En la zona de recepción, Louise exhibió la placa y su sonrisa más educada.
—Necesitamos hablar solo un momento con la señora Barker —le dijo a una chica gruesa con un uniforme a cuadros rosa y blancos que le quedaba apretado, revelando sucesivos michelines de grasa que trataban de escapar.
Una salchicha bajo una piel. «Hayley», anunciaba una chapa de plástico con su nombre. Hayley llevaba el fino cabello rubio recogido hacia atrás con una goma, dejando su cara de pan cruelmente expuesta. Le hizo ojitos a Marcus, que la ignoró con educación.
La chica forcejeó para sacar una tableta de chocolate de un bolsillo en su uniforme. La abrió y le ofreció un pedazo a Louise. El chocolate estaba aplastado y algo fundido, y ella lo rechazó con un ademán, a pesar de que le apetecía. Marcus cogió un trocito y la chica se ruborizó. A Louise le recordó un cerdito de azúcar. Hubo un tiempo en que le gustaban los cerditos de azúcar.
—¿Cree que podrá charlar un poco con nosotros? —quiso saber.
—Lo dudo —respondió la recepcionista.
—¿Porque no está lúcida?
—Porque está muerta.
Ajá, se dijo Louise. La muerte era una buena forma de cerrarte el pico. «Una tía anciana, abandona el escenario por la derecha.»
—¿Cuánto hace que murió? —quiso saber Marcus.
—Un par de semanas. Un derrame cerebral masivo —contestó la chica, metiéndose en la boca el último trozo de chocolate.
—Alguien debería comunicárselo a su abogado —comentó Louise, más para ella que para la recepcionista. Ya puestos, alguien debería decírselo a Neil Hunter—. ¿Tenía familia?
—Me parece que había un sobrino o una sobrina, pero estaban, ya sabe, ¿cómo se dice?, un poco distendidos.
—¿Distanciados?
—Sí, esa es la palabra. Distanciados.
—Así que no existe. No hay tía —le dijo Marcus cuando dejaban atrás las despiadadas salas de Fernlea—. La tía ya no está entre los vivos, es una ex tía. Si esto se pone un poco más apasionante, va a rayar en el infarto, ¿eh, jefa?
—Conduce tú, Scout —le ofreció. El dolor de cabeza empezaba a producirle náuseas.
—Bueno, ¿y ahora qué?
—No tengo ni la más remota idea. Podríamos comprar un poco de queso. No, espera, coge el teléfono y dile a alguien que averigüe quién visitó a Decker en prisión este último año. Sale de un accidente de tren y alquila un coche del copón con una supuesta hija. Averigua quién es en realidad la hija. Alguien debe de estar ayudándolo.
—A menos que simplemente recogiera a esa chica. A menos que se la llevara contra su voluntad.
—Dios santo —dijo Louise—. Ni lo menciones.
—¿Crees que Decker pueda tener algo que ver con la tía muerta? —preguntó Marcus.
—Ya no sé quién tiene que ver con quién.
No había ninguna tía, eso al menos era un hecho indiscutible. Así pues, o bien Joanna Hunter le había mentido a su marido con respecto a su destino («Tengo que acercarme a ver a la pobre y anciana tía Agnes») o él les había mentido a todos los demás («Mi mujer ha ido a ver a una tía enferma»). ¿Y quién era el mentiroso más probable, Neil Hunter o la encantadora doctora? En realidad, no estaba segura de conocer la respuesta a esa pregunta. Sospechaba que, si la apuraban, Joanna Hunter podía fingir tan bien como la que más.
