Dado que se había volado la mayor parte de la cabeza, le fue difícil saber si lo conocía o no. El traje le resultaba familiar, se parecía mucho al traje raído del tipo que se había sentado a su lado en el tren, un tipo de lo más corriente. Pero fuera o no un extraño, ¿por qué iba a decidir nadie allanar una morada y suicidarse en ella? Jackson era bastante inmune a los cadáveres, había visto suficientes en sus tiempos; a lo que no estaba habituado era a encontrárselos en su propia casa. En realidad, no había sido un allanamiento, pues no había indicios de que hubiesen forzado puertas o ventanas.
Con cautela, tratando de no pisar sangre, se acercó poco a poco al cuerpo y, con el índice y el pulgar, sacó una cartera del bolsillo interior del muerto. Dentro de la cartera había dos fotografías familiares y un permiso de conducir. Contempló la foto de él mismo. Nunca le había gustado esa imagen; en sus mejores momentos ya no era fotogénico, pero en el carnet de conducir parecía un refugiado de guerra. Sintió la tentación de hurgar más en los bolsillos del hombre, pero se resistió. Un permiso de conducir lo decía todo: el nombre del tipo era Jackson Brodie.
Pensó en llamar a Louise y contarle que Andrew Decker había parado por fin de correr, pero acabó llamando simplemente al 999.
Mientras esperaba a que le mandaran las nuevas tarjetas de crédito, le pidió a Josie que le transfiriera dinero a su cuenta («¿Qué has hecho ahora, Jackson?»). De haber podido acceder a su pasaporte, habría ido al banco a sacar dinero directamente, pero el pasaporte estaba en el piso y todo lo que había en el piso le estaba vedado hasta que la policía le diera luz verde.
—Es la escena de un crimen potencial —le dijo uno de los agentes que lo investigaba—. No podemos tener la seguridad de que haya sido un suicidio, señor.
—Ya —respondió—. Yo antes era policía.
Antes de ponerse en contacto con Josie había llamado a Julia, pero esta no demostró interés por sus apuros. Su hermana Amelia había muerto el miércoles en el quirófano («Hubo complicaciones —sollozó—. Típico de Amelia»).
Con aquel dinero tenía suficiente para unos cuantos días. Se había alojado en un hotel barato, en King's Cross, hasta que el piso de Covent Garden dejara de ser la escena de un crimen, aunque no pensaba volver a vivir allí. No se imaginaba poniendo los pies en el sofá y abriendo una lata de cerveza en la misma habitación en que alguien se había volado, literalmente, la tapa de los sesos.
El hotel era un antro. El año anterior, en esas mismas fechas, estaba alojado en Le Meurice, con Marlee, haciendo compras navideñas y saliendo de paseo por las tardes para ver la decoración de los escaparates de las Galeries Lafayette. Y ahora estaba en un hotelucho de mala muerte en King's Cross. Vaya con el ocaso de los poderosos.
El lunes por la mañana fue al Museo Británico.
Allí nadie había oído hablar nunca de una tal Tessa Webb.
—Es conservadora aquí —insistió—. De arte asirio.
Ni Tessa Webb ni Tessa Brodie. Ni conferencia en Washington de la que nadie tuviese noticia.
Le pidió un favor a un tipo llamado Nick que había trabajado hasta hacía poco para Bernie, y que antes era técnico en comunicaciones en la policía metropolitana. Bernie estaba de viaje en alguna parte.
Nick lo informó de que a la escuela para niñas de Saint Paul no había asistido ninguna Tessa Webb, y tampoco al Keble College de Oxford; no había datos de ella en la Seguridad Social, ni permiso de conducir a su nombre. Jackson se preguntó cómo lo recibirían si entraba en una comisaría y denunciaba la desaparición de su esposa pródiga. ¿Y cómo denunciaba uno la desaparición de alguien que ni siquiera parecía haber existido?
El detective a cargo del caso explicó:
—Han realizado la autopsia, y el patólogo dice estar seguro al ciento por ciento de que Decker se suicidó.
—¿En mi casa?
—Supongo que tenía que hacerlo en algún sitio. Tenía sus llaves, su dirección. Quizá había empezado a identificarse con usted en algún sentido. No tenemos ni idea de cómo consiguió el arma, pero ha pasado los últimos treinta años relacionándose con presos, así que probablemente no le fue difícil.
El martes le permitieron volver al piso de Covent Garden. Cogió el pasaporte y fue al banco a sacar dinero, y descubrió que no tenía. Lo mismo pasaba con sus inversiones.
—Chico, vaya chavala más lista, esa supuesta esposa tuya —dijo Nick en tono admirativo—. Vació tus cuentas y lo transfirió todo a otras a las que es imposible seguirles el rastro. Hábil, muy hábil.
Ni Tessa, ni dinero, ni Bernie. Todo había sido un gran montaje, desde aquel primer encuentro «casual» en Regent Street. Entre los dos habían diseñado a la mujer que lo atrajera: por su aspecto, por su forma de comportarse, por las cosas que decía, y él había caído como el mayor imbécil de la historia. Había sido una estafa perfecta, y Jackson el blanco perfecto.
