su deslumbrante y flamante esposa. Y practicarían un montón de sexo de ese que tenía con su nueva esposa, aunque, para ser franco, sexo era de lo último que se sentía capaz en aquel momento. Una cama caliente y un buen whisky sonaban más atractivos. Se iría a casa y continuaría con su vida. Su viaje se había visto truncado (pero no fatalmente), él se había visto truncado (pero no fatalmente), aunque sí abrigaba la pequeña e insidiosa duda de si habían vuelto a recomponerlo de la misma manera que estaba antes.
—A la derecha en Scotch Corner —dijo Reggie—, y eso nos llevará a Wensleydale, el sitio del que viene el queso.
Jackson había estado allí el miércoles (en el mundo de antes del accidente de tren, un mundo distinto). Había comprado el mapa en Hawes, un periódico, un rollo de queso y encurtido. Iban a pasar a un tiro de piedra de donde vivía su hijo, Nathan. Podían visitarlo, detenerse en la explanada municipal, aparcar ante la casa de Julia. Estaba de nuevo donde había empezado. Una vez más.
En Scotch Corner, iba siguiendo obedientemente las instrucciones un poco histéricas de Reggie de que se desviara a la derecha cuando tuvo lugar alguna clase de pifia, no sabía muy bien si por parte de él o del coche. Se preguntó si habría estado durmiendo con los ojos abiertos. Eso era lo que pasaba cuando uno conducía tras haber sufrido una conmoción, que no giraba el volante lo suficiente y entonces trataba de compensarlo girándolo demasiado, mientras cometía además el error de pisar el freno a fondo. Sobre todo si una frenética vocecita escocesa te gritaba al oído y perturbaba el giroscopio de tu cerebro. Patinaron haciendo chirriar el caucho de las ruedas y le dieron un topetazo a un Smart de cuatro puertas, al que mandaron girando como una peonza al otro lado de la calzada, y a ellos se les empotró un jeep militar que venía de Catterick Camp. El Espace se comportó como el mejor, pero aun así acabaron con el morro al revés y anclados en la cuneta, con los dientes castañeteando. La perra se había caído al suelo cuando ambos (pues Jackson compartía equitativamente la culpa con el coche) perdieron el control, pero volvió a subirse al asiento con bastante aplomo.
—Uf —dijo Reggie cuando por fin se detuvieron.
—Joder —soltó Jackson.
—Inspire profundamente, señor —le aconsejó el poli de tráfico—, y luego sople en este monitor. —Le tendió un alcoholímetro digital del tamaño de un móvil.
Jackson exhaló un suspiro.
—No he bebido —contestó, pero supuso que se lo veía en tan baja forma, que le habría parecido sospechoso a cualquier agente de la ley sensato.
Nadie resultó herido, lo que supuso un alivio. Un accidente desastroso a la semana era suficiente para cualquiera.
—He sido yo —dijo Reggie con tristeza—. Soy un imán para estas cosas.
Habían ayudado a los aturdidos pasajeros del Smart a salir del coche y sentarse en el arcén. Los tipos del ejército habían puesto luces de emergencia y llamado a la policía.
—Tonto del culo —le murmuró uno de ellos a Jackson, que se sintió inclinado a darle la razón.
Pese a que la prueba de alcoholemia había dado negativo, el poli no estaba satisfecho.
—¿Señor Decker? —preguntó examinando el permiso de conducir—. ¿Es suyo este vehículo?
—Es de alquiler.
—¿Y qué relación tiene con usted esta señorita?
—Soy su hija —respondió Reggie con una vocecita aguda.
El poli de tráfico la miró de arriba abajo, se fijó en los moretones, en el perrazo que llevaba pegado, en la variedad de bultos que acarreaba. Frunció el cejo.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
El agente enarcó una ceja.
—Se lo juro.
Llegó una ambulancia, exceso de personal, como Joy. La siguió otra igualmente innecesaria, con la sirena ululando. Aquello parecía la escena de un accidente serio, con conos, carriles cerrados, vehículos de emergencia, un montón de ruido de las radios policiales, Dios sabía cuántos agentes, incluida una gran furgoneta de atestados. Considerando que no había heridos, ni siquiera leves, la tensión y la emoción que flotaban en el ambiente parecían desproporcionadas dadas las circunstancias. Quizá era un día con poco movimiento en la A1.
—Yo antes era policía —le dijo al agente que lo había hecho soplar.
Últimamente no había recibido una respuesta muy positiva que digamos ante semejante declaración, pero desde luego no esperaba verse reducido de pronto por dos agentes que parecían haber salido de la nada y que lo tumbaron contra el asfalto antes de que pudiese decir nada útil, como «Cuidado con mi brazo, que me están abriendo los puntos». Por suerte, Reggie tenía un buen par de pulmones para lo menuda que era, y empezó a dar brincos preguntándoles si no habían visto que llevaba el brazo en cabestrillo y que era un hombre herido, cosa que no les sentó bien a los chicos del ejército, que quisieron saber por qué estaba entonces conduciendo. Pero Reggie era bien capaz de plantar cara a unos cuantos soldados. Fue como ver a un terrier Jack Russell ahuyentando a una jauría de dobermans.