Ya había corrido una vez a esconderse; ahora estaba haciéndolo de nuevo. Debía de haberla inquietado la puesta en libertad de Decker. Tenía la misma edad que su madre cuando fue asesinada, su bebé tenía la misma edad que su hermano. ¿Era capaz de cometer un acto estúpido? ¿Contra sí misma? ¿Contra Decker? ¿Había alimentado la venganza en su corazón durante treinta años y ahora quería tomarse la justicia por su mano? Era una idea descabellada, la gente no hacía esas cosas. Pero ella misma, sin ir más lejos, sí lo habría hecho. Le habría triturado a Decker los huesos y convertido su corazón en comida para gatos, lo habría perseguido hasta el fin de los tiempos; pero Louise no era como las demás personas. Bien pensado, Joanna Hunter tampoco, ¿no?
Aparcaron en el centro de Hawes y Louise se apeó y anduvo hasta un puente para contemplar el agua. Se sentía a la deriva, Louise la Confundida. Joanna había dejado atrás su vida sin llevarse nada (con excepción del bebé, que lo era todo) y desaparecido. Era un truco que bien podía producir envidia. Joanna Hunter, la gran escapista.
—¿Jefa? —preguntó Marcus materializándose a su lado—. ¿Te pasa algo?
—Estoy bien —respondió, con esa palabra que los escoceses utilizaban para cualquier estado de ánimo que fuera desde «Me muero de angustia» a «Siento una alegría eufórica»—. Bien, estoy bien.
Y entonces hicieron lo que había que hacer en sitios como aquel. Se fueron a una cafetería a tomar el té.
—¿Te sirvo? —preguntó Marcus asiendo una práctica tetera marrón cubierta por lo que parecía un gorro con pompón, y añadió—: Te cuido, como una madre, ¿eh?
—Estoy segura de que harías mejor ese papel que yo —respondió.
Se metió un par de paracetamoles en la boca y tomó un sorbo del té color habano, lo bastante fuerte para desatascar cañerías.
—Estoy en esos días del mes —añadió, cuando Marcus le dirigió una mirada inquisitiva. No era verdad, pero bueno.
—Claro —contestó él, asintiendo con solemnidad.
Oh, cómo eran esos chicos de hoy en día, con su respeto por las mujeres. No eran como David Needler, ni como Andrew Decker, eso seguro.
Marcus había pedido una porción de bizcocho de frutas y se lo sirvieron con una gran loncha de queso wensleydale encima (queso con bizcocho, ¿qué le pasaba a aquella gente?).
—Queeeeso, Gromit —bromeó Marcus.
Qué chico tan dulce. Un poco idiota, pero dulce de todas formas.
Louise tomó una pasta de té para amortiguar un poco los analgésicos. Era pastosa y se le atascó en la garganta. Le sonó el teléfono; Reggie Chase. Soltó un gemido y dejó que se activara el buzón de voz, pero entonces cambió de opinión y marcó el número de Reggie; podía intentar tranquilizarla un poco. Pero debía evitar contarle lo de la tía Agnes; la chica entraría en barrena si le decía que, en efecto, la tía estaba enferma, tan enferma que se hallaba un par de metros bajo tierra. El teléfono de Reggie sonó cinco veces antes de que contestara alguien. Antes de que contestara Jackson.
—¿Hola? —dijo—. ¿Hola?
Vaya, se dijo Louise. No dejaba de tener sentido que dos de las personas más provocadoras que conocía de algún modo acabasen juntas.
—Soy yo —dijo. Y entonces se dio cuenta de que Jackson podía no saber quién era «yo», aunque le habría gustado que sí lo supiera, y añadió—: Louise.
—Esto es increíble —respondió él, y entonces se cortó la comunicación.
¿Qué era increíble?
—Probablemente hay mala cobertura, jefa —intervino Marcus—. Demasiadas montañas.
El teléfono de Louise volvió a sonar, y se apresuró a abrirlo, dando por hecho que era Jackson.
—¿Qué?
—Eh, eh —respondió Sandy Mathieson—. Tranquila, fiera. ¿Qué pasa, no va muy bien la excursioncita?
—No, sí, va bien. Perdona. No hay ninguna tía.
—Interesante. Parece algo salido de Agatha Christie.
—Bueno, en realidad no.