Estaba demasiado cansado para enfurecerse siquiera. Y, bien mirado, nunca se había ganado aquel dinero, de manera que ahora había pasado simplemente a pertenecerle a algún otro que tampoco se lo había ganado.
«Un amigo fiel.» ¿Qué significaba eso? ¿Se refería al contenido de la cesta, de esas de mimbre con tapa y atada con un gran lazo de satén rojo? ¿O se refería a la persona que había dejado la cesta ante su puerta? Las palabras estaban escritas en una etiqueta navideña, una de esas brillantes y caras reproducciones de tarjetas victorianas. Todo el asunto parecía muy pasado de moda; casi esperaba levantar la tapa y encontrarse dentro un festín a base de pudin de ciruelas y un enorme pastel de cerdo y botellas de oporto y madeira.
Louise no había esperado un perro. Un cachorro, una cosita minúscula. Blanco y negro.
—Es un border collie —explicó Patrick con tono de entendido—. Tuve uno de niño. Es un perro pastor.
Era Patrick quien había encontrado la cesta en el porche. Era Nochebuena y estaban sentados en silencio, escuchando la radio, una escena doméstica pacífica y atemporal que contradecía sus sentimientos. Louise se sentía ajena al tiempo que formaba parte de ella. Patrick estaba haciendo el crucigrama del
Scotsman
mientras ella convertía las tarjetas de Navidad que no había conseguido enviar en felicitaciones de Año Nuevo. «Siento llegar un poco tarde, he estado en cama con gripe.» No era verdad, pero bueno. En el piso de arriba, Archie estaba encerrado en su habitación, sentado ante el ordenador, hablando con sus amigos, y una música nada propia de esas fechas se filtraba a través del suelo. Alguien llamó al timbre y Patrick se levantó a abrir la puerta.
—¿Has visto quién era? —quiso saber ella.
—No —respondió Patrick.
—¿Nada? ¿Y un coche? ¿Has oído un motor? Tienes que haber advertido algo. No ha salido de la nada, alguien ha llamado al timbre.
—Calma, Louise. No soy un sospechoso. A lo mejor el perro era para Archie.
—¿Un perro? ¿Para Archie? —Pues no sonaba improbable ni nada.
Había sido él, lo sabía. «UN AMIGO FIEL»; tenía una empalagosa veta sensiblera de un kilómetro de ancho. Todo el montaje, la cesta, el mensaje, la cinta. Había sido él.
Salió corriendo a la calle con el cachorro en brazos. Sentía el acelerado latir de su corazón contra el suyo. Notaba la solidez de su cuerpo regordete en las manos, y al mismo tiempo pesaba menos que una pluma. Se plantó en medio de la calle y deseó con todas sus fuerzas que Jackson volviera. Pero no lo hizo.
—Louise, venga, entra ya, que hace un frío que pela.
Condujo hasta Livingston el día de Navidad. Alison Needler había puesto en venta la casa de Trinity y andaba buscando una vivienda en otro lugar.
—Supongo que saldrá a precio de ganga —dijo—. No hay mucha gente que quiera vivir en una casa en la que han sido asesinadas tres personas.
—Oh, no sé —contestó Louise—. El mercado inmobiliario de Edimburgo es bastante despiadado.
La semana anterior les había llevado un árbol, porque Alison, claramente, no estaba para esas cosas. También les había llevado regalos, juguetes para los niños, todos de plástico, ruidosos y chabacanos, nada remotamente educativo ni de buen gusto; ella también había sido niña una vez, sabía qué les gustaba.
Ese día había llevado consigo las cosas que supuestamente debía tener la gente en Navidad: nueces, mandarinas, dátiles; todo eso que en realidad nadie se comía. Más una botella de whisky de malta y otra de vodka.
—Vodka —dijo Alison—. Mi bebida favorita.
De vez en cuando, se vislumbraba a otra Alison, la de antes de casarse con David Needler. Fue en busca de dos vasos a la cocina.
—Le gusta el whisky, ¿verdad?
Louise tapó el vaso con la mano.
—Tiene razón, pero solo tomaré un zumo de naranja o algo así.
Alison enarcó una inquisitiva ceja y preguntó:
—¿Porque está embarazada?
Louise soltó una carcajada.
—Dios santo, ¿qué es usted, una bruja? No, porque tengo que conducir. ¿Qué pasa? ¿Por qué me mira de esa manera? Le juro por Dios, con la mano en el corazón, sobre la tumba de mi madre, que no estoy embarazada. —Pero bueno.
Iba a dejar a Patrick en Nochevieja, así podrían empezar de cero el nuevo año. Déjate ya de clichés, Louise. En Navidad, no; sería cruel hacerle algo así, pues su primera esposa lo había dejado, aunque no fuera voluntariamente, en Navidad. Todas las navidades futuras se verían empañadas por el recuerdo de otra esposa que lo abandonaba. Se conseguiría una nueva. A Patrick se le daba bien el matrimonio («Tengo mucha práctica», lo imaginaba diciéndole entre risas a la siguiente). Era un buen hombre, lástima que ella fuera una mujer tan mala.