—En cualquier caso, te llamaba para decirte que he hablado con la policía de tráfico de North Yorkshire. —Era cierto, no había buena cobertura y la voz de Sandy iba y venía en su batalla con el éter, pero el tono triunfal de su mensaje le llegó alto y claro—. Han encontrado a Decker en la A1, cerca de Scotch Corner. Ahora lo están llevando al hospital, en Darlington. Puedes estar ahí en un santiamén, jefa.
—¿Al hospital?
—Ha sufrido alguna clase de accidente.
—Qué raro —comentó Marcus cuando ella le dijo que acelerase—. Casi parece que te estuviera siguiendo a ti en vez de a Joanna Hunter.
—En realidad, lo más raro no es eso —contestó Louise—. Lo más raro no podrías creerlo.
—Ponme a prueba, jefa.
—Hay algo más —dijo Sandy Mathieson—. No te va a gustar.
—Eso puede decirse de un montón de cosas.
—Han vuelto a llamar de Wakefield. Decker no era lo que se dice el preso más popular. Solo tuvo tres visitantes en los últimos dieciocho meses. Su madre, el sacerdote de la parroquia de su madre… Se convirtió al catolicismo mientras estaba allí dentro, pasaba un montón de tiempo con el capellán de la prisión, etcétera. Una forma fácil de lidiar con la culpa.
—Es el tercer visitante el que me va a dejar patidifusa, ¿no?
—Ajá. Nada menos que una tal Joanna Hunter.
—Me tomas el pelo. ¿Ella fue a visitarlo? ¿Cuántas veces?
—Solo una. Un mes antes de su puesta en libertad, pidió permiso y él se lo dio.
«No me lo dijo», pensó Louise. Había ido a ver a Joanna Hunter a su preciosa casa y se había sentado en la preciosa sala de estar con la madreselva de invierno y la sarcococa, con su delicioso aroma, y cuando le dijo que habían soltado a Andrew Decker, Joanna Hunter contestó: «Supongo que tenía que ocurrir en cualquier momento». No dijo: Sí, ya lo sé, me acerqué a verlo hace un par de semanas. No mintió, sencillamente no dijo la verdad. ¿Por qué?
—Las víctimas visitan a los presos, jefa —comentó Marcus—. En busca de una explicación, por resentimiento, tratando de verle sentido al crimen.
—Pero no suelen esperar treinta años para hacerlo.
Joanna Hunter sabía correr, sabía disparar. Sabía cómo salvar vidas y sabía cómo quitarlas. «No hay normas —le había dicho a Louise la semana anterior, en la preciosa sala de estar—. Solo fingimos que las hay.» ¿Qué andaba tramando?
El teléfono de Louise volvió a sonar. Lo dejó que sonara un buen rato, pues no estaba segura de querer saber nada más.
—¿Jefa? —Marcus apartó un momento la vista de la carretera y le dirigió una mirada titubeante—. ¿No vas a contestar?
—Siempre son malas noticias.
—No siempre.
Un crescendo de llamadas telefónicas tenía que acabar en un dramático apoteosis. Exhaló un suspiro y contestó.
—Perdona, jefa —dijo Abbie Nash—. No es nada grave. Hemos rastreado las llamadas de entrada y salida del miércoles en el móvil de Joanna Hunter.
—Empieza con las de después de que llegara a casa del trabajo, a partir de las cuatro.
—Hay una de su marido, dos de una tal Sheila Hayes, y una última a las nueve y media; el mismo número volvió a llamar el jueves un par de veces y ayer por la mañana. Un móvil a nombre de un tal Jackson Brodie, con domicilio en Londres.
Bueno, tenía que pasar, ¿no?
Reggie despertó a Jackson con una taza de té y un plato de tostadas. La taza llevaba escrito «Lavados con la sangre del cordero».
—No se refiere a la taza, como es obvio —explicó la chica—; la he lavado con Fairy.
La noche anterior, se había quedado perplejo al comprobar que la casa a la que lo llevó (en un taxi increíblemente caro) estaba a solo unos metros de donde había tenido lugar el accidente de tren, del sitio donde él había muerto y resucitado.
—En realidad no vivo aquí —explicó Reggie.
—¿Quién vive aquí, entonces?
—La señorita MacDonald, solo que ya no porque está muerta. Todo el mundo está muerto.
—Yo no —contestó él—. Tú tampoco.
El trato era el siguiente: él se marchaba a casa, a Londres, e iba a recoger a su mujer al aeropuerto, y por el camino se desviaba para ir a ver a una anciana sobre la que Reggie no paraba de parlotear, una pariente que tenía alguna relación con la doctora desaparecida («¡secuestrada!») de Reggie. Cuando encontraran a la tía (cuya existencia misma parecía estar en entredicho), llevaría a la chica a la estación de tren más cercana y continuaría su viaje a casa solo. Cómo iba a apañárselas exactamente para hacerlo no lo sabía, quizá por etapas, como un perro viejo y cansado.
Reggie parecía tener una imaginación sobreexcitada. Era probable que la tal doctora Hunter solo se estuviera alejando un tiempo de su propia vida. Él no era de los que ignoraban a una mujer desaparecida, pero había algunas que realmente no querían que las encontrasen. En sus tiempos, lo habían mandado a dar caza a unas cuantas de esas, tanto estando en la policía como cuando era detective privado. En cierta ocasión, en el ejército, había investigado la desaparición de la esposa de un sargento y le siguió el rastro hasta llegar a Hamburgo, donde la encontró en un bar gay en el que todas las mujeres parecían ir vestidas como extras en
Cabaret
. Dejó claro que no tenía intención de volver en breve a sus habitaciones de casada en Rheindahlen.
Aun así, le pesaría en la conciencia si no se aseguraba, y ya tenía bastantes mujeres en la conciencia para añadir una más a la lista.
Habían acudido al banco de Reggie y sacado dinero de su cuenta vivienda. Tenían un acuerdo. Ella le daba los ahorros de su vida y él se los gastaba. O al menos le dio esa sensación. También compraron sándwiches, zumo, un cargador de móvil para la chica y un mapa de carreteras. Ya no confiaba en su habilidad para sortear el Triángulo de las Bermudas que era Wensleydale.
—Ten por seguro que vas a recuperar este dinero —le dijo mientras ella vaciaba su cuenta en el Halifax de George Street, y añadió—: Soy rico. —Era algo que no solía estar demasiado dispuesto a admitir.
—Sí, claro —contestó Reggie—, y yo la reina de Donde Sea.
—¿De Saba?
—De ahí también.
El único vehículo que la agencia de alquiler de coches en Edimburgo había podido proporcionarle para conducir con una mano —uno automático con el freno de mano en el volante— era un enorme Renault Espace en el que uno podría haberse quedado a vivir de ser necesario. «Espace», espacio. Lo había de sobra.
—¿Necesitan sillitas de niño? —preguntó la mujer de mediana edad del mostrador de la agencia. «Joy», proclamaba la plaquita que llevaba con su nombre, como un mensaje
new-age
—. En realidad, es un coche familiar —añadió con tono de desaprobación, como si no respondieran a sus criterios para considerarlos una familia.
Jackson se dijo que rara vez le habían puesto a una mujer un nombre tan equivocado al nacer
[1]
.
—Es que somos una familia —declaró Reggie.
La perra meneó la cola para corroborarlo y Jackson sintió una punzada de algo que se parecía mucho a la pérdida. Un hombre familiar sin una familia. Tessa se mostraba ambivalente con respecto a los niños. «Si pasa, pasó», decía, aunque tomaba la píldora, de manera que no era, obviamente, tan despreocupada como daba a entender. En realidad, no había abordado el tema con ella, le parecía algo demasiado personal para preguntárselo. Podían estar casados, pero apenas se conocían.