«El amor es lo único importante.» Ese había sido el mensaje de despedida de Joanna Hunter la tercera y última vez que la había interrogado. Que había tratado de interrogarla, mejor dicho. Esa mujer era más impenetrable que el mármol.
—¿Estuvo solo vagando por ahí durante tres noches? ¿Está segura de que no recuerda nada más? ¿Ni dónde dormía o qué comía? No tenía coche, ni dinero. No lo comprendo, doctora Hunter.
—Yo tampoco, inspectora jefe. Llámeme Jo.
Louise suponía que podría haber forzado la cosa y encontrado pruebas forenses en alguna parte. La ropa con que salió de la casa, por ejemplo…, el traje negro, ¿dónde estaba? O el Prius, aparcado en la calle y recién despejado de cualquier huella o prueba. Ante cada pregunta, Joanna Hunter se limitaba a encogerse de hombros y decir que no se acordaba. Era inquebrantable. Sin embargo, Neil Hunter no lo era. Había cantado la historia entera sobre Anderson y la extorsión.
Quizá podría haberla doblegado de haber querido hacerlo realmente. Quizá, si la hubiese presionado con lo de los dos cuerpos hallados en una casa que ardió hasta los cimientos en Penicuik, tipos cuyas identidades seguían sin conocerse casi dos semanas después. Finalmente, identificaron a uno, un marine, gracias a la odontología forense: había dejado las fuerzas armadas diez años antes y nadie había vuelto a saber de él desde entonces. El otro seguía siendo un misterio. Ni rastro del cuchillo que había acabado con el tipo de la tráquea aplastada, ni rastro de lo que fuera que le hubiesen metido al otro en el ojo hasta hundírselo en el cerebro. El fuego destruyó cualquier huella que pudiese haber. «Parece cosa de profesionales», comentó el detective a cargo del caso cuando hablaron al respecto en la reunión del Grupo de Coordinación de Tareas.
No se mencionó la posibilidad de que aquello tuviese alguna relación con Joanna Hunter. Ella había desaparecido y vuelto a aparecer. Fin de la historia. Anderson salió de todo aquello oliendo a rosas; el señor Hunter, en cambio, iba a ser procesado por incendio provocado con el propósito de presentar a la compañía de seguros una solicitud falsa de indemnización.
La muerte de Marcus copó los grandes titulares durante varios días. «Un policía héroe», etcétera. Su madre hizo desconectar la máquina que mantenía sus constantes vitales al cabo de una semana, de modo que el funeral fue justo antes de Navidad.
—Para mí, eso no cambia nada —declaró—. Ahora ya no habrá más navidades.
Al día siguiente del funeral, se arrojó desde el puente de North a las tres de la madrugada. Colguémosle una medalla a ella también.
En cuanto a lo de Decker, Louise no conseguía entenderlo por mucho que se empeñara.
—Usted lo visitó en la cárcel —le dijo a Joanna Hunter—. ¿Por qué? ¿Qué le dijo a ese hombre?
—Oh, no gran cosa —respondió la doctora—. Esto y aquello, ya sabe cómo son esas cosas.
—No, no lo sé —dijo ella.
Joanna Hunter estaba decorando el árbol de Navidad, colgando bolas de cristal baratas como si fueran valiosas joyas.
—Tenía mucho cargo de conciencia por lo que había hecho. En prisión se había vuelto religioso —añadió, contemplando el ángel destinado a la punta que tenía en la mano.
—Se convirtió al catolicismo —confirmó Louise—. Y luego se suicidó. Tenía que haber sabido que para un católico eso significa la condena eterna.
—Quizá pensó que sería un castigo justo para él —sugirió Joanna Hunter subiéndose a una escalera para llegar arriba del árbol.
—Usted sabe disparar una pistola —dijo ella, sujetando la escalera.
—Así es. Pero yo no apreté el gatillo.
No, se dijo Louise, pero de una forma u otra, lo convenció de que lo hiciera.
—Fui a verle porque quería que comprendiera lo que había hecho —prosiguió Joanna Hunter tendiendo la mano para colocar el ángel en la punta del árbol—. Quería que supiera que había robado la vida de unas personas sin razón alguna. Quizá verme a mí de adulta y con el bebé lo hiciera comprender por fin, lo hiciera pensar en cómo habrían sido Jessica y Joseph.
Buena explicación, pensó Louise. Muy racional. Digna de una doctora. Pero quién podía decir qué otras cosas le había murmurado a través del mostrador de visitas.
Había llevado consigo al bebé. El bien y el mal en su vida en la misma habitación, y el mal había sido derrotado. Si Louise se encontrara en una situación peligrosa, si estuviera al final de un oscuro callejón en una noche oscura, sin posibilidad de escapar, le gustaría que Joanna Hunter luchara a su lado. Desde luego, más valía luchar con ella que contra ella.
¿Y la había dejado satisfecha que Decker se volara la tapa de los sesos? Ella no lo estaba con que David Needler se hubiese pegado un tiro. Era la salida más fácil. Habría preferido ver a Needler ante un pelotón de fusilamiento, enfrentándose a la certeza de que también a él lo habían derrotado.